Contenido cine de espías en una ciudad, Viena, que asume un papel protagonista con el eco de El tercer hombre al fondo…
Título original : Avec la peau des autres
Año: 1966
Duración: 90 min.
País: Francia
Dirección: Jacques Deray
Guion: José Giovanni (Novela: Gilles Perrault)
Música: Michel Magne
Fotografía: Jean Boffety
Reparto: Lino Ventura, Jean Bouise, Marilù Tolo, Jean Servais, Wolfgang Preiss, Louis Arbessier, Adrian Hoven, Ellen Bahl, Charles Regnier.
Después de haber conocido a Jacques Deray a través de Flic Story, no me resisto a una invitación suya. Red siniestra es una película de espías, con aire de thriller político, que hace de la contención y un excelente ritmo narrativo sus mejores bazas. Con Lino Ventura al frente y ese estupendo secundario de lujo que es Jean Bouise, solo falta añadir Viena, la capital mítica de El tercer hombre, para redondear una película que cumple fielmente con la intención con que fue rodada: entretener al espectador y permitirle vivir una intriga que no decae en ningún momento y que, salvo algún cabo suelto sin importancia, se centra en la acción de espionaje y de supervisión de un espía amigo que ha de velar por que la red de espías tendida en territorio tan sensible, por su cercanía a países de detrás del telón de acero, no sea descubierta y obligada a repatriarse a Francia. La película sigue los pasos del espía enviado a controlar al jefe de la red, al tiempo que se desarrolla una acción de contraespionaje por parte de las autoridades austríacas que buscan detectar y desarticular dicha red. Aunque se trata de una película de acción, esta se produce en dosis muy justas y sin ninguna teatralización excesiva ni ensalada de tiros que valga o venganzas retorcidas con muertes estrafalarias. Todo lo contrario. La violencia que se desata, porque es inevitable que incluso en tan bello escenario como el de las calles, los teatros, los palacios y las casas de Viena haya muertos, no es, por supuesto, el plato fuerte de la historia. El mundo de los espías, con sus citas de seguridad, sus precauciones excesivas y, a veces, su doble juego, lo que complica notablemente la trama, se desenvuelve en el escenario vienés con una suerte de delectación estética evidente por parte del autor, quien no se resiste a buscar planos, encuadres, que recogen algo de la muchísima belleza que atesora la ciudad, desde el empedrado hasta unos patios interiores que parecen un laberinto de calles y casas dentro de la ciudad, como una suerte de microcosmos ciudadano dentro de la gran urbe, pasando por las salas de conciertos o algún palacio en semirruina que ofrece ángulos magníficos para planos que, con todo, están siempre al servicio de la trama. Se trata de una película en la que no hay ni una palabra más alta que otra, ninguna carrera, ninguna persecución explosiva, y en la que hasta las muertes se producen casi como con silenciador, para no molesta a los espectadores. Quien nunca ha estado en Viena, como es mi caso, salvo por el cine y la literatura, tiene la oportunidad de “empaparse” de la ciudad y hacerse a la idea de los ecos antiguos que la recorren se plasman en los escogidos planos del autor. Llama la atención el vestuario, propio de los 60, tan aparatoso en cuanto a peinados y formas, sobre todo de las mujeres, porque los hombres continúan con la discreción de trajes propios de dos décadas atrás; y también la música, una piezas de corte jazzístico que contrastan con el mutismo y el sigilo con que actúan los personajes, todos, los de la red francesa y los de la policía o el contraespionaje austríaco. Deray nos ofrece un recital de cómo narrar una historia sin apenas trascendencia y con muy pocos golpes de efecto: de hecho solo hay dos: el del bastón y la falsa muerte de un espía que hace doble juego y que el protagonista descubre, para pasmo suyo. Los espías se desenvuelven en la ciudad con total discreción, que es la propia del oficio, incluso cuando se produce en un café, a la vista de todos, el secuestro ilegal de un ciudadano como el espía al que se está vigilando, quien, al margen de la red que mantiene escrupulosamente alejada del conocimiento de las autoridades, ha extendido su traición a otros países, para asegurarse un retiro tranquilo, así como también para la hija de un colega a quien él ha acogido como padre adoptivo. Y ahí aparece una actriz muy joven, Marilú Tolo, quien, con 22 años, ya tenía a sus espaldas una considerable carrera cinematográfica, aunque nunca contó con un papel de éxito absoluto en su historial. Aquí cumple su cometido con solvencia, pero en ese tono menor de la actuación discreta que afeta a todo el reparto. Es una película que pasa sin ruido ni aspavientos, pero cuyas imágenes complacen siempre al aficionado deseoso de ver una historia que se ajuste al género propuesto del inicio. Y aquí, las sorpresas que ofrece la trama son los suficientemente consistentes como para que no decaiga la atención del espectador. Ni de lejos puede compararse con una joya como El tercer hombre, por supuesto, pero, con un color muy tamizado, nada brillante, Deray sabe sacar oro de un guion relativamente vulgar: Viena es mucho Viena, como puesta en escena, como para no saber desenvolverse en ella con una cámara tan ajustada a la historia y al retrato de unos personajes sin heroicidad, pero sin villanía: unos seres atrapados en intereses que, siéndoles ajenos, los hacen propios incluso hasta la muerte o el asesinato. A más de un aficionado le va a sorprender esta hermosa película que bien podría haber visto, según su edad, en uno de aquellos magníficos programas de los cines de doble sesión en la que tantísimas películas hemos visto tantos.
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