Un western crepuscular como marco de una lancinante tragedia familiar: interpretaciones descomunales y fotografía psicológica: el principio del fin de los principios…
Título original: Hud
Año: 1963
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Martin Ritt
Guion: Irving Ravetch, Harriet Frank Jr.. Novela: Larry McMurtry
Música: Elmer Bernstein
Fotografía: James Wong Howe (B&W)
Reparto: Paul Newman, Melvyn Douglas, Patricia Neal, Brandon De Wilde,
Whit Bissell, Crahan Denton, John Ashley, Val Avery, George Petrie, Curt
Conway, Sheldon Allman, Pitt Herbert, Carl Low, Robert Hinkle, Don Kennedy,
Sharon Hillyer, Yvette Vickers.
*Me niego a usar el ridículo subtítulo
que le han puesto en España: «El más salvaje entre mil», ¡qué disparate!
¡Cómo puede
haber pasado tanto tiempo sin haber visto este peliculón de Martin Ritt! Ni me
lo explico. Puede ser que la haya visto en mi juventud, pero seguramente
confundo las escenas del pueblo con La jauría humana, de Arthur Penn. En
cualquier caso, ¡he estado de enhorabuena!, porque «descubrir» un peliculón
como este en los tiempos raquíticos que nos han tocado vivir, salvo las
excepciones de rigor, significa tener la mejor de las suertes. Desde los
primeros planos de la película, filmada en Panavisión y ambientada en un
territorio como el de Texas, en unos años en que las explotaciones ganaderas
cedían el paso a las prospecciones petrolíferas, la matizada fotografía en
blanco y negro, en realidad en un gris mate que llena la pantalla de desolación, polvo y
miseria, material y humana, nos habla de que vamos a ver una película
que se sale de los caminos trillados de las producciones estándar. Ninguna
presentación requiere Martin Ritt, excepto para los demasiado jóvenes, porque
obras como La tapadera o Norma Rae están en la memoria de todos
los aficionados y lo acreditan como el magnífico y relevante director que es. Hud,
sin embargo, y a pesar de haber rodado antes la excelente El largo y cálido
verano, puede considerarse como su primera obra maestra, y prueba (no
definitiva) de ello es la adjudicación de dos Oscars de interpretación, a
Patricia Neal (¡Quién no la recuerda en El manantial, de King Vidor!) y
a Melvyn Douglas, y un Oscar justísimo a la fotografía de James Wong, que es
capaz de crear por sí mismo una atmósfera que envuelve la vida de esos
personajes cuyos destinos van a ir desmoronándose ante nuestros ojos a medida
que avance la trama de la película y se nos descubran psicologías tan particulares, y
marcadas por la tragedia. Wong fue el creador del enfoque profundo que permitía
ver con nitidez los diferentes espacios del plano, lo que dota a los planos de
una profundidad que aquí destaca en no pocos de ellos, como, sobre todo, en el
porche, con el paisaje desértico al fondo y el cielo plomizo, ¡una maravilla! De
sus ocho nominaciones al Oscar, ganó dos, con esta y con La rosa tatuada,
de Daniel Mann, también criticada en este Ojo.
La película se
abre con un incidente: dos vacas de las recién compradas en Méjico por el ganadero
Homer Bannon, un Melvyn Douglas antológico, yacen patas arriba en el campo, sin
saber de qué han fallecido hasta que los veterinarios lo dictaminen, razón por
la que han de hacer guardia el hijo, Hud Bannon, un Paul Newman en el apogeo de
su esplendor y su sobrino, Lonnie, un
Brandon De Wilde cuya vida segó un accidente de tráfico a los 30 años.
Desde el inicio de la película, cuando el «vaquero» a su pesar, Hud, dispara a
los buitres que acechan a los cadáveres y es recriminado por su padre, para
quienes son aves básicas en el ecosistema en que viven, intuimos que hay un mar
de fondo que enfrenta a ambos, del mismo modo que advertimos que su sobrino lo
idolatra de un modo acrítico, porque Hud, un hombre sin escrúpulos, es, para el
sobrino, tímido, apocado como su padre, la encarnación del hombre que no se
arredra ante nada y que a todo se atreve. El triángulo de hombres enfrentados y
asociados, porque el nieto es un firme defensor del abuelo frente al díscolo
tío, se complementa con la mujer que trabaja para ellos como cocinera y
limpiadora, quien vive en una caseta para el servicio a pocos metros de la casa
de los rancheros. En la medida en que Hud se nos presenta, desde el inicio de
la película, como un crápula que le roba la mujer a cualquiera que no esté en
su casa, porque es un animal sexual de primera magnitud, la tensión erótica que
acompaña al personaje se respira en el coqueteo descarado del protagonista con
Alma, la cocinera, una Patricia Neal que borda ese personaje de perdedora
escarmentada en su propia experiencia con los hombres y, al mismo tiempo, llena
de una sensualidad que se le desborda en la mirada, en la sonrisa, en su
reticencia frente al personaje que cree no necesitar más que su sola presencia
para rendir a sus fáciles conquistas. La resistencia de una mujer
experimentada, curtida en las adversidades de su matrimonio, nos dice bien a
las claras que eso ha de explotar en algún momento de la película, y que no va
a ser una relación exenta de la tensión que se va acumulando en todos los
frentes de las interrelaciones personales entre todos los personajes.
La profundidad
de las heridas que han de ir apareciendo, para explicarnos la conducta de los
personajes, contrasta con el escenario desértico en que se producen, un yermo
en el que a duras penas se consigue arrancar algo de vida, una vastedad paisajística,
muy próxima a la de El jinete, de Chloé Zhao, con la que, estéticamente,
tanta relación tiene esta película. Una tragedia familiar muy íntima contada
frente a un paisaje en el que solo medra la muerte y el cambio radical de la
dedicación a la ganadería, ¡tan llena de vida!, por la extracción de petróleo
inerte. Puede parecer que hay un enfrentamiento generacional, que lo hay, pero
sobre él se impone la tragedia familiar de la desaparición del hermano de Hud,
el padre de Lonnie, en un accidente de coche que conducía el impetuoso Hud. A
partir del conocimiento de ese dato, el enfrentamiento en todas sus vertientes
se precipita, y la obra entra en una dinámica de violencia verbal y física que no
deja títere con cabeza. Son muchas las escenas logradísimas en las que se
manifiesta el drama que viven los personajes, y a los espectadores les costaría
elegir si la de la lucha de saloon de tío y sobrino en el pueblo, la escena
con el padre y abuelo cuando los sorprende entrando como dos camaradas en la
casa y hay un intercambio terrible de reproches entre padre e hijo o el intento
de violación de Alma por un Hud borracho y acicateado por el deseo más primitivo…
Cuando el
veterinario estatal decide que las reses han de ser liquidadas, sabemos que la
historia se precipita hacia un final ineluctable. Las secuencias del exterminio
de las cabezas de ganado están resueltas con un dramatismo y una realización
magníficas, después de que las reses han sido trasladadas al hoyo que les servirá
de sepultura tras haber sido sacrificadas con tiros de escopeta, cubiertas de
cal y enterradas. La metáfora está servida, porque, de alguna manera, en este
western crepuscular, lo que está muriendo es un modo de vida que duró
generaciones y generaciones, representado por los valores casi sagrados del
padre frente a la ausencia de los mismos por parte de su hijo, un ser sin
escrúpulos condenado, por su carácter orgulloso y altivo, a alejar a todo el
mundo de su lado, su sobrino incluido.
La escena de la
despedida de Alma por parte de Hud en la
parada del autobús, cuando esta ha de irse porque todo el personal del rancho
ha sido invitado a buscarse la vida en otras partes, condensa, en cierta forma,
un estilo de vida muy usamericano: buscarse la vida es la primera dedicación de
un usamericano, y luego ya vendrá la realización, o no, de sus sueños, de sus
ambiciones.
La complejidad
de las relaciones humanas que vivimos en esta historia narrada con una visión panorámica
que nos hace «entender» todos los puntos de vista nos deja insatisfechos, porque
no es una historia clásica de buenos y malos nítidamente perfilados en los
retratos de los personajes, sino una red de despropósitos, abusos,
malentendidos, agravios, silencios, maldades y represiones de los que nadie
sale indemne. El desenlace es tan insatisfactorio como el que nos puede deparar
la suma de los hechos y los dichos de nuestra propia vida personal, por eso
mismo es tan realista y tan de agradecer. Sí, a veces la puerta se cierra tras
de nosotros sin que otra se abra…
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