martes, 28 de diciembre de 2021

«No mires arriba», de Adam McKay o la obviedad desmadrada…

Después de Trump, del asalto al Capitolio, después de los propios informativos sobre la vacuidad, banalidad y superficialidad de nuestra época, ¿McKay pretende sorprendernos?

 

Título original: Don't Look Up

Año: 2021

Duración: 138 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Adam McKay

Guion: Adam McKay. Historia: Adam McKay, David Sirota

Música: Nicholas Britell

Fotografía: Linus Sandgren

Reparto:Leonardo DiCaprio, Jennifer Lawrence, Meryl Streep, Jonah Hill, Rob Morgan, Mark Rylance, Tyler Perry, Timothée Chalamet, Ron Perlman, Ariana Grande, Kid Cudi, Cate Blanchett, Tomer Sisley, Himesh Patel, Melanie Lynskey, Michael Chiklis, Paul Guilfoyle, Robert Joy, Meghan Leathers, Hettienne Park, Ross Partridge, Dee Nelson.

 

         ¡Tiempos aquellos en los que ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, una desmadrada comedia antimilitarista, la firmaba nada menos que Stanley Kubrick! Hace poco tuve la ocasión de criticar Velvet Buzzsaw, de Dan Gilroy, que, con un planteamiento desmitificador semejante al de Don’t Look Up, pero acotado al microcosmos de los circuitos de arte, consigue un resultado más que aceptable. He de reconocer, lo digo para quienes quieran abandonar la lectura de esta crítica ahora mismo, que no he logrado «conectar» con la película en ningún momento, ni siquiera por el lado del esperpento sin estilo ni gracia con que pretende devolvernos, en triste espejo, lo que estamos hartos de ver y de denigrar cada día, ¡pero si parece una película hecha para extraterrestres que lo ignoraran todo de nosotros!, de ahí que cada vuelta de tuerca del argumento aumentara el aburrimiento bostezante con que seguíamos, mi Conjunta y yo,  la inverosímil —a medio y largo plazo, según la «defendida» ciencia en la trama— amenaza del asteroide que acabe con nosotros como acabó con los dinosaurios.

         No me desagrada, antes al contrario, la screwball comedy, con títulos tan extraordinarios como La fiera de mi niña, por ejemplo, pero, a diferencia de su excelente El vicio del poder,  Adam McKay se ha dejado llevar en esta película por el más burdo histrionismo y ha conseguido lo peor que le puede ocurrir a un director: aburrir. De hecho, la dimensión grotesca con que refleja la realidad usamericana, que es el pan nuestro de cada día incluso en los reportajes de los telediarios, con esa crítica superficial a la superficialidad de los medios y la caricatura del poder, con una trump mujer en manos de un gurú-casandra, en desconcertante remedo de Gates, que tropieza constantemente en lo más burdo e inimaginativo: el chafarrinón. Si uno recuerda Network, de Sidney Lumet, por ejemplo, advertirá enseguida lo que significa la “crítica demoledora de los media”, en comparación con este documental en el que nos sumerge McKay, porque en toda esa exageración, la petición de mano mediática incluida, hay más de «documento» que propiamente de sátira. Digamos que McKay ha optado por el brochazo frente al pincel de un solo pelo, y, en este sentido, la elección es simple: o le llega a uno ese humor zafio o le deja indiferente. Soy de los segundos. Hace relativamente poco, una película muy subida de revoluciones, The Laundromat, de Steven Soderbergh, nos regalaba una actuación memorable de Meryl Streep, y toda la película, en realidad, optaba por la vía desmadrada de la sátira perfectamente orquestada, con un guion excelente, una realización medida y unas interpretaciones admirables, ¡incluso de Antonio banderas, que ya es decir! Sí, sí, ya sé que las comparaciones son odiosas, pero para quienes no pueden justificar sus decisiones en uno u otro sentido. Con todo, este renuevo de la vieja fábula del lobo no tardará en ser tan olvidado como ahora algunos se empeñan en celebrarlo, por lo que tiene de reflejo de nuestros días, sin reparar en que una película, y más si es de humor, no puede fiarse al histerismo de las personas en algunas secuencias, a penosas escenas como la de la irrupción de la legítima en el idilio mediático del profesor o la bobaliconería del parque jurásico donde se posan las naves de los ricos supervivientes…; sino que requiere una seria planificación de los gags y un progreso hacia un final que, como ocurre en este caso coincide con una película en las antípodas de la presente: Melancholia, de Lars von Trier, una verdadera obra de arte, ya digo.

         No acabo de entender que una sucesión de trivialidades elevada a un plano, a un chato esperpento sin gracia ninguna pueda arrancar la sonrisa de nadie, pero reconozco que el sentido del humor es algo tan personal que todo estaría justificado. De hecho, ayer mismo leí que el programa más visto de televisión hace pocos días fue una película de Paco Martínez Soria. Pues ya está, que diría el otro. Ahora bien, apelo a los orígenes y tradición de la comedia usamericana para censurar la mediocridad de la presente. Es muy probable, ya digo, que, desde el punto de vista del documental que adopta la película, muchas cosas no nos sorprendieran el día de ese hipotético final de nuestro mundo, pero se ha de reconocer que la realidad tiene también otra cara lo suficientemente seria como para que toda esa superficialidad pueda continuar existiendo ¡y desesperándonos a los idealistas ilusos!

         Reconozco los esfuerzos del plantel de actores por transmitir con pasión el absurdo de lo verosímil, pero no me parece que ninguno de ellos esté realmente a la altura de ellos mismos, excepto la plana Lawrence, que sí que lo está porque no da más de sí, y otro tanto cabe decir del torpe cameo del tal Chalamet. Ello suele suceder cuando, como ocurre en las películas de Almodóvar, actores y actrices no saben exactamente cuál es el fundamento real de la supuesta historia —¡caso de haberla…!— que se está contando. Aquí pasa algo parecido. Todo funciona por acumulación, pero con excesiva falta de sentido; nada admite un enfoque que permita a los espectadores «meterse» en la historia: somos, siempre, meros espectadores de una peripecia absurda y enloquecida a la que cuesta, por esa distancia nada brechtiana, asentir. Tanto es así que, al final, mi menda veyenda acaba disintiendo y desentendiéndose de las supuestas «gracias» que no le ve ni por el forro, a la película. En fin, seguro que McKay no deja de darle vueltas al porqué de su fracaso estético, pero alguna enseñanza sacará, seguro, porque El vicio del poder permite albergar esperanzas en su cine.

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