domingo, 14 de abril de 2019

«Dolor y gloria», de Pedro Almodóvar o los retazos inconexos de una autobiografía.



De lo crepuscular a lo geriátrico… Dolor y gloria o la ausencia de una creación narrativa con una puesta en escena exquisita, sin embargo.

Título original: Dolor y gloria
Año: 2019
Duración: 108 min.
País: España
Dirección: Pedro Almodóvar
Guion: Pedro Almodóvar
Música: Alberto Iglesias
Fotografía: José Luis Alcaine
Reparto: Antonio Banderas,  Asier Etxeandia,  Penélope Cruz,  Leonardo Sbaraglia, Julieta Serrano,  Nora Navas,  Asier Flores,  César Vicente,  Raúl Arévalo, Neus Alborch,  Cecilia Roth,  Pedro Casablanc,  Susi Sánchez,  Eva Martín, Julián López,  Rosalía,  Francisca Horcajo.

Ya entré advertido por Boyero, que es siempre mal consejero antes de ir a un estreno, de que en la última película de Almodóvar apenas había material humano y cinematográfico que le interesara. Pedro Almodóvar es un esteta sin discurso, un amante de los “momentazos” con los que sustituye la verdadera creación, ¡tan difícil, ay!,  de personajes; los suyos, ¡tan a menudo!, suelen deambular por la pantalla sin una sólida narración a la que agarrarse para no caer en el penoso pozo del patetismo. La cosa se complica si, como en este caso sucede, el autor se escoge a sí mismo como objeto de exhibición y escoge, además, a un antiguo actor-fetiche de su cine, como Antonio banderas, para transmutarlo en su persona. La época vital escogida es la de la decadencia. Almodóvar es posible que hable de una perspectiva «crepuscular», pero más vale que vayamos apeando la solemnidad y hablemos, en todo caso, de una perspectiva propiamente geriátrica, a juzgar por los males ciertos que tienen doblegada la salud del protagonista, una penosa condición que diríase propia de momentos vitales próximos al inminente deceso, lo cual ha inducido a Banderas a escoger una interpretación minimalista: ni una voz más alta que otra, el andar torpe de unas piernas casi impedidas que necesitan apoyarse en un cojín para la genuflexión, y unos gestos faciales mínimos, tan mínimos que a veces más da la impresión de cortedad mental que de alejamiento discreto del mundo, de sus pompas y de sus obras. Almodóvar nunca ha escondido que el melodrama patrio, aquel de los seriales radiofónicos de los 50, cuando reinaba en las ondas Guillermo Sautier Casaseca, es la fuente de su inspiración narrativa y sentimental, y en esta película, en la que apenas hay pinceladas humorísticas, lo demuestra con creces. Propiamente no hay más hilo narrativo que  el  de los recuerdos que le dicta la nostalgia al director-protagonista. La historia recoge dos momentos privilegiados de su existencia: sus recuerdos de primera infancia y su primer y doloroso fracaso amoroso. Los primeros los recrea fílmicamente, y ahí hallamos algunos de los mejores momentos de a película, sobre todo la relación del niño -¡un acierto total de reparto!- con el paleta al que enseña a leer y a escribir y las cuatro reglas básicas, a cambio de que «embellezca» la cueva donde viven el niño y sus padres, un espacio inhóspito que va ganando luminosidad y hermosura a medida que avanza la acción. El otro momento se recrea a través de un monólogo, desnudo de artificio en la escenografía, para el que se empeña en que lo represente un actor que trabajó en su primer éxito de público y de quien se distanció bruscamente tras él, y que bien podría ser un trasunto del propio Banderas. Esa relación es totalmente postiza y no tiene ni un ápice de auténtica, de genuina vida y emoción: todo en ella es impostado y difícil de creer: la inverosimilitud se apodera de toda esa parte del metraje y «expulsa» al espectador de la película, a la que no vuelve ni por los resortes mágicos del azar que se centran en el retrato que el paleta, un soberbio dibujante, le hizo al niño justo el día en que este descubrió la turbación extática que le produjo la contemplación del apolíneo cuerpo desnudo del paleta mientras se asea, desnudo, con una jofaina, en el patio, tras acabar de alicatar la pared de la cocina. Esa es la escena cumbre de la película, y ahí se agota toda ella. A pesar de los esfuerzos de Banderas por hacer “un Pedro” en el que este pueda reconocerse, lo cierto es que el registro expresivo escogido lo lastra de un modo definitivo. El desgaste físico condiciona la creatividad, desde luego; pero, aunque trate de recuperarla mediante el consumo de heroína, animado por el actor que, paradójicamente, la deja para representar el monólogo del director, una confesión de la gran crisis amorosa, aún no superada, lo único que hace es  abrirle las puertas de la percepción del pasado, con la compasión respectiva hacia el niño que fue y, también, hacia la madre luchadora que tuvo, una excelente Julieta Serrano, que la representa en la vejez, mientras que Penélope Cruz lo hace en la juventud de la misma. Es muy probable que la escena de las lavanderas en el río sea totalmente cierta, y las obras de Lope abundan en ellas; pero lo cierto es que ese torpe aire de guardarropía, de escena de «cine de barrio» que tiene ese supuesto «momentazo», Rosalía incluida, provoca cierta indiferencia. Está claro que ciertos personajes homosexuales son hijos de sus madres y de la corte femenina de estas, y de ahí esa relación privilegiada con ellas, ¡y a veces, por ello mismo, tan conflictiva! En la medida en que el director recala en su autobiografía, se ha autoeximido de  construir un relato cuya objetivo cinematográfico no pueda ser otro que el de seducir a los espectadores para que estos empaticen con él y vivan a través de sus actos su propia vida. En ningún caso Almodóvar parece interesado en potenciar una narración. Da por sentado que el paciente espectador ha de contentarse con seguir las andanzas de un personaje cuya vida, obra y milagros, para bien o para mal, considera «de dominio público». La película funciona como una sucesión de cortos, más que como un largo, con capítulos aislados que solo muy tenuemente constituyen una narración, y, menos aún, la creación de un auténtico personaje, más allá de su referente real. Por lo que uno conoce de su trayectoria vital, ¡qué poca justicia le hace el retrato que de sí mismo traza con Banderas! Sí, está claro que la puesta en escena sigue siendo una de las preocupaciones máximas de Almodóvar, algo así como su sello personal, y aquí se manifiesta en esos dos espacios opuestos; uno luminoso y otro tenebroso; la cueva llena de luz que estalla contra la cal que la blanquea y  su domicilio/madriguera, lleno de objetos con afanes museísticos, pero tras los que no se adivina una vida recreada, una construcción vital a través de ellos. Aunque el epílogo lamentable al monólogo es el reencuentro accidental de los dos amantes en Madrid, en un giro de melodrama de ojos vidriosos y supuesta e intensa emocionalidad, el hecho de precipitarse y de recontar torpemente los antecedentes de la relación en el monólogo, frío como él solo, priva a los espectadores de una auténtica vivencia, lo que los deja inmersos en una suerte de simulacro en el que los actores hacen lo que pueden, ¡y no es poco!, sobre todo el siempre estupendo Sbaraglia, por darle una brizna de vida a lo que para los espectadores es una mera referencia teatral. Esta suerte de superficialidad, muy propia de casi todas sus películas, daña notablemente eso que tanto se echa de menos siempre en ellas: ¡una historia! Almodóvar es más de viñetas, de cortos, de «escenas», sin la unidad narrativa superior que dé sentido a esas supuestas «gemas» que se yuxtaponen. A sus recuerdos de niñez no es la primera vez que acude el director, pero lo sustantivo de esta obra es la excelente interpretación de un menudo actor enorme como Asier Flores, que nos ofrece una personalidad del director resolutiva, enérgica, asertiva, que tanto contrasta con la achacosa y temblorosa decrepitud que encarna Banderas. La película, como pasa con todas las de Almodóvar, está llena de detalles de sentida cinematografía, pero, insisto, insuficientes para poder hablar de una «obra» como un todo que podamos adjetivar como esta tampoco lo merece: «maestra». Habremos de esperar.

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