Cine negro y sentimental…, una historia de perdedores y de redención en solemne lección magistral de dirección e interpretación.
Título original: Hard Eight (Sydney)
Año: 1996
Duración: 101 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Paul Thomas
Anderson
Guion: Paul Thomas Anderson
Música: Michael Penn, Jon
Brion
Fotografía: Robert Elswit
Quienes hayan visto Magnolia
y Pozos de ambición seguro que consideran a Paul Thomas Anderson uno de
los directores más sólidos de los últimos tiempos. Acercarse a su ópera prima
es hacerlo a su consagración, porque la madurez que revela la dirección de Sydney
permitía prever la trascendencia de su futura obra, como así ha ocurrido,
aunque haya tenido sus altibajos, como sucedió con Punch-Drunk Love («Embriagado
de amor») y, en menor medida, con Inherent Vice. El debut en el largo es
siempre un paso complicado para los directores, sobre todo porque la
responsabilidad suele atenazarlos, estando, como están, convencidos de que su
futuro como tales depende de la impresión que cause su ópera prima. En Sydney,
título original que los productores cambiaron por el supuestamente más comercial
de Hard Eight, argot de una difícil jugada de dados en que las dos caras
de los mismos han de exhibir un cuatro, dado que los juegos de casino ocupan un
lugar preponderante en la trama, Paul Thomas Anderson exhibe una clasicidad
narrativa que recuerda a la de películas posteriores como Road to Perdition,
de Sam Mendes, por ejemplo y a la magnifica Casino, de Scorsese, si bien
el tono íntimo de la historia de Anderson la aparta del contenido mafioso de la
de Scorsese.
Con excelentes planos
de generosa amplitud y una gama de encuadres que siempre nos permiten abordar a
los personajes desde muchos ángulos, según la trama exija unos u otros para
mostrar sus psicologías, tan diversas, un personaje de avanzada edad se fija en
un loser que se halla sentado a la entrada de una cafetería y lo invita a
un café y un cigarrillo. El hombre, que surge de la nada para el espectador, trata
de convertirse en algo así como el mentor del joven para enseñarlo a sacar
partido de ciertas habilidades en los casinos. Las reticencias del joven, un
magnífico John C. Reilly, que cree hallarse ante un homosexual maduro que
quiere llevárselo al huerto, desaparecen cuando su sorprendente «ángel de la
guarda», movido por la compasión, cumple escrupulosamente lo prometido y usa
toda su sabiduría de apostador profesional para que el joven vaya acumulando
unos dólares que le permitan vivir de forma autónoma, aunque le cueste llegar a
los seis mil dólares que le pide al desconocido para enterrar a su madre.
Siguiendo la recomendación milenaria china: «Si me das un pez, comeré un día;
si me enseñas a pescar, comeré todos los días», Sydney, de quien tardamos más
de media película en saber por qué se empeña en ayudar al joven perdedor al que
encontró, abatido, a la puerta de una cafetería de Reno, se encarga de
adoctrinar al joven para convertirlo en un pequeño apostador con éxito, lo que
este consigue en poco tiempo. Todo
discurre aparentemente bien, pero en ese momento aparece la figura de una
camarera que ejerce también como
prostituta en sus ratos libres y acaba por formalizarse el «trío» protagonista.
De hecho, todo parece indicar que el particular mecenazgo de Sydney incluya la
reflexión divina auroral: ver que el hombre está solo y darle una compañera,
porque todo da a entender que oficia su tercería para propiciar un encuentro
entre ambos jóvenes, a la espera de que la juventud obre el milagro de la sintonía
y ambos se colmen mutuamente.
La historia
incluye a un cuarto, Jimmy, amigo del joven protagonista, interpretado por
Samuel L. Jackson, que tendrá una importancia capital en el desenlace de la
película, porque será él, y nadie más, quien conozca los oscuros orígenes del protagonista maduro y
quien planee cobrárselos en lo mucho que valen, sobre los diez mil dólares. Ese
chantaje es posterior, sin embargo, al punto y aparte que rompe el compasivo
plan del protagonista maduro: la detención, como rehén, de un cliente de
Clementine, la joven camarera, que se niega a pagarle sus servicios, a quien John
previamente ha golpeado hasta casi matarlo. Esa situación desborda los
planteamientos «patrocinadores» de Sydney, pero a muy duras penas es capaz de
rehacer la situación para lograr que los jóvenes escapen indemnes hacia un escondite
seguro: Las cataratas del Niágara, como corresponde a quienes son, de hecho,
recién casados, horas antes del secuestro y los malos tratos.
Sydney,
interpretado de maravilla por Philip Baker Hall, quien da una lección de
impasibilidad de jugador profesional que no se descompone ante casi ninguna
situación, excepto la del secuestro de los dos estúpidos jóvenes a quienes
protege, es retratado por Anderson con cierto mimo, y le da un protagonismo al
que Baker Hall responde a la perfección, porque esta es una película en la que
los intérpretes son los principales responsables de la credibilidad de la
historia. Así, Gwyneth Paltrow está
soberbia en su complejo papel de puta ingenua; Samuel L. Jackson, aparece con toda su fuerza violenta para «ejecutar»
un final harto curioso y Philip Seymour Hoffman nos ofrece una fugaz aparición
en la que demuestra unas dotes histriónicas apreciadas por Anderson, quien lo
convertiría, años más tarde, en el protagonista absoluto de The Master, inspirada
en la Cienciología, de L. Ron Hubbard.
Cine de género,
pues, para su debut, pero plasmado de manera magistral, sobria, clásica, y en
un escenario, Reno, cuya puesta en escena en las salas de juego y en los
hoteles donde reposan los guerreros de las fichas y los dados, responde a la «mitología»
de esas dos ciudades usamericanas de la perdición. Nada sobra ni nada falta en
esta historia íntima salpicada con la dosis justa de violencia y con un
trasfondo sentimental harto curioso. Nadie se arrepentirá de verla, seguro.
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