Después de La noche de los muertos vivientes, ¡qué difícil se les hizo a
ciertos creadores buscar su lugar en el mundo de las historias? Rabia, de Cronenberg, o una realización
de serie B para un propósito de escarnio moral de serie A.
Título original: Rabid
Año: 1977
Duración: 90 min.
País: Canadá
Director: David Cronenberg
Guion: David Cronenberg
Fotografía: René Verzier
Reparto: Marilyn Chambers, Frank Moore, Joe Silver,
Susan Roman, Howard Ryshpan,
Patricia Gage.
Cronenberg es, quién lo
duda, un autor singular y poco dado a dejarse clasificar, porque su filmografía
tiene prácticamente de todo, desde películas propiamente de serie B, como la
presente, a superproducciones, como La
mosca, películas geniales como Inseparables
o Crash y tostones como El almuerzo desnudo o desatinos como Un método peligroso, pero nunca, ni
siquiera cuanto te aburre, te deja indiferente. Nunca renuncio a ver películas
suyas. En este caso, Rabia, que se
presenta como una historia de terror basada en la idea recurrente de la
infección que se extiende como una amenaza para la humanidad. Si la película la
hubiera estrenado en los 50, a buen seguro que todo el mundo hubiera hecho una
interpretación política sobre la invasión comunista de Usamérica. Vista en
2017, 40 años después de su estreno, y en Cataluña, es indudable que, aun traída
por los pelos, admite una lectura política que pueda relacionarse con un
fenómeno de propagación de una enfermedad delictiva que va ganando adeptos a
fuerza de negar el imperio de la ley, y que exige, del Estado, una respuesta
eficaz para controlar la epidemia y garantizar la salud del cuerpo social. Se
aprecia enseguida, desde el inicial accidente de moto de la protagonista, que
los medios andan escasos, pero no la imaginación. Ayudada de urgencia por los
servicios médicos de una clínica de cirugía estética, la joven es ingresada en
ella y sometida a un trasplante regenerador que, al instalarse en su cuerpo,
genera una mutación que impele a la protagonista -la actriz de cine porno
Marilyn Chambers -aunque Cronenberg había elegido para el papel a una joven
desconocida llamada Sissy Spacek-, cede a la necesidad de atacar a sus víctimas
para, mediante una suerte de falo afilado que le sale del costado, matar a sus
víctimas, de quienes bebe la sangre, víctimas que, a su vez, se reanimaran como
muertos vivientes para seguir atacando, a su vez, a otras víctimas, algo que
hacen con unas manifestaciones corporales del mal semejantes a las de la rabia,
por más que las autoridades sanitarias no sepan exactamente de qué rabia se
trata y menos aún sepan cómo tratarla. El proceso de seducción de las víctimas,
al menos de la portadora del origen del mal, es a través de la seducción
sexual, algo muy propio de las historias de Cronenberg. La película se sigue
con total normalidad, y la luz y la textura del film la aproximan a muchas
otras de aquella época con estética cercana, como Laberinto mortal, la incursión usamericana de Chabrol, aunque con
temáticas muy diferentes, de terror en un caso, de intriga criminal en el otro.
Lo que no puede desconcertar es que Rabia tuviera muy buena acogida de taquilla
y de distribución. Se juntaban dos elementos llamativos: la sexualidad y el
terror, un “filón” que inundó, sobre todo, los cines de doble sesión, en los
que tantas horas de espectador pasé en mi ida, para bien y para mal, claro está. En Rabia, que se acoge a veces al estatus
de película documental, como las partes del seguimiento periodístico del asunto
que pone el énfasis en la reacción política ante el mismo, hay un intento
deliberado de narración en tono menor, de “incidente” cotidiano en el “normal”
desarrollo de la vida de una ciudad que
le confiere a la película ese aire de serie B del que hemos hablado, pero le
confiere una libertad singular para huir, merced a la naturaleza epidémica del
asunto, de una coherencia argumental que ni puede ni debe tener. El único hilo
narrativo medianamente fuerte es el de la recuperación de la relación amorosa con
la protagonista por parte de su novio, que conducía la moto en el momento del
accidente, y que se salda, al final, del único modo posible, dada la evolución de
la epidemia. Construida, pues, como una película episódica cuya incidencia en la
vida urbana se mide en función del incremento de los “casos”, puede decirse
que, al modo de la más o menos reciente Estallido,
de Wolfgang Petersen, Cronenberg crea, gracias a esa mezcla de sexualidad y
terror un producto eficaz que consigue mantener el interés del espectador.
Máxime si este asiste a su contemplación mientras en las calles de su ciudad se
extiende esa otra epidemia de irracionalidad nacionalista que amenaza con
reeditar viejas escenas de tiempos que creíamos ya afortunadamente superados.
El terror que no descansa.
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