martes, 22 de febrero de 2022

«La séptima víctima», «Bedlam, hospital psiquiátrico» y «Nube de sangre», de Mark Robson, o la artesanía como una de las bellas artes.

Título original:  The Seventh Victim
Año: 1943
Duración: 71 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Mark Robson
Guion: DeWitt Bodeen, Charles O'Neal
Música: Roy Webb
Fotografía: Nicholas Musuraca (B&W)
Reparto: Tom Conway, Jean Brooks, Isabel Jewell, Kim Hunter, Evelyn Brent, Erford Gage, Ben Bard, Hugh Beaumont, Chef Milani, Marguerita Sylva, Barbara Hale, Lorna Dunn.

 







Título original: Bedlam

Año: 1946

Duración: 79 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Mark Robson

Guion: Val Lewton, Mark Robson

Música: Roy Webb

Fotografía: Nicholas Musuraca (B&W)

Reparto: Boris Karloff, Anna Lee, Billy House, Richard Fraser, Glen Vernon, Ian Wolfe, Jason Robards Sr., Leyland Hodgson, Joan Newton, Elizabeth Russell.

 



Título original: Edge of Doom

Año: 1950

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Mark Robson

Guion: Philip Yordan, Charles Brackett, Ben Hecht. Novela: Leo Brady

Música: Hugo Friedhofer

Fotografía: Harry Stradling Sr. (B&W)

Reparto: Dana Andrews, Farley Granger, Joan Evans, Robert Keith, Paul Stewart, Mala Powers, Adele Jergens, Harold Vermilyea, John Ridgely.

  

Una magnífica película de intriga y satanismo, la crónica de los maltratos psiquiátricos en el Londres del siglo XVIII, y un angustioso drama social y religioso:  tres muestras de la maestría del «preterido» Mark Robson.

 

         Mark Robson es conocido, sobre todo, por un potente melodrama boxístico, El ídolo de barro, y por El premio, la primera con Kirk Douglas; la segunda con Paul Newman. No figura en los anales como el gran director que fue, por eso me han llamado la atención, nada más ver La séptima víctima, otras dos obras como Bedlam, hospital psiquiátrico y la muy celebrada Nube de sangre, con Dana Andrews y un Farley Granger algo sobreactuado más allá incluso del dolor.

         En La séptima víctima hace su debut una actriz tan delicada como Kim Hunter, llamada a ganar un Oscar por Un tranvía llamado deseo, de Elia Kazan. A pesar de su juventud, sobre ella recae el peso de la acción, pues encarna a una joven que, mantenida por su hermana en un internado católico, recibe la noticia de que su hermana ha dejado de pagar el pensionado y no tienen noticias de ella. La protagonista decide trasladarse a Nueva York para investigar qué ha pasado con ella. La desaparición misteriosa y la búsqueda mediante palos de ciego que ella emprende van a sorprender a los espectadores con no pocos giros de guion que complicarán la trama en espiral para llevarnos a un desenlace sorprendente, efectivo y contundente. Como le sucede a cualquier espectador que ve la película con las únicas referencias de su propia historia cinéfila, está claro que hay en esta película un tema, el de la pacífica secta de los adoradores de Satán, y una secuencia, la de la protagonista en la ducha, donde entre una figura contemplada a través de la cortina de la misma, lo que potencia su amenaza, que recuerdan inequívocamente a La semilla del diablo, de Polanski y a Psicosis, de Hitchcock. Por si fuera poco, el productor, Val Newton, en aquellos tiempos un factótum, a casi todos los niveles, de “sus” películas, se empeño en introducir en esta al psiquiatra de La mujer pantera, de Jacques Tourneur, interpretado por el exquisito Tom Conway, hermano, por cierto del no menos sofisticado George Sanders, a pesar de que ya había fallecido en la otra película. Un psiquiatra, una mujer trastornada que ha ingresado en una secta diabólica, los Paladistas que observan, sin embargo, la no violencia, aunque entre sus normas figura que quien abandona la secta, la hermana de la protagonista, y revela su existencia, ha de morir. En ese sentido, es extraordinaria la secuencia en la que la secta reunida ofrece a la mujer trastornada y sedienta un vaso de agua con veneno para que ella misma ejecute la sentencia de la secta. Los miembros de la secta son personas instruidas y de una posición elevada, y su sociedad secreta revela el éxito que tuvieron las tales a finales del siglo XIX con el auge del esoterismo, el espiritismo y todas las supercherías referidas a lo que entonces se conoció como “teosofía”, entre cuyos cultivadores destacaron Madame Blavatsky, Allan Kardec, Roso de Luna, Aleister Crowley, etc.

         La búsqueda angustiosa de la hermana desaparecida no tardará en encauzarse, cuando, tras ir a la empresa de perfumería de la que la hermana era propietaria y enterarse allí de que había vendido la propiedad a la actual directora, quien resultará ser cofrade de la secta satánica, le es revelado que frecuentaba un restaurante italiano. Va allí y acaba descubriendo que ha alquilado una habitación en el primer piso. Tras mucho insistir, los dueños del restaurante se la enseñan y el plano escalofriante de una habitación con una silla bajo una soga dispuesta para que alguien se ahorque supone un efecto tan eficaz en la línea narrativa, que, a partir de ese momento, el desasosiego más profundo se apodera del espectador y no lo abandona hasta el mismísimo final de la historia. Más tarde, con quien, aun presentándose a ella como amigo de la hermana, sabremos después que es su esposo, acabaremos descubriendo a la hermana momentos antes de que vuelva a desaparecer, porque se siente perseguida y huye de todos, del psiquiatra que la cuida también. De forma paralela, la joven protagonista descubre la existencia de una mujer enferme que vive justo al lado de la habitación del pánico que tiene su hermana alquilada. En el restaurante italiano, que se convierte en otro centro de la acción, conoce a un poeta que ha dejado de escribir, pero que había tenido un cierto éxito con su primer libro, y a quien el psiquiatra conoce bien porque trató profesionalmente a su enamorada, que acabó suicidándose.

         Un investigador que se ofrece a la joven, aunque esta no pueda pagarle hasta que no encuentre un trabajo, acaba acompañándola a la fábrica, donde hay una habitación siempre cerrada. Allí, el hombre es asesinado, y ella lo descubrirá cuando otros dos lo transportan en el metro como si estuviera dormido o bebido, una magnífica secuencia, por cierto, muy propia de las películas de terror de Newton. El poeta se suma al psiquiatra y al amigo, en realidad marido, y tenemos ya una autentica cuadrilla aplicada a la búsqueda de una persona realmente enajenada a la que quieren forzar a suicidarse para cumplir los estatutos de la secta.

         No seguiré revelando nada del argumento, porque forma parte del encanto de la película. Quiero, sí, revelar la existencia de una secuencia que todos los críticos unánimemente califican como inspiradora, en parte, de la ultrafamosa escena de la ducha en Psicosis. La capacidad de intimidación que supone la irrupción de la nueva propietaria de la fábrica y miembro de la secta satánica en el cuarto de baño donde la joven se ducha. Hemos de recordar que el equipo técnico que acompaña a Robson es prácticamente el mismo del de las películas que hizo Newton con Tourneur, y eso se aprecia en la calidad de la iluminación y en la sugerente fotografía llena de claroscuros dramáticos que acentúan el suspense de la trama.

         La séptima víctima es una película casi desconocida en España, salvo para los cinéfilos de pro que hurgan en los contenedores del olvido para rescatar auténticas gemas como la presente. Conviene verla, porque es entretenida, porque la secta satánica no representa un disparate irracional, porque la angustia de la protagonista se mantiene durante todo el metraje y porque los diferentes golpes de efecto que vamos conociendo nos espolean hacia un desenlace que no deja de sorprendernos. Añadamos un fotografía excelente y una cámara “transparente”, sin dejar de ser personal, y tendremos una narración perfectamente estructurada y con unos magníficos diálogos, sobre todo a cargo del psiquiatra.

         Bedlam es una muestra de la laxitud con que se entendía, entonces, el género del terror, porque la presencia de Boris Karloff en la película anuncia inequívocamente el género, casi como la de John Wayne para el western. La película en sí es una apreciable muestra de película histórica centrada en las existencia de un manicomio londinense que los más atrevidos, por una módica cantidad, podían visitar para ver las evoluciones en sus celdas, jaulas y espacios comunes, de los locos a quienes se trataba propiamente como a animales que ni sentían ni padecían. El alcaide de esa prisión psiquiátrica es Karloff, obviamente, pero en este caso se trata de un autor de comedias que ha conseguido el beneficio de la dirección de ese psiquiátrico casi como una gracia por la que está agradecido al Lord que se la consiguió. La concubina de este, decide ir a conocer a los célebres locos y queda estremecida por la contemplación de lo que allí ve. Inicia una lucha con Karloff para que se provean remedios para los padecimientos de esa gente y, como treta defensiva, el alcaide consigue que declaren loca a la concubina y que la ingresen en Bedlam. Como ella es amiga de otro noble de la oposición política a su Lord, y gracias a la intermediación de un cuáquero pacifista, se inicia el proceso para sacarla de allí, pero, en el ínterin, la protagonista se dedica a mejorar la vida de los prisioneros y a dignificar materialmente su estancia en el psiquiátrico, lo cual inquieta, no podía ser de otra manera, al sádico guardián que mantenía, hasta la llegada de ella, en estado de salvajismo a los dementes. No adelanto más información porque conviene seguirla paso a paso, pues la estancia de la joven en el sanatorio que no sana nos da pie a un interesante viaje al centro mismo de cómo se concebía la enfermedad mental en el siglo XVIII y los crueles tratamientos que se usaban. Junto a esa situación, la frívola de una sociedad para quienes los dementes estaban totalmente desprovisto de humanidad, como los esclavos con los que se empieza a negociar para trasladarlos desde África a Usamérica y las Antillas para abastecer de mano de obra barata las plantaciones de tabaco y algodón.

         La película tiene una exquisita ambientación, una combinación afortunada de grabados de época y una puesta en escena acorde con las películas de limitado presupuesto, pero muy dignas, que producía Newton. Los seguidores de Karloff celebrarán mucho su excelente papel en esta película ya digo que más histórica que de terror. Ojo a la loca catatónica…

         Nube de sangre, un título tremebundo para una película que mezcla el cine religioso con el thriller y con la crítica social, nos permite adentrarnos en un flash back a través del cual un mosén —que no es un mossén cualquiera, sino el mismísimo Dana Andrews, icono del cine negro que en esta película, vestido de clerygman  y con el sombrero propio de los 50, mantiene el tipo de un modo espectacular—  cuenta la historia de un jovencísimo repartidor de flores cuya madre padece una enfermedad terminal para la que le es imposible pagar los cuidados, en otro estado, que la permitirían mejorar. La descripción de la impotencia económica del joven se amplificará cuando, fallecida la madre, el joven, febrilmente, decide conseguir el mejor funeral posible para su madre, devota católica de la parroquia dirigida por un cura al que el hijo hace responsable de que su padre, quien se suicidó cuando él era un niño, no tuviera un funeral católico y fuera enterrado en el camposanto. Lo que la madre entiende, el hijo no lo perdona. Por esa razón, cuando discute con el cura que le negó aquel funeral a su padre, la ira lo ciega, de ahí el título dramático de la película, y acaba matando al sacerdote. La línea policial de investigación generará un suspense muy poderoso de auténtico cine negro de la mejor calidad, aunque la obsesión del joven repartidor, cuya tragedia consiste en negarse a aceptar que en la crudelísima realidad social estratificada que nos toca vivir él ocupa, a pesar de su honestidad, el más bajo escalafón retribuido imaginable. Esa obcecación hace algo incómodo al personaje, pero su rebelión contra la iglesia está totalmente justificada emocionalmente. La muerte de la madre lo trastorna casi hasta la enajenación, lo cual lo lleva a plantear unas exigencias al dueño de su empresa, a la funeraria y al mosén encargado de la parroquia fuera del sentido de la realidad. Granger da bien el papel, pero el papel es muy ingrato, porque la pobreza unida a la desesperación y a la exigencia es una combinación que difícilmente concita la empatía del espectador, aunque sí su compasión. El encargado de vehicularla y añadir luz humana al desenlace es el mosén encarnado por Dana Andrews, quien, recordémoslo, le cuenta la historia de cómo un feligrés le ayudó a él a encontrar sentido a su misión pastoral cuando, como el adjunto que quiere pedir el traslado, también él pensaba que lo habían enviado a un destino donde no podía hacer nada para ayudar a nadie. No revelo en qué consiste esa intervención porque nos llevaría al mismísimo desenlace, algo reservado para quienes decidan verla, aunque yo animo a todos a hacerlo, porque la historia tiene, también, una magnífica historia paralela de un ratero de poca monta interpretada por uno de los grandes actores «de carácter» del cine usamericano, Paul Stewart, quien fuera compañero de Welles en el Mercury Theatre,  y en cuyo Citizen Kane tuvo el papel de mayordomo de Kane. Si le sumamos la aparición de otro secundario de lujo, el comisario interpretado por Robert Keith, ya solo nos falta añadir al reparto a Mala Powers, como desdichada novia del protagonista, para saber que un reparto de tantas campanillas no podía reunirse para una nonada. Insisto, tanto La séptima víctima como esta Nube de sangre son dos películas que merecen ser vistas por un público numeroso. La primera de ellas no fue estrenada en España y la segunda sí, en 1955, pero no creo que haya sido rescatada por las televisiones; en mi frágil memoria no consta, al menos. Quedan invitados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario