Una innovadora concepción del gag visual que se impone,
poderosa, al repertorio habitual de gesticulaciones del cómico hasta ese
momento: El botones o el primer paso
hacia la cumbre de un genio del humor.
Título original: The Bellboy
Año: 1960
Duración: 72 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jerry Lewis
Guion: Jerry Lewis
Música: Walter Scharf
Fotografía: Haskell Boggs (B&W)
Reparto: Jerry Lewis, Alex Gerry,
Bob Clayton, Sonny Sand, Herkie Styles, Milton Berle, Walter Winchell.
Pues, a pesar de su aire
de eterno niño adulto, no era precisamente un jovencito Jerry Lewis cuando
decidió probar fortuna detrás de las cámaras después de 25 películas ante ellas,
aunque se vio forzado a ello por la negativa de Billy Wilder a dirigirlo. Que
aprendió mucho y de buena ley es indudable. Qué, además, tuvo la fortuna de
tener “mano libre” para hacer lo que quisiera, también. Y que tuvo un
presupuesto de casi un millón de dólares, ¡en 1960!, acabó de redondearlo todo
para conseguir una obra que, más allá de ser su estreno como director, es una
de las grandes obras del cine cómico usamericano de todos los tiempos. Mientras
actuaba con su pareja habitual, Dean martin, en el Hotel Fontainebleau Hilton
Resort de, Miami Beach, Florida, Jerry Lewis escribió un guion para unas dos
horas y media de película, pero, finalmente, quedó reducido a lo indispensable
para rodar los 72 minutos escasos de la obra, rodada, además en apenas cuatro
semanas de intenso trabajo. Buena parte de los participantes, eran
profesionales del show business que trabajaban con él en el Hotel. Como Lewis
hace un dobe papel, el de botones mudo del hotel y el de Jerry Lewis, se
desdobla en los títulos de crédito como Jerry Lewis, para el botones, Stanley,
y como Joe Levitch, su verdadero nombre,
para el famoso actor Jerry Lewis. La
semejana entre ambos, por supuesto, forma parte del guion, aunque más que un
guion narrativo, la maestría de la película consiste en dotar de carácter
narrativo una serie de gags, uno detrás de otro, que Lewis interpreta con un
repertorio que ya le habían acreditado como un gran cómico, en espectáculos en
vivo y en las películas. El punto de partida es simple: un botones patoso y
bien intencionado complicará la vida del
hotel y de los turistas hospedados en él con un repertorio de trastadas,
malentendidos e iniciativas que lo convertirán poco menos que un lugar
peligroso. La película, con un protagonista mudo, pretende inspirarse en los
grandes clásicos del cine cómico mudo usamericano y, especialmente, se plantea
como un homenaje a Stan Laurel, el cómico predilecto de Lewis, interpretado en
la película, magníficamente por Bill Richmond, guionista con quien trabajó
Lewis en varios de sus proyectos. Cada uno de los numerosos gags de la película
merecería ser descrito y celebrado como lo que son: joyas del género cómico,
muy avanzado a su tiempo y a años luz de muchos y muy buenos de un cómico con
el que guarda Lewis alguna semejanza, Woody Allen, al menos el de sus primeras
películas: Bananas, Toma el dinero y corre o El dormilón.
El espacio majestuoso de uno de los hoteles emblemáticos de Miami Beach,
disparó el ingenio de Lewis y nos ha permitido a los espectadores de su genio,
poder contemplar una película en la que no solo su actuación personal, insisto,
es determinante, sino la propia concepción de los gags en función de la puesta
en escena. Pongamos por caso el más célebre de todos, el de la sala de actos
donde se va a celebrar un concierto, un espacio inmenso, diríase, desde el
plano inicial, tras abrir la puerta de la gran sala, que con capacidad para
3000 personas. Allí llega Stanley para colocar las sillas, y solo atravesar la
sala le lleva ya un tiempo precioso, en cuyo recorrido, con cámara fija, va
perdiéndose en la lejanía el protagonista, empequeñeciéndose como si se alejara
por un sendero hacia el horizonte. El techo de la sala, altísimo, contribuye a
esa sensación de gran caverna prehistórica que se tiene al entrar en ciertas
cuevas del sur de Francia. Todo ello, insisto, conseguido con un solo plano
fijo. En él actúa el protagonista, con su característico caminar y sus ademanes
peculiares. Quienes hayan visto la película, saben que estoy hablando de uno de
los grandes gags del cine mudo, por eso renuncio a seguir. Ya, ya, me pongo
difícil la crítica, por supuesto, porque, si no puedo comentar los gags, que
equivaldría al famoso asesino de las películas policiacas, ¿qué me queda por
comentar? Pues algunas cosillas, algunas… En primer lugar, la fabulosa
utilización de la puesta en escena, logradísima. El ejército de botones,
constantemente alineado junto a la recepción, por ejemplo, cuyas filas se
rompen lascivamente cuando llegan unas modelos que vienen a instalarse en el
hotel, pues todos ellos se lanzan a manosear a las clientas; los suelos
enceradísimos que provocan algún disgusto; el trajín de clientes constantemente
en todos los espacios; el uso del ascensor como homenaje al camarote de los
Hermanos Marx, los espacios que se abren a la fantasía, como el sótano que se
comunica, cuando Stanley descorre una cortina mientras come, con la piscina del
hotel, lo que provoca que bajen muchos bañistas para ver ellos, en una parodia
inversa de los acuarios, al bicho raro que es Stanley… De cada rincón del hotel
es capaz Lewis de sacar un gag que veces
provoca incluso la carcajada y en todos la risa y la admiración por su ingenio.
Sí, no se me escapa que hay a quienes se les atragantan sus muecas y su mímica,
pero detrás de ese contorsionismo de extraño mimo hay un sentido crítico del
orden social y de las costumbres alienantes que es un contento verlo en todo su
esplendor. Su imaginación va bastante más allá de cualquier otro cómico, y toda
la película es un homenaje a sus raíces, y, especialmente, a su admirado Stan
Laurel, sobre quien una película que narra la decadencia de la pareja que
formaba con Oliver Hardy me invita a revisitarlos con urgencia. Solo tienen,
esos detractores, que ver el gag de la dirección de la orquesta en el teatro
donde colocó esas 3000 sillas…, ¡un auténtico prodigio! Por lo que llevo dicho,
es obvio que la película dura lo que ha de durar, porque el espacio da de sí lo
que da de sí, pero nadie se va a arrepentir de volver a ver una película que
admite no pocos visionados cada poco tiempo. Se aprende tanto de él como el
aprendió del cine cómico mudo. Una joya. ¡Y fue su ópera prima!
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