lunes, 7 de octubre de 2019

«Mientras dure la guerra», de Alejandro Amenábar u otro adoquín de la Caína…



Una visión histórica que, centrada en Unamuno y su tortura interior, resulta más interesante en la acción paralela del ascenso de Franco al poder cesarista.

Título original: Mientras dure la guerra
Año: 2019
Duración: 107 min.
País: España
Dirección: Alejandro Amenábar
Guion: Alejandro Amenábar, Alejandro Hernández
Música: Alejandro Amenábar
Fotografía: Alex Catalán
Reparto: Karra Elejalde, Eduard Fernández, Santi Prego, Patricia López, Inma Cuevas, Nathalie Poza, Luis Bermejo, Mireia Rey, Tito Valverde, Luis Callejo, Luis Zahera, Carlos Serrano-Clark, Ainhoa Santamaría, Itziar Aizpuru, Pep Tosar.

La indefinición del tema central de la película la lastra poderosamente. El título de la misma remite a un eje narrativo de indudable interés: el modo conjurado como llega “Paquito” Franco a auparse a un poder totalitario y unipersonal -juntando en su persona el poder político y el poder militar, al viejo estilo de los pronunciamientos del XIX, de los que el de Franco puede considerarse el último de la lista definitiva-; pero, frente a ese interesantísimo vector narrativo, el director intenta levantar, con mucho menos éxito, el drama íntimo -y en esa vivencia interiorizada que no consigue aflorar en la interpretación de Elejalde es donde fracasa con estrépito la película- de un intelectual que ha seguido el díctum goethiano de preferir la injusticia al desorden.
No se trata de que la película sea infiel a lo que se conoce de lo que fue la Historia de aquel momento en Salamanca, sino de que el planteamiento superficial de la figura de Unamuno, con hija «podemita» incluida, choca no poco con la impresión indeleble que guardamos cada de sus devotos lectores en nuestra mitología particular del archicontradictorio y apasionado personaje en lucha permanente consigo mismo y con todo el mundo que fue don Miguel de Unamuno y Jugo. En ningún momento, a lo largo de la película, tuve ni la más ligera sensación de estar en presencia de don Miguel. Y lo sentí mucho, porque aprecio la buena intención de Amenábar, pero asentir o disentir de quien interpreta a un personaje histórico es clave para que funcione la verosimilitud. No me costó ver a Van Gogh con la cara de Kirk Douglas, por ejemplo, ni tampoco a Franco, en Santi Prego, ¡que está magnificente!, pero tampoco me costó ver a Franco en la excepcional interpretación de Juan Diego, en aquella magnífica película que es Dragón Rapide, ergo...
No he tenido la posibilidad de ver la obra de José Luis Gómez, Venceréis, pero no convenceréis, pero los vídeos promocionales de la misma permiten hacerse a la idea del abismo que hay entre ese Unamuno y este otro de Amenábar, tan galavardo y desgabilado, a medias entre Svengali y una parodia de sainete, con esos tocos andares desmañados y, sobre todo, con la insufrible confrontación superficial con sus compañeros de café. De hecho, la tensa conversación entre D. Miguel y su discípulo a las afueras de Salamanca ha de resolverla el director mediante el abuso de la banda sonora y el exceso de gesticulación muda de los contendientes, porque estaba claro que de ninguna de las maneras el nivel de los diálogos iba más allá del nivel tertuliano medio que se ha apoderado de la desintelectualidad española, salvo raras y peregrinas excepciones. A su manera, lo mismo ocurre con las intervenciones de la hija o la presencia de agudo espíritu panfletario de las víctimas, de las mujeres destrozadas de los represaliados. Sí, dramáticamente tienen una función clara: objetivar el pathos interior del protagonista, pero ese acezante drama íntimo pierde toda su terrible grandeza humanística y vital cundo se intenta exteriorizar en unos modos que caen del injusto lado del trazo grueso.  Hay, pues, no poco de artificio en ese dramatismo impostado que busca en el exterior lo que solo en el interior de Unamuno tuvo una dimensión agónica, porque su agonía física se convirtió, acaso por primera vez, en el perfecto trasunto de la agonía, la lucha, que, por antonomasia, había presidido y gobernado, de aquella extraña manera de su discurso triscador…, la vida de don Miguel.
El principal reproche que he de hacer a la película es el de la ausencia de emociones genuinas en casi todos los personajes de la tragedia. Claro que hay momentos dramáticos en la película, no pocos de ellos francamente sobreactuados, pero, aunque suene paradójico, su lastre principal es estar construidos desde la Historia, desde el futuro de los hechos que son, para los protagonistas de ellos, escueto presente, acuciante presente, urgente presente ciego, sin perspectiva, un aquí y ahora sin auxilio alguno que no sea el estupor la culpabilidad, el miedo, la incertidumbre y la duda. No es fácil, ni siendo Unamuno, estar a la altura de semejantes circunstancias como las que le tocaron vivir al catedrático vasco, convertido en coartada y cómplice por los rebeldes, execrado y represaliado por la República a la que siempre defendió.
Hay algo en la película que tiene que ver con el envaramiento típico del cine español cuando se trata de hacer películas históricas: asoma el cartón piedra a la que te descuidas. No diré que desde los tiempos de Juan de orduña no hemos avanzado ni un milímetro, claro, por no imitar las boutades de otros; pero el fracaso -relativo, pero fracaso al cabo- de la película es que el personaje de Unamuno se nos ofrece de una pieza desde el primer fotograma. Un Unamuno tenso, compacto, casi «mineralizado», en una visión llena de tópicos acerca de su persona, lo que evita que vaya configurándose como tal, emergiendo, a medida que avanza la película. Dicho en términos de crítica literaria, siguiendo el modelo de Forster, Unamuno se nos aparece como un personaje plano, de una pieza, y prácticamente invariable de principio a fin, ¡lo cual es una paradoja tan difícil de resolver, desde el punto de vista narrativo, como la paradoja política que se le plantea al polígrafo al final de su último discurso público, cuando «reacciona» frente a la barbarie que, en su desconocimiento de las intenciones reales de los militares rebeldes, él ha apadrinado. Salvo esa excepción postrera, insisto, el personaje interpretado por Karra Elejalde, no se va haciendo, creciendo, a medida que avanza la película, sino que se construye, ¡más paradojas!, desde el recuerdo futuro que dejó su vida.
Quizás lo mucho que  constriñe la extensión del metraje contribuya a esa simplificación humana e intelectual y a la acentuación de rasgos anecdóticos, como la tópica y famosa afición cocotológica del autor; pero no acabo yo de entender por qué Amenábar ha renunciado al acervo de las propios textos del autor en oportuna voz en off, por ejemplo: ¡cuánto más, y mejor, hubiera ahondado, entonces, en las ricas contradicciones de personaje tan singular e incomprendido, excepto por los unamunianos unánimes en la devoción a uno de los más brillantes espíritus en el ejercicio de llevar la contraria que haya dado este país.
Insisto, el modo como Amenábar ha planteado la narración del alzamiento militar y la escalada de Franco a la asunción de todos los poderes es la línea narrativa más potente de la película. Es evidente que hay una distorsión notable en el retrato de Millán-Astray, convertido en algo así como un bufón por la visión de Amenábar y la interpretación vodevilesca, pero magnífica, de Eduard Fernández. Confieso mi ignorancia sobre la vida de Millán-Astray, más allá de lo que es de dominio público, pero entiendo que el uso de una muletilla, puesta de moda recientemente en nuestro país por el organismo Loterías y apuestas del Estado: yo ahí lo dejo, como un uso peculiar de su discurso, constituye o un “descubrimiento” o una anacronía expresiva de tres pares de narices. Confieso que a mí me chirrió de lo lindo. Mi ignorancia, ya digo, me impide concluir algo definitivo al respecto.
En todo caso, ese desarrollo narrativo me interesó mucho y me pareció muy bien planificado y rodado: ¡la oscuridad tenebrosa de esas salas donde se reunían los conjurados!, que, curiosamente, coincide, en vez de contrastar, con la penumbra del Aula Magna donde, finalmente, Unamuno reacciona frente a lo que en la película es una panfletaria reducción de los discursos que se profirieron y se reafirma en su defensa de la vida frente a la apología fascista del combatiente como «novio de la muerte» y en su defensa de la españolidad de todos los contendientes, con mención expresa a los catalanes y a los vascos,  y en la defensa del conocimiento y el saber frente a la barbarie, encarnada por el ¡mueran los intelectuales… traidores! de Astray.
Lo que sucede es que mientras en el lado rebelde hay una progresión dramática que conduce a un final evidente: la consolidación de Miss Canarias 1936  -así se referían a él los otros conjurados en el Alzamiento- como el César visionario que retrató inmisericordemente Umbral en su célebre novela; en la otra línea narrativa solo tenemos una pesadumbre constante que contrasta con la decisión con que Unamuno siguió confiando en que el golpe militar supondría el restablecimiento de la República y la democracia partitocrática.
Por otro lado, además, ha de repararse en que, mientras en el presente de Salamanca se constatan la terrible represión del bando rebelde, salvo la destitución de Unamuno como Rector de la Universidad, solo hay referencias verbales a la represión del lado republicano, lo que ahonda en una visión esquemática y algo «tertuliana» del trágico conflicto.
Del lado anecdótico ha de caer, por ejemplo, la visión del personaje en dos tiempos muy distintos: en su juventud enamorada y en su presente atribulado. La estampa decimonónica de Unamuno dormitando, con el libro abierto, en el regazo de su «costumbre», de la Concha que fue para él esposa, madre, hija, hermana, amante y cuantos papeles femeninos caben imaginar en relación con un hombre, se nos ofrece como una estampa romántica idealizada y con una Concha de portada de Vogue que contrasta muy notablemente con el original del que existe iconografía suficiente como para no haber cedido a tan torpe tentación idealizadora que resulta ridícula, si no cursi. Y ya se sabe que incurrir en la cursilería es pecado mayor que hacerlo en la incongruencia o la anacronía, fílmicamente, al menos.
En conjunto, la película me parece una obra que merece la pena ser vista, aunque ande floja de presupuesto y queden pobres no pocas escenas, sobre todo las ciudadanas, pero no deja de ser una película malograda que no consigue transmitir el verdadera drama de un hombre en lucha consigo mismo y tan furibundo detractor de sí mismo como defensor de lo que, para otros, pudiera entenderse como una contradicción. Por otro lado, la película tampoco se atreve a dar el salto a la descripción de la atormentada personalidad de Unamuno, sino que se queda en una exterioridad gesticulante y algo hueca o, si no, inexpresiva. El verdadero interés de Amenábar, decantado, a través del título, hacia la atractiva, visualmente, parte de la conjuración deja un poco la película en esa tierra intermedia de nadie, sin ahondar en ninguno de los dos ejes narrativos propuestos.
Hay una línea sutil en la película que viene a convertir a Unamuno poco menos que en el inspirador ideológico de la «Cruzada» con su llamamiento a la salvación de la «civilización cristiana occidental», pero es a eso a lo que se opone en su brevísima intervención en el acto de exaltación patriótica de la festividad de la Hispanidad en el acto universitario, aunque, ¡ay, demasiado tarde. Unamuno se defraudaba a sí mismo a menudo, siendo, como era, un avispero de contradicciones... Su último engaño y desengaño fue el más amargo de su vida, sin duda, porque no fue capaz de siquiera intuir que lo que se avecinaba era una guerra de exterminio, en vez de una «restauración del orden público y del imperio de la ley». Si el refrán dice "allá van leyes, do quieren reyes...", cuando son los militares los encargados de hacerse con el poder, no son las leyes, sino las vidas las que acaban "desapareciendo" del mapa…
Finalmente, y no arruina nada esta revelación: ¿qué sentido tiene la bandera harapienta del final, después de la exaltación de la misma que se manifiesta en la elección de la bicolor frente  la tricolor -que es la bicolor, en realidad, más el pendón morado de Castilla- de la República? ¿Que lo que luego sería el franquismo acabaría “derrotado” por la nueva España Constitucional del 78? ¿O que hay una línea continua entre el franquismo y la España de la Transición que acabará llevándonos de nuevo a la tricolor…? En todo caso, la pluralidad de interpretaciones es un poderoso signo fílmico y narrativo: la ambigüedad que obliga al espectador a decantarse.
Quizás algunos lectores de estas críticas mías echen de menos que se haya hablado poco de cine y mucho de la historia, que es Historia, pero la profesionalidad de Amenábar, salvo lapsus chirriantes como el de la estampa romántica de Unamuno y Concha, ha sabido volver transparente una dirección que «acompaña» los hechos, gracias a la excelente puesta en escena que garantiza la verosimilitud mínima de esa narración.


1 comentario:

  1. Hola, Juan, el sistema me devuelve los emails que te dirijo a tu buzón en el servidor de ono. Me gustaría mostrarte mi sorpresa y agradecimiento.

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