miércoles, 9 de febrero de 2022

«Carne», «Cuna de héroes» y «Escrito bajo el sol», de John Ford, del melodrama al patriotismo.

Título original: Flesh

Año: 1932

Duración: 96 min.

País: Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: Leonard Praskins, Edgar Alan Wolfe, Moss Hart, William Faulkner. Historia: Edmund Goulding

Música: Alfred Newman

Fotografía: Arthur Edeson (B&W)

Reparto: Wallace Beery, Ricardo Cortez, Karen Morley, Jean Hersholt, John Miljan, Herman Bing, Vince Barnett, Greta Meyer, Edward Brophy, Ward Bond.

 

Título original: The Long Gray Line

Año: 1955

Duración: 138 min.

País: Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: Edward Hope

Música: George Duning

Fotografía: Charles Lawton Jr.

Reparto: Tyrone Power, Maureen O'Hara, Ward Bond, Donald Crisp, Robert Francis, Betsy Palmer, Harry Carey Jr., Peter Graves, Phil Carey.

 





Título original: The Wings of Eagles

Año: 1957

Duración: 107 min.

País: Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: Frank Fenton, William Wister Haines

Música: Jeff Alexander

Fotografía: Paul Vogel

Reparto: John Wayne, Maureen O'Hara, Dan Dailey, Ward Bond, Ken Curtis, Sig Ruman, Edmund Lowe, Kenneth Tobey.

 

Un intenso melodrama emotivo y dos desiguales películas de exaltación patriótica vistas, eso sí, desde la mirada singular de un genio del cine.

 

         Siguiendo la maravillosa ruta de la contemplación de la obra completa de John Ford, les toca hoy el turno a tres películas que me regalé las pasadas Navidades y que, contra pronóstico, dado el tema bélico de dos de ellas, han resultado más estimables de lo que en principio parecían, exceptuando el «misterio» de Flesh, de una época muy temprana, en comparación con las dos cintas bélicas. Un misterio que debía resolver durante el visionado de la misma, y que me ha deparado una mayúscula sorpresa por el poder de Ford para contarnos  una historia en cuyo elenco de guionistas figura William Faulkner y cuyo autor fue Edmund Goulding, el director de películas tan «poderosas» como El callejón de las almas perdidas, recientemente versionada por Guillermo del Toro, y Servidumbre humana, por ejemplo, esta última una de las tres películas que se rodaron sobre la novela de Maughan: la primera, de 1934, Cautivo del deseo, es de John Cromwell y la última, de mismo título, de Ken Hughes. Quizás algún día fuera instructivo una revisión de las tres para hacer las debidas comparaciones, pero, al menos desde la memoria, la de Cromwell, con una insuperable Bette Davis, me sigue pareciendo la mejor.

         Carne, de tan rudo como expresivo título, nos cuenta una historia que se inicia en Alemania, donde una mujer sale de la cárcel para darse cuenta de que el bribón de quien se ha enamorado perdidamente está dispuesto a dejarla en la «estacada» y marcharse solo a Usamérica, gracias a una confusión que explotará a lo largo de la historia. Antes de eso, la joven (relativa), una excepcional Karen Morley, con una voz desgarrada que casa a la perfección con el egoísmo propio de los supervivientes en la lucha por la vida, cena espléndidamente en un restaurante en el que uno de los camareros es, al mismo tiempo, un campeón de lucha libre que ameniza con sus peleas a los asistentes al local. Una vez que se percata de que han retenido a la mujer porque no puede pagar la factura, él interviene y se hace cargo de la misma. Al cerrar el local, la joven se le acerca a darle las gracias. Cuando el luchador descubre que ella no tiene dónde pasar la noche, él le ofrece su casa y, ante la intimidatoria ronda nocturna de un policía, ella acepta el ofrecimiento. Más tarde, cuando aparece el compinche, el boxeador los sorprende en acaramelada posición de la que salen con la invención de que se trata de su hermano, lo que al luchador le emociona tanto que, posteriormente, hasta será capaz de endeudarse para pagar la liberación de la cárcel del «hermano», Nick, quien, cuando sabe que su «chica» está embarazada, la deja en Alemania, tras pedirle a Polokai para volver a Usamérica para cuidar de su madre. Abandonada en Alemania y sin otro plan de vida alternativo, Laura, la protagonista, decide aceptar el matrimonio con el luchador, y acaba teniendo un hijo que Polokai, en una debilidad notable del guion, acepta como suyo, porque es incapaz de percibir que, aunque él represente la bondad absoluta con milagrosa ausencia de cualquier inclinación malvada, a su mujer le inspira una repulsión imposible de vencer. Todo el afán de ella es seducirlo para viajar a Usamérica, algo que Polokai acaba aceptando para convertirse en campeón del mundo de lucha libre. La creación que hace Wallace Beery de «Polokai», con el torpe inglés de un alemán de pocas luces incluido, es absolutamente memorable. La capacidad de Beery para conmovernos es tan intensa como su desempeño para las partes cómicas de la película, que haylas, como no podía ser menos en una película de Ford, dotado como nadie para la comedia sin aspavientos ni énfasis ridículos. Estamos ante un melodrama que asume ciertos tintes de cine negro cuando Polokai cae, con el reencontrado «hermano» de su mujer, en las garras de una organización mafiosa que amaña los combates para ganar en las apuestas. La película, en un blanco y negro que es apreciable incluso en una copia tan deteriorada como la que he visto, se construye, sobre todo a partir de planos medios que nos acercan poderosamente el drama del egoísmo primario de la mujer en contraste con la bondad e ingenuidad absolutas de la «bestia», de la masa de «carne» que, finalmente, derivará hacia la tragedia cuando su mujer le abandona con el niño porque esta se ha ido a vivir con el amante, quien, por segunda vez, la rechaza, alegando que no puede mantenerla. A partir de aquí es mejor que siga el espectador solo el desarrollo de un melodrama en el que, insisto, el don de Ford para la comedia de costumbres se manifiesta en todo su esplendor. Aquí cambiamos Irlanda por Alemania, pero los presupuestos narrativos y estéticos son los mismos. La atmósfera del gimnasio y de los combates entran de lleno, con total propiedad, entre las mejores escenas del cine negro. Recordemos que Beery obtuvo un Oscar el año anterior con una película en la que interpretaba a un campeón de boxeo, The champ («El campeón»), de King Vidor. Algunos críticos relacionan esta película con El ángel azul, de Sternberg, pero, a mi entender, está mucho más cerca de la historia tradicional de La bella y la bestia, reescrita por muy diferentes autores y cuyo origen, probablemente, se remonte a El asno de oro, de Apuleyo, libro hermoso y cautivador donde los haya.

         En Cuna de héroes retomamos el universo irlandés de Ford ahora fusionado con el sueño usamericano y con el acendrado patriotismo con que Ford enfocaba algunos de sus títulos bélicos, aunque ello no significa que no hubiera una cierta crítica antibelicista de fondo, como ocurre en esta cinta en la que se lamenta que tantos flamantes cadetes de West Point sean enviados, como dice el personaje, directamente al matadero, en un sacrificio que trunca las expectativas vitales de jóvenes llenos de tanto ardor y fuerza como de amor a su patria. Ford retoma, en cierta manera, la educación de las escuelas militares que retrató en El triunfo de la audacia, con vistosos desfiles que también se reproducen en esta película, rodada, con todas las facilidades, en las instalaciones de West Point, a cuya gloria sempiterna se rodó la película. No deja de ser llamativo que Ford haya escogido un personaje tan secundario como el sargento Marty Maher, instructor de educación física de los cadetes, lo que incluía las clases de natación, para contarnos una historia de una de las instituciones más prestigiosas militarmente del nundo. De hecho, la película bien puede entenderse como una celebración del entusiasmo de los emigrantes que aspiran a ganarse la vida en Usamérica, país de aluvión por excelencia. En ese sentido, Marty Maher entra como camarero en West Point, apenas dos años después de llegarla país y, a partir de esa condición, que da pie a un retrato fundamentalmente cómico del protagonista,  se inicia la carrera militar de Maher, quien acabó siendo una institución en West Point, donde sirvió casi 30 años y continuó viviendo, jubilado, otros veinte. La película es un larguísimo flashback que se inicia con la protesta de Maher ante el Presidente de los Estados Unidos de América a causa del decreto que lo retira del servicio activo. Estamos, pues, ante una película que abarca toda una vida y en la que junto a un espléndido Tyrone Power aparece una estupenda Maureen O’hara en el papel de novia y luego esposa irlandesa que bordó a la perfección en El hombre tranquilo. Aquí, sin embargo, a diferencia de aquella otra película, O’Hara reprime su temperamento y se acerca a su objetivo matrimonial a través de la discreción distante, pero no altiva. Una vida da para mucho, y más si se mezcla con las vidas de los cadetes, algunos de ellos tan estupendos como Philip Carey, un secundario de lujo, y de ahí la sensación de que la película se haga eterna, aunque el maestro Ford capta continuamente la atención de los espectadores, tanto en la vertiente militar de la instrucción de los cadetes como en cuanto a la vida estrictamente familiar del protagonista, sobre todo cuando su padre y su hermano vienen de Tipperary, Irlanda, para instalarse con él. Ahí el mundo irlandés de Ford brilla con plena autonomía, de tal manera que casi parece que tengamos dos películas en una.  No hace falta decir que la historia de Marty Maher es representativa de una devoción por la tradición, en este vaso usamericana, que casa a la perfección con su devoción, a veces rayando en lo absurdo, de las costumbres irlandesas, sobre todo por lo que se refiere a la preeminencia del padre en el seno familiar, un Donald Crisp, Oscar por Qué verde era mi valle, que aquí resulta un tanto afectado, al borde de la sobreactuación, si no cae en ella… Ver el glamur de West Pont desde un escalafón tan humilde como el del sargento Maher y la relación de afecto y disciplina que fue capaz de establecer con tantos cadetes como a los que instruyó en sus  muchos años de servicio indica, por lo menos, que Ford escoge un punto de vista excéntrico a la tradición y a la gloria de la institución, quizás para recalcar mejor cómo esos valores de lealtad, honor y disciplina acaban encarnándose en quienes pasan por la misma. El espectáculo cinematográfico de los uniformes con las capas y de la marcialidad de los cadetes, fotografiado con un color lleno de brillo, en el contexto físico de un campus tan extenso como el de la Academia, añaden una dimensión fastuosa a la película. Hay en la disciplina marcial no poco de coreografía, y Ford saca partido de ella en cualquier momento, como cuando los cadetes, arriesgándose a ser pillados off limits van a «rescatar» a «su» Maher de las temibles garras del alcohol tras el fallecimiento de su único hijo varón, noticia que le llega en medio de la cantarina celebración irlandesa de su nacimiento. Como ese, la película está llena de momentos muy bien perfilados y llenos de genuina emoción, como la interrupción del servicio religiosa para anunciar el bombardeo de Pearl Harbour o la vuelta, mutilado de un cadete a quien los Maher habían prohijado y cuya mujer e hijo conviven con ellos mientras el cadete está sirviendo en el frente. La película es emotiva, porque cuenta la historia de una vida concreta y de los avatares que la jalonan, pero Ford escapa del sentimentalismo para centrarse en un conjunto de valores típicos de su filmografía, y no es el menor el sentido de la lealtad, de la amistad y la fidelidad a las tradiciones. Más allá del sentido elogio de la vida militar que supone la película, hemos de considerar el perfecto retrato de un emigrante que, por su determinación, llega a convertirse en una «leyenda» en la Academia a la que dedico su vida, aunque parte de ella ha de ponerse en el haber de su esposa, quien, tras perder ambos el hijo y saber que ya no podían volver a tener ninguno más, decidió que todos esos cadetes serían de ese día en adelante sus hijos, y que no quería en modo alguno dejar la Academia para iniciar una nueva vida en Nueva York. Ignoro si sus casi dos horas y veinte minutos de duración la convierten en la película más larga de Ford, pero de tan escaso interés biográfico el director sacó auténtico oro narrativo.

         La más reciente, y lo digo sin ironía…, de las tres, Escrito bajo el sol, es una suerte de homenaje a un amigo y colaborador de algunos de sus guiones, Frank Spig Wead, un pionero piloto de la Navy que trabajó para potenciar la creación y uso de portaaviones como parte sustancial del ejército usamericano. Con su actor favorito como reclamo, Ford cuenta la historia de un temerario piloto que, debido a un accidente doméstico, quedó paralítico, postrado en una silla de ruedas, y se convirtió en escritor y guionista. Hay un serio problema de casting en usar a John Wayne para representar los primeros momentos de la vida del protagonista, porque de los 50 no se baja a los veintitantos sin un milagro al estilo de Scorsese en El irlandés, por más que sea un trucaje que cae completamente en el ridículo. Aceptando ese hecho, la película se abre de un modo absolutamente enloquecido, con un vuelo temerario que acabará con el avión estrellándose en medio de una celebración militar, en esa suerte de celebración jovial de la indisciplina tan del gusto de Ford. El matrimonio de Wead con su mujer, Maureen O’Hara, ahora con muy escaso papel, constituye un malentendido crónico que devendrá uno de los factores dramáticos más importantes de la cinta. De hecho, una vez que el protagonista ha sido padre, no poco a su pesar, dada la indiferencia con que se manifiesta hacia el recién nacido, el accidente que lo deja imposibilitado en una silla de ruedas le ocurre en casa, no en un vuelo o en una acción militar. Y que cada cual saque sus conclusiones a ese respecto. El descalabro del protagonista nos ofrece dos nuevos temas narrativos que captan enseguida nuestra atención: la vertiente creativa del personaje y la vertiente de superación individual que consiste en vencer las dificultades de la rehabilitación para ser capaz de volver a andar ayudado con dos muletas. Ese «ponerse en pie» de nuevo es lo que le permitirá al protagonista ir al reencuentro con su mujer, a quien había apartado de su vida para que esta no tuviera que «sufrir» su situación de incapacidad, lo  que alejará a uno del otro casi definitivamente. El estallido de la segunda guerra mundial justo cuando ambos esposos se han reencontrado lleva, sin embargo, al guionista y militar, a reincorporarse al servicio, porque, a pesar de sus limitaciones, está convencido de que puede ser de gran ayuda para mejorar las condiciones de vuelo en los portaaviones y convertirlos en un arma eficaz para la contienda. Mucho antes, el personaje, tras dedicarse a la escritura y comenzar a ser apreciado en revistas y editoriales, logra convertirse en guionista y es reclamado por un director, encarnado por Ward Bond, quien justamente aparece en las tres películas que estoy presentando, que se corresponde, parche y las cuatro estatuillas originales de los Oscar incluidos, con el propio director, en una suerte de guiño entre amigos del que disfrutarán los espectadores. Bond es uno de los actores emblemáticos de Ford, y de ahí que le «regalara» el honor de interpretarlo, imagino. Ha de consignarse que, tras la separación de la mujer y los hijos, el protagonista ensombrece su carácter de tal manera que podemos hablar propiamente de una proeza el hecho de sobreponerse mediante la escritura y de una dolorosísimo sometimiento a la terapia para volver a caminar, por desencajadamente que lo haga. No estamos, pues, ante una hagiografía ad maiorem gloriam del héroe, sino ante una visión realista de una vida en parte atormentada y en parte dedicada a lo que, para él, fue su verdadera pasión en la vida: el ejército, la aviación. A ese respecto, es significativa la aparición de ese otro actor propio de los repartos de Ford, y a quien dio el protagonismo en ¡Bill, qué grande eres!, que tiene cierto contacto con Cuna de héroes, en el sentido de que el protagonista es requerido para trabajar en la retaguardia formando soldados en vez de permitírsele ir a la primera línea de combate, lo que lo frustra enormemente, Don Dailey, que interpreta aquí al menor amigo del protagonista. Para Fernando Marías, reputado fordista, Escrito bajo el sol es una de las obras cumbre de Ford, a la altura de Centauros del desierto, por ejemplo. Ignoro si le guía ele prurito de distinguirse del común de los mortales, por ese resabio intelectual de distinguirse de la masa, pero, aun teniendo secuencias inolvidables, como las del autorretrato del propio Ford, a mí me parece que hay cierto desequilibrio en la narración, si bien la fidelidad de Ford al espíritu militar de su amigo, quizás compartido con él, está fuera de duda. No hay ni rastro del intenso drama emocional que se insinúa en la película, y, de hecho, es casi escuálida la aportación de Maureen O'Hara, bellísima como siempre y como siempre enorme actriz, a la película. Hay decenas de películas de Ford muy por encima, a mi entender, de Escrito bajo el sol, pero está claro que en una carrera tan larga como la suya una discusión de esa naturaleza nos llevaría horas y, probablemente, a ningún acuerdo. En todo caso, y salvo el problema de casting indicado, John Wayne se supera a sí mismo y la película se ve con sumo interés.

 

 

 

 

 

 

 

 

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