jueves, 16 de septiembre de 2021

«Brumas de inquietud», de Lewis Allen o el poder del melodrama como género.

 


Al servicio de Lana Turner, con un «incipiente» Sean Connery, un excelente melodrama en el contexto de las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. 

Título original: Another Time, Another Place

Año: 1958

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Lewis Allen

Guion: Stanley Mann. Novela: Lenore J. Coffee

Música: Douglas Gamley

Fotografía: Jack Hildyard

Reparto: Lana Turner, Barry Sullivan, Glynis Johns, Sean Connery, Martin Stephens, Sid James, Terence Longdon, Julian Somers, John Le Mesurier, Doris Hare, Bill Fraser, Jane Welsh, Robin Bailey, Cameron Hall.

 

         Los corresponsales de guerra, sean hombres o mujeres, o precisamente por serlo, están expuestos a que la camaradería reinante entre ellos, no suelen ser celosos de exclusivas, aunque no las rechacen, claro, pueda ascender peldaños que la distancia de sus particulares relaciones familiares facilita. Ocurre lo mismo con los marineros y el tópico del amor en cada puerto, y, como buen tópico, algo de verdad esconde. En estas Brumas de inquietud que traducen poéticamente en español el lenguaje casi topográfico del original, Another Time, Another Place, al que aludí al principio, Lewis Allen, de quien vi con gran interés La hija del pecado, una película relativamente olvidada que merece una revisión, y que critiqué también en este Ojo, nos narra la historia de amor entre una corresponsal madura y un joven reportero «intrépido» muy alejado, aún, del glamuroso agente 007 que interpretaría años después y que lo catapultaría a la fama universal, un Sean Connery  en el que el estilismo aún no se había aplicado a perfilarle las espesas cejas «a lo Breznev» que tanto habrán de llamar la atención de sus admiradoras, como me la ha llamado a mí. En cualquier caso, el protagonismo de la película cae del lado de Lana Turner, quien, ¡por fin!, había encontrado el amor de su vida y estaba dispuesta a casarse con él, en vez de con «la profesión», como le exige el Director de su diario. Todo discurre así, como en un cuento de hadas, porque Connery lo tenía, en aquella juventud, todo de príncipe azul, hasta que, ¡sorpresa!, él le revela, a muy pocas fechas de la boda, que está casado y que, de momento, no se ve con fuerzas de abandonar a su mujer y a su hijo hasta que vuelva con ellos y sea capaz de afrontar esa decisión. Lo que ocurre, sin embargo, es que la muerte acaba con el corresponsal y su amante entra en estado de shock y su mujer se queda con el recuerdo del marido supuestamente enamorado de ella. Un melodrama como mandan los cánones del género se construye sobre un cierto morbo psicológico que, añadido a la ambigüedad de ciertas acciones, nos lleva, por sus pasos contados a un final usualmente explosivo. Lewis Allen no ignora esas leyes y se ajusta milimétricamente a la propuesta de la novela original: La amante quiere conocer el lugar de la felicidad doméstica del amado y se desplaza a la villa marinera de Cornualles donde vive la familia de este, la «otra», de quien ella acabará siendo también la misma, con el morbo que ello implica. Si mi memoria espacial no me engaña, tengo la impresión de que Lewis Allen rodó en el mismo pueblo donde Mike Leigh ubicó la casa de la amante y luego esposa de Turner en su película Mr. Turner. De modo fortuito, naturalmente, ambas mujeres acaban conociéndose e incluso conviviendo en la misma casa, y la amante se acaba ofreciendo para hacer una recopilación del trabajo del corresponsal, de sus crónicas radiofónicas para la BBC, para editarlas a modo de homenaje a su persona. La muy especial unión de la desconocida con el hijo del amante complica aún más la situación, porque no tardan en aparecer dos personajes capitales en la trama: el compañero laboral de protagonista, quien secretamente está enamorado de la mujer de su amigo y el Director de ella, quien le reclama que se deje de blandenguerías impropias de una corresponsal como ella y que vuelva a Nueva York donde le espera lo mejor que ella sabe hacer: su trabajo. La película, ya digo, está rodada a la mayor gloria interpretativa de Lana Turner, una actriz muy solvente que aguanta perfectamente el desarrollo de la película y sobresale en los momentos de intensidad dramática, como el del final de su compromiso con el periodista, cuando la verdad ha de abrirse paso frente a la mentira del silencio de él, incapaz de romper el hechizo en que ella vive respecto de su futuro.

         La película, de carácter psicológico, y con muchos interiores, es modesta, no se trata de una gran superproducción, y, de alguna manera, hasta bien podría considerarse incluso de serie B, dada la sencillez de la misma; pero va agrandándose ante los espectadores a medida que la dimensión de la tragedia se nos bifurca, por así decir, y asistimos a la doble perspectiva de la figura del corresponsal: como marido y como amante, una doble faceta que, como no podía ser de otra manera, solo puede llevarnos al enfrentamiento entre ambas mujeres, caso de que la esposa supiera quién es la persona a la que ha acogido en su propia casa. Y lo acaba sabiendo… Pero de lo que pasa de ese momento en adelante, un clímax y un desenlace perfectamente narrados, solo el espectador ha de ser el testigo. Y yo animo a que lo vean, porque las historias con tanta fuerza sentimental siempre acaban siendo parte de la preceptiva catarsis inseparable de las tragedias, por más que en este caso esta se nos presente hasta cierto punto dulcificada por el género del melodrama en el que se inscribe decididamente la película sin desmerecimiento de ninguna clase.

         La aparición de Sean Connery, en los inicios de su carrera, es ya, de por sí, una magnífica invitación. Lo mismo que lo fue su aún más breve aparición en la poderosa película criticada no hace mucho: Ruta infernal, de Cy Endfielf, rodada un año antes. El salto espectacular de comparsa a semi protagonista  debió de potenciar mucho la carrera de un ilustre del Séptimo Arte.

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