miércoles, 3 de abril de 2019

«Chico encuentra chica», de Leos Carax, un debut de alta intensidad.


El hallazgo de una estética imaginativa, más allá de la simplicidad argumental: Chico encuentra chica o la narrativa de respiración clásica…

Título original: Boy Meets Girl
Año: 1984
Duración: 100 min.
País: Francia
Dirección Leos Carax
Guion: Leos Carax
Música: Jacques Pinault
Fotografía: Jean-Yves Escoffier (B&W)
Reparto: Denis Lavant,  Mireille Perrier,  Carroll Brooks,  Elie Poicard,  Maïté Nahyr, Christian Cloarec,  Hans Meyer,  Anna Baldaccini,  Jean Duflot.

Descubrí tarde, pero bien, a Leos Carax, con Holy Motors, que me dejó anonadado en la butaca del cine. Ahora Filmin me ha permitido ver su debut en el mundo de los largometrajes y he de confesar que, comenzando por su actor-fetiche, Denis Lavant, jovencísimo en este Chico encuentra chica, y siguiendo por la creación de un lenguaje fílmico que entronca con lo mejor del cine francés y europeo anterior a él, sobre todo con la famosa nouvelle vague, Carax me sigue pareciendo uno de esos raros autores que acaso no lleguen a convertirse en autor de masas, pero sí en un autor con una obra maciza que resistirá, con su condición de clásica, el paso del tiempo. El sello personal que se imprime en el celuloide no siempre es fácil de conseguir, sobre todo porque pesa mucho en los espectadores la historia del Séptimo Arte y las cumbres que algunos directores han ido escribiendo con imágenes insuperables, aunque nunca hayan agotado las posibilidades de los creadores que se han ido incorporando con ese sello a una Historia tan relativamente corta, en términos históricos, pero tan monumental. Dicho de otro modo, la existencia de Dreyer no ha impedido la aparición de Bergman, ni la de este, la de Woody Allen, la de Griffith la de Fellini o la de este la de Tim Burton, y trazo una línea cronológica que lo tiene todo de provocación, más que de sentido y sensibilidad. Carax se enfrenta, jovencísimo él, a la vivencia extrema del desamor y del amor en una película que arranca con dos quiebras sentimentales vividas de muy diferente manera y el encuentro de los dos “perdedores” de ambas relaciones. Estamos en presencia de una película de secuencias que no construyen una línea narrativa, aunque subterráneamente el espectador tiene suficientes referencias para saber qué les ocurre a ambos protagonistas, se trata de la plasmación de unos estado de ánimo que se manifiestan a menudo en largas secuencias ante la cámara inmóvil, un plano fijo que deja en manos de los actores la comunicación de emociones que se resuelven en las miradas, los gestos casi imperceptibles, y un romanticismo verbal que fluye con potentes acentos líricos. Rodada en un blanco y negro roto, podríamos decir, igual que hablamos del blanco roto, la película no aspira a la perfección formal, sino al impacto visual a través de una deformación cromática que “ensucia” la imagen, sobre todo las nocturnas, para trasladarnos la conmoción y el desgarro que sufren los protagonistas. Hay un mucho de hierático en ella y no poco de locuacidad atolondrada, pero intensamente sentimental, en él. Y acaban juntos, y aislados. Se acompañan, pero no se consuelan. Son dos heridas abiertas sin posibilidad de cura inmediata, expuestas a la lenta cicatrización del tiempo que tarda en pasar. Está el arte de por medio, y las pequeñas venganzas o el silencio como toda explicación. Carax nos convence de la inefabilidad de los conflictos amorosos: todo está sujeto al milagro. Se ama como se deja de amar. Se abandona como se es abandonado. Y, habiendo escogido a los abandonados, se nos instruye sobre lo difícil de superar la pérdida y concluir el duelo. Un clavo saca otro clavo, dicen, pero un amor no saca otro: lo puede transformar, eso sí, pero no “sacarlo”. Como en cualquier primera película, el autor está deseoso de “ensayar” técnicas que son de su particular predilección, como el trávelin, el primer plano e incluso el primerísimo, y, sobre todo, el juego de claroscuros constantes que dota a la obra de su peculiar ambientación. La puesta en escena, en la que predominan los interiores, nos habla, sobre todo en el caso de ella, de la cotidianidad del hecho amoroso no me atrevería a decir en la “pobreza”, pero sí en la ausencia de lujos y de esteticismos que no se compadecen con la juventud de los personajes, aún abriéndose paso en la vida. Insisto, Carax lo fía todo , o casi, a la capacidad de los actores para seducir a los espectadores, y hay algo en la fragilidad de ambos y en sus peculiares maneras de vivir el desgarro amoroso, tan distintas, una suerte de armonía de contrarios, que logran atrapar la atención del espectador, aunque haya de pasar por esas largas secuencias en las que todo pasa dentro de los personajes y hay que ir captándolo en los más mínimos detalles de la actuación. Que el protagonista, Lavant, no pierda un sentido del humor autocrítico colabora mucho en la cordial aceptación con que nos enfrentamos a una película que marca una exploración del amor que el autor seguirá después, con Los amantes del Pont Neuf, por ejemplo. Es ese humor, precisamente, una dimensión que adensa el significado de su obra y nos entrega seres complejos, ricos, no unidimensionales, por más que el amor sea una de las grandes dimensiones de la humanidad, sin duda. Leos Carax tiene una obra corta, como no podía ser de otra manera, dada la singularidad de su discurso cinematográfico, pero la verdad es que Hoy Motors, su última película alcanza tales niveles de excelencia que se hace muy difícil pensar en que pueda superarla su próximo trabajo, al parecer, un musical, lo que supone un reto muy curioso. Ya veremos cómo lo resuelve.

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