domingo, 6 de octubre de 2019

«La mejor oferta», de Giuseppe Tornatore, un prodigio visual y un guion con mecanismo de precisión.



La belleza que todo lo puede y que hasta confunde a las almas arrobadas en ella: La mejor oferta o el poder del trampantojo: entre el robo de guante blanco y las falsas ilusiones de la senectud.

Título original: La migliore offerta (The Best Offer)
Año: 2013
Duración: 131 min.
País: Italia
Dirección: Giuseppe Tornatore
Guion: Giuseppe Tornatore
Música: Ennio Morricone
Fotografía: Fabio Zamarion
Reparto: Geoffrey Rush, Jim Sturgess, Sylvia Hoeks, Donald Sutherland, Philip Jackson, Dermot Crowley, Liya Kebede, Kiruna Stamell.

Estar a tantas solicitudes vitales te obliga a no atender, a veces, a estrenos que vuelan de la cartelera en un amén Jesús, pero que, por suerte, los nuevos tiempos de las plataformas audiovisuales te permiten rescatar, aunque la pantalla grande sea el único formato que necesitan ciertas películas, como esta, sin ir más lejos: un prodigio de belleza que requiere una contemplación en la verdadera dimensión de la pantalla de los cines.
Tornatore es conocido universalmente por Cinema Paradiso, para mí algo pastelón, sin embargo, y no sabía con qué iba a encontrarme al sentarme frente a esta película cuyo máximo interés, a priori, era la aparición de un actorazo como Geoffrey Rush. Apenas iniciado el visionado me di cuenta de que estaba ante lo que podía ser una suerte de La gran belleza, aunque, curiosamente, coincidieron ambas en las pantallas en el mismo años. ¡Qué extraño virus exquisito del más depurado arte andaba suelto por Italia en esos años!
Que el protagonista sea un coleccionista de arte, exactamente de retratos de mujeres, al tiempo que el máximo encargado de subastas de una casa comercial y experto autenticador del mercado de arte nos indica claramente que vamos a entrar en un mundo en el que corremos el peligro de que la belleza nos rodee de tal manera que acabemos la película poco menos que sufriendo el síndrome Stendhal. Pero no. Sí es cierto que la película tiene eso que a muchos aficionados al cine nos gusta: la inmersión en una profesión y el desvelamiento de los procesos de determinado mester o industria o manufactura. Sería inacabable la lista de películas, y en todas las filmografías del mundo,  que inician su andadura con una suerte de documental de un proceso industrial o artesanal, lo que representa, a mi entender, una suerte de tributo a aquel inicio «documental» del cine, ese atender a las obras de la especie, a su capacidad de transformación de lo real. El mundo del arte, además, está lleno de protocolos, ritos y tradiciones que aquí se nos ofrecen para regocijo del espectador que en modo alguno tiene la oportunidad de «vivir por dentro» una profesión como la del protagonista. A la dinámica de las subastas de arte, que tantas secuencias excelentes, algunas de ellas inmortales, como la de Hitchcock, han dejado en la historia del cine, se suma la habilidad profesional de auténtico «catador» de oportunidades que es, en definitiva, el rasgo profesional sobre el que se va a consolidar la perfecta trama que lleva al solitario degustador de su colección a la más extraña de las situaciones concebidas por él.
Recibe una solicitud de valoración de todas las obras de arte de un palacete cuya heredera quiere subastarlas para deshacerse de ellas por ni querer ni poder hacerse cargo de un palacio fastuoso pero de mantenimiento carísimo y en total decadencia. A partir de ese momento, y como la dueña da señales de una «inestabilidad» psicosocial que acaba sacando de quicio al tasador, pues no asiste a ninguna de las citas que han concertado para llegar a un acuerdo sobre la tasación de su «tesoro», se inicia un desvío de la trama que tiene como objeto la rarísima fobia social de la heredera, quien ni sale de casa ni puede ver a nadie ni ser vista tampoco por nadie. Esta información le llega a través del fiel mayordomo de la casa que le sirve de guía para los trabajos de tasación de lo que parece ser un fondo muy bien nutrido de objetos artísticos con los que el protagonista va formando un catálogo para sacarlo todo a subasta.
De forma paralela, su perspicacia artística descubre en el «lote» una pieza mecánica de la que se propia disimuladamente y que lleva a su «manitas» particular porque intuye que pueda pertenecer a un ingenio mecánico, un autómata del XVI cuya restauración tendría un valor incalculable…, porque si, destripémoslo ya, aunque solo sea eso, nuestro exquisito protagonista es también un voraz coleccionista y se aprovecha de su puesto para incrementar su colección y su patrimonio, auxiliado entre el público de las subastas por un pintor mediocre amigo suyo con quien «fija» algunas precios que, en el mercado del arte, valen tanto como «reputaciones».
Atraído por la misteriosa relación con su clienta, que incluye oírse in praesentia con una pared de por medio, el protagonista va entrando en el juego de seducción que implica semejante relación, la más singular que le haya sido dado conocer, aunque no sea él persona con abundante vida social, desde luego, porque vive solo y, al margen de su dedicación en cuerpo y alma a su profesión, lo que le ha granjeado la reputación de grandísimo experto internacional, requerido por multitud de instituciones de todo el mundo, su pasión última y verdadera consiste en  sentarse, solo, en la cámara acorazada de cuyas paredes cuelgan los retratos impresionantes de una colección única en el mundo… La relación con esa extraña joven cuya fobia al mundo y a las personas impide incluso que se conozcan, acaba convirtiéndose, como no podía ser de otra manera, en una relación amorosa con notables altibajos. Tan al margen de esos códigos amorosos vive el protagonista, que ha de ser a través de su relación con su  particular «manitas» el modo como «aprende» a tratar a la mujer fóbica.
Y a partir de aquí, debo callarme. El guion, sutil y perfecto como un mecanismo de relojería dará tales volteretas rocambolescas en la última media hora de película que dejaran a los espectadores clavados en la butaca. Lo garantizo. Hay algo de La huella, de Mankiewicz…, pero me callo, no vaya a ser que por el hilo de los parientes cinematográficos se saque el ovillo. ¡Que la disfruten!

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