martes, 22 de febrero de 2022

«Madres paralelas», de Pedro Almodóvar y «Josefina», de Javier Marco: el consagrado y el debutante.

Título original: Madres paralelas

Año: 2021

Duración: 123 min.

País: España

Dirección: Pedro Almodóvar

Guion: Pedro Almodóvar

Música: Alberto Iglesias

Fotografía: José Luis Alcaine

Reparto: Penélope Cruz, Milena Smit, Israel Elejalde, Aitana Sánchez-Gijón, Rossy de Palma, Julieta Serrano, Adelfa Calvo, Ainhoa Santamaría, Daniela Santiago, Julio Manrique, Inma Ochoa, Trinidad Iglesias, Carmen Flores, Arantxa Aranguren, José Javier Domínguez, Chema Adeva, Ana Peleteiro. Voz: Pedro Casablanc.

 





Título original: Josefina

Año: 2021

Duración: 90 min.

País: España

Dirección: Javier Marco

Guion: Belén Sánchez-Arévalo

Fotografía: Santiago Racaj

Reparto: Roberto Álamo, Emma Suárez, Miguel Bernardeau, Manolo Solo, Pedro Casablanc, Simón Andreu, Olivia Delcán, Belén Ponce de León, Maria Algora, Alfonso Desentre.

 

El manierismo asfixiante y la austeridad mal entendida: folletín y panfleto, por un lado; la incomunicación inexpresiva, por el otro.

 

         La mar de extraño, el programa doble que vimos mi Conjunta y yo el otro día, como resaca de los bobos Goyas de hace unos días, porque nos las encontramos en Netflix y eran dos películas por las que no pensábamos pagar en taquilla. Aunque las anuncio por orden de edad del director, ya que son del mismo año, me voy a permitir seguir el orden de visionado. Empezamos, por pura curiosidad —¡y ya tiene mérito seguir manteniéndola intacta, a nuestros años de contumaces aficionados!— por Josefina, porque parecía, como resultó ser, una película en la línea de las películas intimistas de Rosales, pero a años luz de Javier Rebollo, por ejemplo, cuya obra La mujer sin piano tanto me gustó. Las intenciones son intachables, cierto, pero desde que Álamo abre la película con esos cierres de ojos para afilar la mirada uno intuye que se va a bordear el desastre. Suerte tiene el director de contar con Emma Suárez, quien sí que con los ojos, el cuerpo y la voz es capaz de emitir significados como un álveo virginal. Los tópicos para describir la «unión de soledades», el encuentro de dos «perdedores emocionales», etc., la dificultad de la comunicación desde la «vida devastada», etc., pudieran servir para acercarse a Josefina, pero lo cierto es que la elección del actor, tan determinante en la historia que se narra, lastra la película hasta, al menos en mi caso, el amago de risotada por el ridículo estruendoso del mismo. Se trata de una paradoja: ¿puede la inexpresividad interpretativa de un actor interpretar la suma torpeza expresiva de un personaje? En modo alguno, a mi entender. Sería algo así como si para describir el aburrimiento cósmico, se aburriese cósmicamente al espectador. ¡Saldría disparado de la sala, abarrotado de bostezos! Quiero creer que me habita la objetividad de un espectador poco dado a acomodar su criterio a nada que no sea su experiencia cinematográfica, y por ello estaría dispuesto a señalar, secuencia a secuencia, qué movimientos, gestos y miradas del intérprete me parecen absolutamente ineficaces respecto del fin previsto. Cierto, la incomunicación y la inexpresividad son dos elementos constitutivos del relato, pero mientras que en Emma Suárez se palpa el drama humano de quien vive atrapada entre dos encerrados y se defiende como puede con la Singer, el funcionario de prisiones, eco pálido del personaje de Still Life («Nunca es demasiado tarde»), de Uberto Pasolini e incluso del de Nieva en Benidorm, de Isabel Coixet, no logra expresar ni una brizna de su interioridad, acaso, propiamente, un páramo de insignificancia, torpeza  y vacío que, en buena lógica, le hacen ingrata la travesía al espectador, a pesar de la invención para la que ni siquiera está capacitado, por eso, con excelente criterio, se renuncia a que sepamos qué escribió en las cartas, porque seguro que no le haríamos los elogios que le regaló Sancho a Don Quijote cuando este le leyó en Sierra Morena la carta que le encomendó entregar a Dulcinea: —Por vida de mi padre —dijo Sancho en oyendo la carta—, que es la más alta cosa que jamás he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo y que no hay cosa que no sepa. Desde que vi que la presentación se alargaba tanto y que lo mejor de la película estaba en el gracejo del compañero del protagonista, el siempre eficacísimo Manolo Solo, temime lo peor y cumpliose: no se bordeaba el desastre, sino que se caía en él con todo el equipo, y ello hasta el disparate final de la entrevista con el Jefe en la prisión rizando el rizo del absurdo con la hija del subordinado. Los despropósitos en un edificio realista cantan demasiado, y aunque la irrupción de lo maravilloso también pertenece, legítimamente, al género, su epifanía requiere una preparación sutil para que el espectador asienta a la misma, ¡e incluso se complazca con ella!, en vez de, como a mí me ha ocurrido, colmarle hasta rebosar el vaso de la paciencia. Me llama la atención que, en FilmAffinity sean mayoritarias las críticas positivas, a la inversa de lo que ocurre con Madres paralelas, pero luego he pensado que quienes podrían escribir las desencantadas ni siquiera se habrán acercado a ella o han desertado al cuarto de hora y ni ánimo les ha quedado en el cuerpo como para escribir nada. A mí, además, aficionado acérrimo a Rosales y Bresson, que me deleito sobre manera  con las películas especializadas en que no pase nada y todo se resuelva a través de delicadísimos detalles y matices, me sabe fatal que Josefina me haya aburrido soberanamente. Creo que el director se ha «precipitado», que las ideas aún no estaban del todo claras, y que el reparto, además,  no ha colaborado en modo alguno.

         De Madres paralelas, por otro lado, tengo la impresión de que vuelvo a ver la misma película, como sucede con Woody Allen, en el capítulo de las malas, muy malas e infumables, que también las tiene, como el manchego; es decir, los mismos defectos repetidos ad náuseam y que, cuando no los controla, le llevan a perpetrar «cosas» como Los amantes pasajeros. Con todo, y dada la polémica que había levantado el tratamiento de la Guerra Civil del 36 y el de la actual «Memoria histórica», pensé que iba a ser mucho peor, porque le reconozco el mérito, al menos, de haber urdido una trama en la que, con muchas peticiones de principio a la credulidad de los espectadores, contaba una historia no del todo descabellada, a pesar de esas insufribles inverosimilitudes que en otras películas son de mayor calado y las vuelve aborrecibles. De que Almodóvar es el Sautier Casaseca de nuestro cine poca duda hay, así como también de que su innegable gusto por la puesta en escena preciosista le ha granjeado algo así como una «marca de fábrica» que permite identificar sus películas. Otra cosa son las actuaciones de sus protagonistas, cuya naturalidad afectada y postiza chirría estentóreamente. Compárese, sin ir más lejos, las actuaciones de las dos parturientas y la de Aitana Sánchez-Gijón, quien, ajustada a un papel con un contenido muy específico, sabe lucir sus dotes con total solvencia e incluso, en el recitado en los ensayos de Doña Rosita la soltera, con capacidad de emocionar, algo que, ninguna de las otras dos «sufrientes» me transmite en ningún momento. Será que tengo un problema con las voces átonas, sin relieves expresivos, y de afectada espontaneidad, pero ninguna de las dos conseguía, salvo contadísimos momentos, suscitar una corriente de simpatía emocional. Menos aún cuando ha de oír uno una homilía paleoizquierdista que pone en tela de juicio la Constitución del 78, traicionándose el autor a sí mismo, porque bien claro y alto dijo por ahí fuera lo agradecido que estaba a nuestra Constitución y nuestra Democracia por la libertad con que le permitían crear su obra.

         La trama de la película se inicia con  el contacto de una fotógrafa con un antropólogo forense a quien pide ayuda para desenterrar los restos de los represaliadas en el pueblo de sus antepasados durante la Guerra Civil. Ello da pie a un inevitable romance y este al nacimiento de una criatura de la que la protagonista no informa al padre. Pare al mismo tiempo que una adolescente con la que coincide en la clínica, y ambas estrechan una relación ajustada al asunto de la maternidad. Como la criatura de la madre tiene marcados rasgos sudamericanos de origen nativo, todos le dicen que ha salido a su padre, venezolano, pero lo cierto es que cuando el supuesto padre la ve no tarda mucho en confesarle que no la reconoce como hija suya. Ese es uno de esos momentos fundacionales del  camelo que amenaza con echar por tierra el edificio dramático de la película, pero Almodóvar se empeña en continuar y la cosa deriva, entonces, una vez confirmado mediante prueba genética de paternidad que ella no es la madre de la criatura, al posible cambio de criaturas en la clínica. Sobre un cambio así Étienne Chatiliez realizó una maravillosa película: La vida es un largo río tranquilo, pero, en este caso, Almodóvar escoge la vía fatalista: la hija de la adolescente ha fallecido por muerte súbita. ¿Remedio? Tras encontrarse ¿por azar? en un bar al lado de la casa de la protagonista, esta le propone que deje ese empleo y que se emplee como cuidadora de su hija y para llevar la casa, porque ella ha vuelto a trabajar y —aquí repite «la rusa» de Todo sobre mi madre— quiere deshacerse de una au pair irlandesa(siempre esa predilección por el mundo al revés) que solo se preocupa de sus estudios, no de cuidar a su hija… Aprovechando esa instancia, y se ha de entender que dando por sentado que la adolescente es bien corta de entendederas, ella le hace una prueba genética que confirma que la joven es la auténtica madre de la criatura, y no tardamos en saber quién fue uno de los autores de las diferentes  violaciones de las que  acabó naciendo la criatura, y que ni la joven ni los padres, en Granada, denunciaron. En fin, son tantas las acumulaciones de despropósitos narrativos que a todos ellos se ha de asentir para que la acción tenga el mero sentido de la continuidad que lleve a alguna parte... Que haya una aventura lesbiana entre las madres debe de formar parte del roce que engendra el cariño, imagino, o de la angustiosa sensación de culpabilidad de la protagonista, quien, sabiendo lo que sabía, que ella no era la madre verdadera, se escondía para no afrontarlo. En fin, entrar en mayores honduras cuando la superficialidad de las emociones y las reacciones peca tanto de frivolidad es hablar de la película que no existe, no de la que he visto. La profesión de la protagonista permite sesiones fotográficas con cameos como la medallista olímpica gallega Ana Peleteiro o la de Isabel Torres, la actriz que encarnó a La Veneno y que ha fallecido aún no hace ni dos semanas, y ello justifica, de paso, la privilegiada puesta en escena de los espacios donde habita, una de las especialidades de Almodóvar. Toda la parte dedicada a la exhumación de los restos está sobrecargada con unos tonos emotivos que pecan de archivistos. De hecho, detalles como el del sonajero, que parece potenciar la dimensión íntima de un personaje, lo toma el autor de un caso real ocurrido en el norte, en el parque de la Carcavilla, en Palencia, y que nos llamó la atención y nos conmovió a cuantos leímos la historia. ¿A qué, pues, la apropiación indebida? Almodóvar es incomprensible sin ese sentido del pastiche y del collage, pero ello mismo le resta hondura dramática a sus tramas y a sus historias, compuestas más de retazos y «momentazos» para el lucimiento de sus actrices que de una narración sólida y bien estructurada. Estéticamente, la película es impecable, y no abusa, contra su natural, del recargamiento de la puesta en escena, muy aligerada en esta ocasión, aunque su buen gusto para la composición del plano permanece inalterado, por supuesto. Ideológicamente, es comprensible que Almodóvar se haya dejado llevar por una corriente de la que se debe de sentir cerca y que ostenta el poder político actualmente, pero el esquematismo pueril de la protagonista no soporta la más mínima reflexión histórica desapasionada. Sí quiero indicar que el letrero final con la frase de Galeano inducirá a confusión, me temo, a los espectadores no familiarizados con nuestra Historia, porque la Democracia, ni siquiera gobernando el PP, ha estado en contra de las exhumaciones, pero la reflexión de Galeano da a entender que la Historia real se abre paso frente a la Historia Oficial que la niega, lo cual no se corresponde con el sistema del 78, desde luego, cuyo objetivo final fue la reconciliación nacional, y en ello sigue aún. Espero que no se confundan los espectadores extranjeros y crean que están ante otra película como La historia oficial, de Puenzo, porque la película corre ese peligro, ciertamente. Me temo que Almodóvar se ha metido en un asunto que ciertamente levanta ampollas y en el que la polarización implantada por el Poder está causando auténticos estragos. A todo ello no se le puede hacer frente mediante la ingenuidad o el postureo, sino desde la convicción de la tragedia vivida como tal, pero Madres paralelas no va de eso, fijo; sería, acaso, pedirle demasiado a Almodóvar.

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