jueves, 16 de septiembre de 2021

«Sydney», de Paul Thomas Anderson, un debut de consagrado.

 

Cine negro y sentimental…, una historia de perdedores y de redención en solemne lección magistral de dirección e interpretación. 

Título original: Hard Eight (Sydney)

Año: 1996

Duración: 101 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Paul Thomas Anderson

Guion: Paul Thomas Anderson

Música: Michael Penn, Jon Brion

Fotografía: Robert Elswit

Reparto: Philip Baker Hall, John C. Reilly, Gwyneth Paltrow, Samuel L. Jackson, Philip Seymour Hoffman, F. William Parker.

 

         Quienes hayan visto Magnolia y Pozos de ambición seguro que consideran a Paul Thomas Anderson uno de los directores más sólidos de los últimos tiempos. Acercarse a su ópera prima es hacerlo a su consagración, porque la madurez que revela la dirección de Sydney permitía prever la trascendencia de su futura obra, como así ha ocurrido, aunque haya tenido sus altibajos, como sucedió con Punch-Drunk Love («Embriagado de amor») y, en menor medida, con Inherent Vice. El debut en el largo es siempre un paso complicado para los directores, sobre todo porque la responsabilidad suele atenazarlos, estando, como están, convencidos de que su futuro como tales depende de la impresión que cause su ópera prima. En Sydney, título original que los productores cambiaron por el supuestamente más comercial de Hard Eight, argot de una difícil jugada de dados en que las dos caras de los mismos han de exhibir un cuatro, dado que los juegos de casino ocupan un lugar preponderante en la trama, Paul Thomas Anderson exhibe una clasicidad narrativa que recuerda a la de películas posteriores como Road to Perdition, de Sam Mendes, por ejemplo y a la magnifica Casino, de Scorsese, si bien el tono íntimo de la historia de Anderson la aparta del contenido mafioso de la de Scorsese.

         Con excelentes planos de generosa amplitud y una gama de encuadres que siempre nos permiten abordar a los personajes desde muchos ángulos, según la trama exija unos u otros para mostrar sus psicologías, tan diversas, un personaje de avanzada edad se fija en un loser que se halla sentado a la entrada de una cafetería y lo invita a un café y un cigarrillo. El hombre, que surge de la nada para el espectador, trata de convertirse en algo así como el mentor del joven para enseñarlo a sacar partido de ciertas habilidades en los casinos. Las reticencias del joven, un magnífico John C. Reilly, que cree hallarse ante un homosexual maduro que quiere llevárselo al huerto, desaparecen cuando su sorprendente «ángel de la guarda», movido por la compasión, cumple escrupulosamente lo prometido y usa toda su sabiduría de apostador profesional para que el joven vaya acumulando unos dólares que le permitan vivir de forma autónoma, aunque le cueste llegar a los seis mil dólares que le pide al desconocido para enterrar a su madre. Siguiendo la recomendación milenaria china: «Si me das un pez, comeré un día; si me enseñas a pescar, comeré todos los días», Sydney, de quien tardamos más de media película en saber por qué se empeña en ayudar al joven perdedor al que encontró, abatido, a la puerta de una cafetería de Reno, se encarga de adoctrinar al joven para convertirlo en un pequeño apostador con éxito, lo que este  consigue en poco tiempo. Todo discurre aparentemente bien, pero en ese momento aparece la figura de una camarera que ejerce también  como prostituta en sus ratos libres y acaba por formalizarse el «trío» protagonista. De hecho, todo parece indicar que el particular mecenazgo de Sydney incluya la reflexión divina auroral: ver que el hombre está solo y darle una compañera, porque todo da a entender que oficia su tercería para propiciar un encuentro entre ambos jóvenes, a la espera de que la juventud obre el milagro de la sintonía y ambos se colmen mutuamente.

         La historia incluye a un cuarto, Jimmy, amigo del joven protagonista, interpretado por Samuel L. Jackson, que tendrá una importancia capital en el desenlace de la película, porque será él, y nadie más, quien conozca  los oscuros orígenes del protagonista maduro y quien planee cobrárselos en lo mucho que valen, sobre los diez mil dólares. Ese chantaje es posterior, sin embargo, al punto y aparte que rompe el compasivo plan del protagonista maduro: la detención, como rehén, de un cliente de Clementine, la joven camarera, que se niega a pagarle sus servicios, a quien John previamente ha golpeado hasta casi matarlo. Esa situación desborda los planteamientos «patrocinadores» de Sydney, pero a muy duras penas es capaz de rehacer la situación para lograr que los jóvenes escapen indemnes hacia un escondite seguro: Las cataratas del Niágara, como corresponde a quienes son, de hecho, recién casados, horas antes del secuestro y los malos tratos.

         Sydney, interpretado de maravilla por Philip Baker Hall, quien da una lección de impasibilidad de jugador profesional que no se descompone ante casi ninguna situación, excepto la del secuestro de los dos estúpidos jóvenes a quienes protege, es retratado por Anderson con cierto mimo, y le da un protagonismo al que Baker Hall responde a la perfección, porque esta es una película en la que los intérpretes son los principales responsables de la credibilidad de la historia. Así,  Gwyneth Paltrow está soberbia en su complejo papel de puta ingenua;  Samuel L. Jackson,  aparece con toda su fuerza violenta para «ejecutar» un final harto curioso y Philip Seymour Hoffman nos ofrece una fugaz aparición en la que demuestra unas dotes histriónicas apreciadas por Anderson, quien lo convertiría, años más tarde, en el protagonista absoluto de The Master, inspirada en la Cienciología, de L. Ron Hubbard.

         Cine de género, pues, para su debut, pero plasmado de manera magistral, sobria, clásica, y en un escenario, Reno, cuya puesta en escena en las salas de juego y en los hoteles donde reposan los guerreros de las fichas y los dados, responde a la «mitología» de esas dos ciudades usamericanas de la perdición. Nada sobra ni nada falta en esta historia íntima salpicada con la dosis justa de violencia y con un trasfondo sentimental harto curioso. Nadie se arrepentirá de verla, seguro.

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