Un polar
de realización impecable, pero con inexcusables fallos de guion. ¡Memorable, la
actuación de Montand!
Título original: Le cercle
rouge
Año: 1970
Duración: 140 min.
País: Francia
Dirección: Jean-Pierre
Melville
Guion: Jean-Pierre Melville
Música: Eric Demarsan
Fotografía Henri Decaë
Reparto: Alain Delon, Bourvil, Gian Maria Volonté, Yves Montand,
François Périer, André Eycan, Paul Crauchet.
Jean-Pierre Melville no es el único
director francés que ha sabido adaptar con éxito el código usamericano de las
películas policiacas, aunque sí el que les ha imprimido, a las suyas, un estilo
personal que las hace inconfundibles, sobre todo por la creación, en El
silencio de un hombre, de un personaje, el «samurái», tan propiamente
interpretado por un Alain Delon en el mejor momento de su carrera. Círculo
rojo es la segunda película de la famosa «trilogía del samurái» de Melville,
a la que puso punto final con Crónica negra.
Desde el inicio de la película, con la
doble narrativa en contrapunto de un preso transportado por un comisario en un
tren y el encargo que le hace uno de los policías de la prisión, a un preso que
cumple su condena, para realizar un
atraco a una importante joyería de París, advertimos una corriente crítica antipolicial
que impide levantar con claridad nítida la frontera a cuyos lados han de situarse
unos y otros, policías y delincuentes. La parsimonia, el silencio, el control
de los propios actos, la firme determinación en la conquista de ciertos objetivos
y el sentido de la lealtad profesional son rasgos definitorios de los
personajes: un profesional, Delon, y un teórico «aficionado», Volonté, quienes,
por un azar del destino se encuentran embarcados en un mismo destino: uno,
evadirse de la policía; el otro, de la persecución de un delincuente con quien,
nada más ser puesto en libertad, ha ajustado las cuentas que tenía pendientes,
el «robo» de su chica incluido.
La presencia del jefe de policía que le
deja bien claro al comisario que todos los hombres son culpables por
definición, que no hay inocentes, y que solo basta esperar la ocasión para que
esa culpabilidad se transforme en hechos delictivos refuerza la línea
argumental que advertimos en el inicio de la película. Más adelante, cuando se
han de poner en contacto con un policía indispensable para la realización del
atraco, el espectador se lleva el sorpresón de ver irrumpir en la trama a un
policía alcoholizado, víctima de un delírium trémens como pocas
veces se habrán visto en pantalla, y cuya puesta en escena, por la habitación,
el papel pintado, el escaso mobiliario, la iluminación y el propio proceso autodestructivo
recuerdan algunas escenas oníricas de Tween Peaks, de David Lynch,
con no pocos años de antelación, claro. Es el caso, sin embargo, que, cuando se
encuentran Delon y Montand en el club que rige un mafiosillo a quien el
comisario a quien se le escapó el prisionero presiona para sonsacarle alguna
pista que lo lleve hasta su gran fracaso policial, el que pone en entredicho su
carrera. El pacto con el policía alcohólico redime a este de su autodestrucción
y se afana en la preparación y realización de un golpe que nos trae a la
memoria, enseguida, esa obra maestra de las películas de atracos que es Rififi,
del «exiliado» del macartismo Jules Dassin. Sin llegar a la perfección de esta,
es indudable que la presente desarrolla el atraco con una perfección a la que
colabora, ¡quién lo iba a decir!, que la joyería tuviera en los lavabos un
punto débil en la seguridad tan llamativo, y esta es una entre varias
debilidades del guion que se precipitan, sobre todo, en un desenlace que no
está a la altura del resto de la película, en la que los diferentes personajes
han sido dibujados con tanto mimo como fidelidad a la complejidad de esa teoría
policial del Jefe, que la maldad es inherente al ser humano.
No son pocas las traiciones y los actos
delictivos, como lo que podría entenderse como secuestro policial del hijo del
dueño de la sala de fiestas, a quien presionan con esa detención para dar con
la pista que los lleve al huido, aunque ellos ignoren que acabará teniendo
relación con el espectacular robo que se ha producido en la joyería y que es
noticia de primera página en todos los diarios. Que el hijo del dueño del club,
presionado por los policías para que delate a quienes les suministran drogas,
concluya en un intento de suicidio, mientras el padre, en una estancia cercana,
no solo lo ignora, sino que es sometido a un chantaje policial en toda regla,
revela la índole moral de los defensores de la Justicia; pero un borrón en un expediente
admite cualquier líquido abrasivo para devolverle su blancor impoluto.
En la medida en
que la película se ajusta a esos códigos usamericanos, no está de más señalar
la excelente puesta en escena del club con un cuerpo de baile exclusivamente femenino
que se desempeña con notable profesionalidad, lo mismo que la nutrida orquesta
que las acompaña, y que generan una atmósfera verosímil en cuya burbuja puede
entenderse factible uno de los grandes engaños que se producen en la trama.
La trama, tras
el atraco, se centra en los caminos que llevan de la traición a la encerrona en
que caen quienes necesitan un nuevo perista para vender las joyas, porque el
primero —excelente la entrada de Delon en la casa del perista, custodiado por
perros de presa, entre los que el «samurái» se abre paso con glacial
indiferencia—, presionado por su contacto policial, presionado a su vez por el
jefe con quien ha ajustado cuentas Delon tras salir de la cárcel, dice que le
es imposible colocar una mercancía tan «marcada».
Hay, en la
película, una presencia del silencio que deja libres a los personajes para
evolucionar ante la cámara con una suerte de fatalismo trágico que ya está
prefigurado en el epígrafe oriental con que se abre la película, el cual alude
al determinismo del azar: Sakyamuni el Solitario, también llamado Sidarta, Gautama
el Sabio o Buda, trazó un círculo con una tiza y dijo:
«Algunos hombres, aunque no lo sepan, están destinados a
encontrarse. Aunque cada uno viva su vida y vaya por diferentes caminos, cuando
llegue el día se reunirán dentro del Círculo Rojo».
A los espectadores
nos está reservado el deleite estético y el horror moral ante una muestra de
cine policiaco de primera magnitud.
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