Una libérrima aproximación metafílmica hecha con ingenio y sofisticación: Encuentro
en París o la mise en scène de la mise en abisme
Título original: Paris - When It Sizzles
Año: 1964
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Director: Richard Quine
Guion: George Axelrod, Henri Jeanson, Julien
Duvivier
Música: Nelson Riddle
Fotografía: Charles
Lang
Reparto: William Holden, Audrey Hepburn, Noël Coward,
Grégoire Aslan, Marlene Dietrich,
Fred Astaire, Tony Curtis, Mel Ferrer,
Raymond Bussieres, Christian
Duvallex, Thomas Michel, Dominique
Boschero, Evi Marandi.
En estos tiempos convulsos
del ridículo intento de golpe de estado identitario de raíz nacionalfascista,
como el que los supremacistas nacionalistas catalanes han tenido a bien
regalarnos con idéntico éxito que el de El
prisionero de Zenda, y sin ninguna gracia, ponerse ante la pantalla para
seguir las aventuras divertidas y laberínticas de un guionista en plena sequía,
uno de los dos protagonistas de Encuentro
en París es no solo reconfortante para el ánimo, sino, tras haberla visto,
una necesidad del crítico. Richard
Quine, también discreto actor en sus inicios, no es un director de los
“grandes”, ni tampoco de los que suelen aparecer en las pedantes conversaciones
de cinéfilos de alto copete, pero tres películas suyas, dos anteriores y una
posterior: Me enamoré de una bruja, Un extraño en mi vida y Cómo matar a la propia esposa, sirven
para acreditarlo ante cualquier filmescrupuloso experto en peros filibusteros.
Dejemos de lado que haya sido el “descubridor” de Kim Novak -que ya es
mérito…-, quien siempre le dio calabaza a sus pretensiones amorosas, y también que su estilo de comedia
sofisticada pueda parecerles a muchos una suerte de remedo más o menos exitoso
de los clásicos de los 30 y 40, pero Encuentro
en París es una película para la que sin duda se concibió un adjetivo que,
sin embargo, es muy difícil de usar, “deliciosa”. Cuando uno lo lee en pluma
ajena nunca sabe si se está describiendo una ñoñería monumental o la estupidez
más irreparable. Para entender el sentido en que yo lo uso es obligatorio haber
de pasar por la experiencia, divertida, reconfortante y curiosa de ver esta
película que tiene más calado del que aparentemente representa, porque el tono
de comedia bufa y estilizada, jugando con el recuerdo inevitable de Sabrina y dejando la carga de la prueba
en la interpretación de una “deliciosa” Audrey Hepburn y un experimentado y
eficaz William Holden, en el marco incomparable de París -esa torre la pusieron ahí (al otro lado del ventanal del
apartamento del guionista) para que
supiera, al abrir la ventana cada mañana dónde vivo-, no desfigura la más
que interesante reflexión sobre esa pieza clave de las películas que es el
guion y la crisis que, en este caso de la película, afecta a un guionista que
se ha quedado in albis. La llegada de
la mecanógrafa con pajarera al apartamento del estéril guionista desencadenará
en este, como la chispa de la intuición en los poetas voluntariosos y tenaces
pero poco inspirados, un hilo narrativo del que, remendando el tapiz aquí y
alla, irá emergiendo una película que protagonizaran ambos personajes,
desdoblados, pues, en autor y colaboradora del guion y personajes de la película
que dicho guion va creando, un disparate de espionaje e intriga que consigue
momentos excepcionales, como la entrada en los estudios cinematográficos y las
diferentes escenas en los sets ya preparados para rodajes muy dispares. Imagino
que los lectores -¡si haylos, que dúdolo!- de esta crítica se dirán que el
amigo Poz nos va a volver a enjaretar la famosa screwball comedy en cuanto nos descuidemos. ¡Qué bien me conocen!
Sobre todo el final de la película, que rueda cuesta abajo por ese género, permite
adscribir a él la película, pero, aunque con un tono menos alocado, el juego
paralelo entre la escritura del guion y la representación filmada del mismo
permite un crescendo gracioso y alocado que casa bien con el género de marras.
No sé ustedes, pero a medida que la veo en más películas, más me dejo seducir
por el encanto de una actriz como Audrey Hepburn, que no me decía prácticamente
nada en mi juventud y que, sin embargo, ahora, me tiene literalmente hechizado.
Hace poco ya tuve el placer de destacar su magisterio en otra comedia, Cómo robar un millón, de William Wyler,
con una pareja excepcional, Peter O’Toole. También la hacía estupenda con George
Peppard en Desayuno en Tiffany’s, de
Blake Edwards, y voy empezando a pensar que la química de esos emparejamientos
nace principalmente en la Hepburn. En este caso, la percha de la actriz, a la
que la alta costura que tanto ha lucido le caía como un guante, concede a la
mecanógrafa idealista una suerte de inocencia turbadora que va a contrastar con
el delirio de un guion que la convertirá poco menos que en una vampiresa y
asesina a sueldo, o ansí… La película cuenta con algunos cameos francamente
divertidos, como el del autor dramático Noël Coward o el de un extraordinario
Tony Curtis, dotadísimo para la comedia y para cualquier género, que tampoco se
trata de descubrir a uno de los grandes actores del cine. Aquí cumple a la perfección
con una interpretación que se suma al laberinto de episodios de un guion que
puede acabar como el rosario de la aurora y que acabará con un guiño a Casablanca. Desde el punto de vista de
los entresijos del ate cinematográfico, Encuentro
en París es un acercamiento menos superficial de lo que aparentemente
parece, a pesar de la topicidad del personaje de Holden, al que, poco a poco, el
actor va dándole la vuelta para plasmar con mucha propiedad las incertidumbres,
angustias y desesperaciones de un guion en desarrollo que nos recuerda otras
obras con planteamientos metacinematográficos, como La noche americana, de Truffau o Barton Fink de los Coen, salvando las distancias, claro está. Encuentro en París se sitúa en un mundo
voluntariamente no realista y en un género, la comedia, que sobrevuela con
elegancia los requisitos que dicha realidad impone cuando se trata de ajustar
la verosimilitud a la historia. La verosimilitud fantástica de Encuentro en París la pone el espectador
desde el minuto uno de la película y se siente la mar de cómodo con todo lo que
ocurre, y descubre la gracia de la invención, el saber hacer de los intérpretes
y la habilidad con que Quine se mueve, como un gran artista, por ese vía
paralela de las dos tramas. Me gustaría señalar que la historia original es de
Julien Duvivier, un director francés magnífico del que hemos criticado aquí,
con entusiasmo, dos “joyitas”: Siembra de
dolor y El paraíso de las damas,
que recomiendo fervientemente, cada una por distintas razones y un mismo placer
cinematográfico.
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