sábado, 12 de octubre de 2019

«La noche», de Antonioni, o la existencia peripatética.



Una exploración, silenciosa y profunda, de los abismos de la ruptura amorosa.

Título original: La notte
Año: 1961
Duración: 122 min.
País: Italia
Dirección: Michelangelo Antonioni
Guion: Tonino Guerra, Michelangelo Antonioni, Ennio Flaiano
Música: Giorgio Gaslini
Fotografía: Gianni di Venanzo (B&W)
Reparto: Marcello Mastroianni, Jeanne Moreau, Monica Vitti, Bernhard Wicki, Maria Pia Luzi, Rossy Mazzacurati.

El cine de Antonioni ha tenido siempre defensores a ultranza y detractores acérrimos. Lo que está claro es que ni deja indiferente ni impasible. Yo me cuento entre los primeros, aunque algunas películas suyas sencillamente no parecen suyas, sobre todo de su última época, como El misterio de Oberwald,  sin ir más lejos.. La noche, sin embargo, es algo así como la flor y nata de su cine, en una época, además, en que aún el cine «social» seguía teniendo una importancia decisiva en los círculos intelectuales no solo de Italia, sino de Europa entera.
Antonioni pasa por ser el gran diseccionador de la vida burguesa y sus valores caducos, amén de un gran analista de la condición humana y de los conflictos de pareja, que plasmó en la pantalla con una intensidad que ningún otro director italiano, salvo acaso Rossellini, ha logrado. Este es el caso, por ejemplo, de La noche, el de un escritor de relativo éxito y su mujer, una pareja distanciada que parece vivir el final de su recorrido vital como tal pareja, con infructuosos intentos de abrirse a otras experiencias sexuales.
Hay en el cine de Antonioni una selección de planos con encuadres que no sé si alguien habrá relacionado con el cubismo, pero que, dada su afición a la arquitectura, a los planos de edificios, casi siempre en ángulos en que los volúmenes se intersecan, a mí no me parece descabellada. Eso indica distanciamiento y frialdad, por supuesto, pero están claramente al servicio de la creación de un estado de ánimo, o de desánimo, muy propio de sus protagonistas, cuya biografía nos acaba siendo contada a través de esas imágenes. No son las únicas, está claro, porque si algo hay en los planos de Antonioni es que ningún elemento de la puesta en escena es «insignificante», ni siquiera los más modestos: una terraza donde el protagonista habla con la vecina o los fastuosos planos del baño de ella, cuando le pide la esponja como una súplica para que se interne en un escarceo sexual que él, aislado en su soledad de autor incomprendido, acaba desdeñando; del mismo modo que el traje de fiesta con que lo sorprende, para ir a la fiesta que cierra, de noche, el día solitario de ambos, no deja de concitar la más tibia de las apreciaciones.
Solo hay que pensar en el inicio de la película, un ascensor que desciende, mientras aparecen los títulos de crédito, con una música atonal, como si bajáramos de la abstracción a tocar con los pies en la tierra, donde, paradójicamente, sin embargo, nos encontramos con una abstracción mayor: la inverosímil vida de pareja de los protagonistas: divorciados y juntos, unidos y escindidos.
Es ya un tópico hablar de la «incomunicación», respeto del cine de Antonioni -y la verdad es que estoy tentado de volver a La incomunicación, de Castilla del Pino, para ver si hay allí alguna referencia al cineasta-, pero desde que empieza la película y el matrimonio se acerca a la clínica a ver a un agonizante intelectual, compañero del novelista protagonista, un Marcello Mastroianni convincente y expresivo en su inexpresividad, advertimos que las vidas de la pareja protagonista están marcadas por el desencuentro, el silencio y la incomunicación. En la clínica tiene lugar el perturbador encuentro entre una enferma demente que se insinúa al escritor y con quien este, antes de bajar a reunirse con su mujer, está dispuesto a tener una relación sexual furtiva, solo impedida por las enfermeras que entran cuando él ya había decido «aprovechar» la dramática situación. Una escena en la que ambos personajes se recortan contra una pared blanca como si del cine más experimental del mundo se tratase.
Los protagonistas cruzan miradas, algunas palabras, y viven juntos, pero los separan años luz. La cámara los sigue, estrechamente, se acerca a ellos y extrae de los primeros planos una tortura íntima que nunca se verbaliza ni busca confidente. El espectador ignora los antecedentes y se enfrente a una jornada en la que, mientras él cumple, torpemente, con las exigencias de la presentación de su nuevo libro, que firma religiosamente, pero sin entusiasmo, a los editores y a otros lectores, su mujer -una excepcional Jeanne Moreau, mi actriz favorita- inicia un viaje a pie y en taxi en busca de su propia memoria y del sentido de la vida que lleva al lado de su marido.
Acuden juntos a una sala de espectáculos donde la indiferencia de él, centrada la secuencia en el baile erótico-acrobático de la danzarina negra, y la distancia de ella, que se nieva a revelarle lo que se le acaba de cruzar por la mente, algo que no conoceremos hasta el final, parecen sellar un acuerdo definitivo sobre la distancia que se ha instalado como una cuña malvada entre ellos.
Hablé en el título de la existencia peripatética, pero este vocablo tiene una última acepción, «prostituta», que sobrevuela no pocas escenas de esa marcha peripatética de la protagonista. Hay un permanente conato de seducción: de proposición nunca enunciada y de acoso, solo manifestado tras la riña de dos jóvenes en un descampado, pelea que ella detiene con un grito angustioso, al tiempo que se demora más de lo que exige la prudencia en la contemplación del vencedor, de torso desnudo, una escena muy de Passolini, por cierto…
Está en el territorio de los orígenes de su unión, cuando aún, en ese barrio, por un raíl ahora comido por la vegetación circulaban trenes. Y allí despide al taxi que la ha llevado y desde un teléfono publico le pide a su marido que venga a «rescatarla», esto es, que venga a renovar ab origine un pacto de amor que ambos, sin que se sepa en ningún momento, ¡ni importe!, quién ha tomado la iniciativa para que ello sea así, han roto de un modo casi irreparable. Y de ahí el opresivo silencio que acompaña los desplazamientos de uno y otro. Ni siquiera la muerte del amigo escritor a quien visitaron en la clínica, que conoce ella en el transcurso de la noche, y su marido al amanecer, al anochecer, arranca de ellos algo más que un cruce de desconocimientos mutuos y un dolor mitigado hasta la inexpresividad, pero detengámonos primero en la fiesta..
Poco a poco, la película avanza hacia un momento literalmente mágico, extraordinario, el de la fiesta de la jet-set que, por sí sola, bien podría considerarse una suerte de película dentro de la película, teniendo en cuenta, además, el metraje de la misma, más de dos horas. Invitado como n intelectual decorativo, la verdadera intención del empresario es la de ofrecerle al escritor un trabajo en su empresa. En esa lucha del intelectual por marcar su territorio, este acaba renunciando cuando se cruza su destino con el de la brillante y desequilibrada hija del magnate, con quien el protagonista coquetea en unas secuencias brillantes. De forma paralela, la mujer se deja llevar, una vez ha estallado una tormenta que en modo alguno arruina la fiesta, porque los invitados hacen de la necesidad virtud y convierten el chaparrón en una ocasión lúdica para bañarse en la piscina y después dar rienda suelta a su eutrapelia y su lascivia; se deja llevar, digo, por un invitado que la pasea en su coche bajo la lluvia y la entretiene de forma distendida, hasta que surge la aproximación sexual que ella acaba rechazando.
Hacia el final de ese nudo de infidelidades, tiene lugar una secuencia fantástica en la que las dos mujeres, la hija y la esposa, cruzan confidencias amistosamente mientras, en segundo plano de la imagen, se recorta la presencia del marido junto  la puerta.
A lo largo de esa escena, se van a ir intercambiando los personajes en la ocupación de ese segundo plano, de modo que la mujer asistirá a la promesa que él le hace a la hija de que se verán a menudo, porque aceptará el trabajo del padre, si bien ella le ha dejado claro que no está dispuesta a «romper» ningún hogar.
Finalmente, ambos esposos salen al jardín de buena mañana, mientras la orquesta sigue desgranando los compases de jazz que han ilustrado musicalmente toda la velada e inician un paseo casi mistérico a través de un jardín espacioso con un horizonte ilimitado. De pie, junto a un árbol frondoso, ella recuerda al fallecido amigo común que tanto había confiado en la inteligencia y las muchas posibilidades intelectuales de ella, pero revela que toda esa dedicación, lectura intensiva incluida, no le ha aportado nada que pudiera ni siquiera consolarla ante el fracaso existencial que le ha supuesto llegar a la conclusión de que ha dejado de amar a su marido, que es lo que se le pasó por la cabeza cuando estaban contemplando a la danzarina negra en el club nocturno. Inmediatamente después llegamos a la escena que «corona» la película con la agudeza inmisericorde de sus espinas… Asistimos a la lectura de un texto que ella parece llevar siempre consigo en el bolso: una de las más hermosas cartas de amor jamás leídas en el cine y cuya autoría él no reconoce…, pero ahí he de dejarlo
Toda la película está «sembrada» de imágenes espectaculares como el del juego del protagonista y la hoja sobre un suelo ajedrezado con un mural de fondo que se convierte en una suerte de trampantojo; o como los travelines que siguen la descarada peregrinación ciudadana de su esposa; o el culto fálico de la joven invitada cuando, en plena tormenta, se acerca a la estatua de Pan en el jardín y, después de acariciarla, la besa en los labios; o los planos en picado de la esposa dispuesta a saltar del trampolín a la piscina, cuando es rescatada por el galán que la ayuda a bajar de él; o… Sería inacabable la lista de planos y secuencias que una obra maestra como La noche deja en la memoria de sus espectadores entregados a esa suerte de fría ceremonia del adiós al amor y a la fe en la existencia.



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