La tragedia de un hombre ridículo y corto de luces como en El delator, de Ford, y la invención avant la lettre del cine étnico… Dos enormes películas mejicanas de Buñuel.
Título original: El bruto
Año: 1952
Duración: 81 min.
País: México
Dirección: Luis Buñuel
Guion: Luis Alcoriza, Luis
Buñuel
Música: Raúl Lavista
Fotografía: Agustín Jiménez
(B&W)
Reparto: Pedro Armendáriz,
Katy Jurado, Rosa Arenas, Andrés Soler, Roberto Meyer, Beatriz Ramos, Paco
Martínez, Gloria Mestre, Paz Villegas, José Muñoz, Diana Ochoa, Ignacio
Villalbazo, Jaime Fernández, Raquel García, Lupe Carriles.
Título original: El río y la
muerte
Año: 1955
Duración: 91 min.
País: México
Dirección: Luis Buñuel
Guion: Luis Buñuel, Luis
Alcoriza (Novela: Miguel Álvarez Acosta)
Música: Raúl Lavista
Fotografía: Raúl Martínez
Solares (B&W)
Reparto: Columba Domínguez,
Miguel Torruco, Joaquín Cordero, Víctor Alcocer, Jaime Fernández.
Todos tenemos
en la memoria excelentes películas “mejicanas” de Luis Buñuel: D. Quintín el
amargao, Los olvidados, Él, El ángel exterminador, y
aun otras, pero al salirme, corriendo yo en la cinta, en la barra lateral de Youtube la invitación a
ver El río y la muerte y El bruto, esta última con subtítulos en
italiano, por cierto, me dije que qué películas mejicanas eran aquellas de don
Luis cuyos títulos ni siquiera recordaba. Haciendo un descanso en los thriller
que suelo ver, aunque cabe cualquiera, como la última que he visto de Yasujiro
Ozu, decidí meterme, con gusto anticipado, en dos películas de las que seguro
que algo en claro sacaría.
Mi sorpresa ha
sido monumental, porque no son dos películas cualesquiera, sino dos obras de
arte de carrete y celuloide (que viene a ser como el equivalente del “de tomo y
lomo” referido a los libros), y me extraña sobremanera que los críticos no las
hayan destacado como se merecen. Bueno, pues me ha tocado la oportunidad de
hacerlo, no para desagraviar nada, sino para meramente recordar que los
espectadores tienen a su alcance dos películas que merecen mucho ser vistas y
degustadas.
Comenzaremos
por El bruto, una película «combativa» y muy de actualidad, porque la
trama arranca cuando un propietario de viviendas alquiladas a gente de muy
pocos recursos, a quienes quiere desahuciar para vender el terreno y ganarse
sus buenos dineros. Como los inquilinos se le oponen y le dicen que batallarán
para evitarlo, al propietario, un hombre ya mayor, casado con una mujer joven que
atiende la carnicería del marido y con su padre enfermo, un españolón
tradicional a quien el hijo ningunea; al propietario, digo, no se le ocurre
otra cosa que contratar al hijo que fue de una sirvienta suya, y se insinuará
más tarde que bien puede tratarse de un hijo bastardo, y convencerlo de que
deje el matadero donde trabaja para que lo haga para él en exclusiva, y parte
de su trabajo es «asustar» a los rebeldes para que no se opongan al desahucio.
Se le va la mano y a uno de los «rebeldes» lo acaba matando.
Al meter al Bruto
en casa, la mujer, que anhela una relación con un macho fuerte que la
satisfaga, en vez de con el precadáver de su rico marido, comienza a tirarle
los tejos, a insinuarse y a encelarlo para asegurarse su respuesta. Se ha de
reconocer que la interpretación de femme fatale de Katy Jurado es
extraordinaria, del mismo modo que la de Pedro Armendáriz, que le da maravillosamente
la réplica a Victor McLaglen en El delator, de Ford. La trama, pues, se
complica cuando aparece la seducción y la esposa del patrón se ufana de tener a
su disposición «un hombre», aunque la primera tentación la resolviera a
guantazos y haciéndose la atropellada y la ofendida, preludio de lo que habrá
de venir después.
Cuando los
inquilinos de las casas amenazadas se enteran de quién ha ido a amenazarlos y
ha provocado la muerte de uno de sus líderes, lo persiguen, en una «cacería»
nocturna, llena de sombras, callejones —y aun una gallina vive su último
instante en cuanto el perseguido ha de acallarla, degollándola para que no lo
delate— y respiraciones contenidas, como, para escabullirse, ha de silenciar la
de la hija a quien él mató y que le ayuda a curar la herida que le han
provocado sus perseguidores. A partir de ese momento, en el Bruto se enciende
una suerte de luz de ternura que lo lleva a quedar prendado de la muchacha
modosa y huérfana que lo ha ayudado desinteresadamente, y a quien promete
volver a visitarla, como de hecho lo hace.
Tras el
percance, el patrón lo refugia en una obra en construcción y allí es visitado
por la amante. A pesar de las fogosas escenas de la seducción, cuando llega el
momento del encuentro entre ambos, son unos trozos de carne puestas a asarse
sobre el fuego los que se achicharrarán, en una imagen muy del autor, siempre a
la búsqueda de imágenes metafóricas que justifiquen las elipsis, también por
las limitaciones morales de la época. Cuando se inicia el desahucio, el Bruto
recoge a la hija de su asesinado y se casa con ella. E inicia una nueva vida.
Es evidente que el drama está servido en el momento en que la amante entre en
aquella choza miserable y haga valer sus derechos… El bruto tiene una
intensidad pasional y social de marca mayor. Toda la película está llena de
detalles que nos permiten reconocer el universo buñueliano y que no quiero desvelar
para que los espectadores se den el gustazo. Lo que sí está claro es que el
retrato del propietario malvado, que se mezcla con el personal de su particular
relación con el Bruto, acabará teniendo un desenlace, uno de los tres que tiene
la película, a la altura, pongamos por caso, de La bestia humana, de
Zola, en sus dos excelentes versiones fílmicas. De lado dejo los muchos
comentarios que se podrían hacer del español mejicano que se le entra a uno muy
pero que muy puritito adentro, causando un placer fonético incomparable. Sí, la
película transgrede todo lo políticamente correcto en el ámbito de las
relaciones hombre y mujer, pero estamos hablando de Buñuel, no de las sectas
que promueven la depuración estalinista de la Historia del Arte. De mí sé decir
que he seguido la trama con una pasión alimentada por las que veía y con una
naturalidad solo comparable a la que la película me ofrecía en todos y cada uno
de sus planos, ninguno no esencial para la narración.
El río y la
muerte aún es más sorprendente que el drama anterior, exaltado y, en
algunos momentos, rozando la perfección del melodrama, como en la secuencia de
la amante despechada mintiéndole a su marido un acoso inexistente. Tal y como
se plantea la historia de ese pueblo «perdido» en la incuria y el atraso moral,
diríase que escogió el argumento de la novela de Miguel Álvarez Acosta porque
le recordaba enormemente a Galdós. Planteada en dos tiempos, el presente —en el
que solo quedan dos representantes de las familias Menchaca y Andiano, uno en
el pueblo y el otro en un pulmón de acero en un hospital de la capital— y el
pasado, en el que se narran las disputas entre ambos en el pueblo y los
diferentes asesinatos de las familias, el espectador, a través de la voz en off
del último Andiano, va a sumergirse en una suerte de exploración antropológica
de lo que podríamos llamar, por analogía con su poderoso vecino del Norte, el «Méjico
profundo», con tradiciones salvajes a las que sucesivamente se le han ido
entregando más y más asesinados para poder pasear por sus calles, esos nuevos
montescos y capuletos, con la frente bien alta. La particularidad del pueblo es
que por un quítame allá esas pajas, un tono, una mirada, una insinuación, una
palabra desafortunada o una malquerencia abierta, se desenfunda y se balacea
sin más ni más. El matador tenía ante sí la posibilidad de pasar a nado el río
y sobrevivir en la otra orilla, donde estaba el cementerio, adonde solo se podía
acceder mediante la barca negra que conducía el ataúd. Y todos los hombres eran
conscientes en el pueblo de que el río había que atravesarlo, pero todos hacían
lo posible por que no fuera en la fatídica barca. Al fin y al cabo, como se dice
de un primo del padre del protagonista: «murió de mala puntería».
Como se
advierte, hay en esta exploración, tan ajustada a los ritos y costumbres de una
comunidad, porque hasta tenían sus días de no beligerancia en caso de fiestas
patronales o fallecimientos por causa natural…, una suerte de avanzadilla de lo
que, andando el tiempo, acabaríamos considerando como «cine étnico», el propio de
culturas alejadas de nuestra tradición europea occidental. Me lo sugiere, por
ejemplo, el hecho de que la madre del doctor, que se caso con su padre in artículo
mortis, por ejemplo, quiso que su hijo estudiara lejos de allí y se abriera
camino en el mundo del futuro, no que escarbara en la ciénaga del pasado,
porque se acabaría tropezando con Rómulo Menchaca, el último descendiente con
quien hubiera tenido que acabar enfrentándose por esos puntos de honor al viejo
estilo de los Godos, que lo trajeron a España y nosotros lo «exportamos» a
Hispanoamérica. Sin embargo, cuando su hijo ya está encauzado, ella regresa al
pueblo y sufre los insultos del clan rival, de los cuales solo la podrá
defender su hijo, justo lo que quiso evitar al llevárselo. Como se advierte,
pues, parece que ese «honor», la terrible deidad a la que tantas víctimas se le
sacrifica en el pueblo, tiene un dominio sobre las voluntades de las personas
que ningún razonamiento puede combatir, salvo el ilustrado del doctor que, como
confiesa en un brillante alegato contra la violencia absurda de esas
tradiciones, se ha educado para salvar vidas, no para quitarlas.
La película mezcla
la descripción de la vida del pueblo con una acción que gira siempre en torno a
los enfrentamientos entre familias rivales, sobre todo la del protagonista y su
madre, viuda antes de darlo a luz. El odio, el resentimiento, la «necesidad» de
venganza son, todos ellos, ingredientes que se articulan perfectamente en una
narración que sigue el espectador con asombro y con interés. El culto a las
armas en ese rincón perdido de Méjico, igual, sin embargo, a cientos y miles
como él, es criticado por el único habitante del pueblo empeñado en «pacificarlo»,
don Nemesio, una suerte de militante pacifista que no tiene entre ceja y ceja
sino acabar con esa violencia que se consuma porque todos disponen de un arma.
Chafo el gag, porque es cómico y como tal puede ser considerado, pero, en una partida
de cartas que echan el pacifista, el cura y otros dos vecinos, el «mediador» se
dirige al cura: —Se me antoja, padre, que Vd. y yo somos las dos únicas personas
de este pueblo que no llevamos pistola. —Será usted, porque yo sí la llevo… Y
en ese momento el cura saca de debajo de la sotana un pistolón de campeonato.
El enfrentamiento
entre el progreso y el atraso, entre la esperanza en la concordia y la mediación
de la palabra y la «defensa» del arma al cinto es constante a través de la
película, y de nada vale siquiera que el ejército se presente en la aldea y
desarme a sus habitantes, porque, de la noche a la mañana, desaparecen todas
ellas. Estamos, pues, en presencia de la tradicional «fatalidad» que se ajusta
como un guante al desarrollo de la trama, realizada por Buñuel con la
intensidad que el drama merece, con la curiosidad con que viajó a Las Hurdes y
con la comprensión de los recovecos de la enrevesada
alma humana que ha demostrado en todas sus películas. Como no quiero arruinar al espectador el
final inmejorable de la historia, básteme decir que, con los cascos sobre las
orejas, sudando copiosamente en el quilómetro
11 de mi travesía estática, me salió un estentóreo “¡Muy bien!” ante un magnífico minidiscurso que chocaba
con la posesión nada dialéctica de un arma en disputa. Ya lo verán. Las
interpretaciones tienen lo mejor del cine español de esos años: un plantel de
interpretes que en modo alguno parece nunca que estén actuando, a fuer de la impetuosa
naturalidad con que se meten en sus personajes, al estilo de las películas
corales de Berlanga, como Plácido o Bienvenido Mr. Marshall, por
ejemplo. Digamos que Buñuel se muestra de algún modo «didáctico», pero en
ningún caso homilético, y es que, como dice el cura en su defensa, cuando le
dicen que condene la violencia: —Si yo la condeno, pero no puede pedirles a
mis feligreses que se dejen matar sin defenderse.
A mí me ha
parecido una grandísima película. Y aún he advertido que me quedan dos o tres
de esa época por ver. Me comprometo conmigo mismo desde este momento a verlas,
porque como me deparen el mismo placer cinematográfico que estas dos, mi gozo
será inmenso.
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