miércoles, 16 de febrero de 2022

«Bob, el jugador», de Jean-Pierre Melville, el clasicismo majestuoso del polar.

 

El texto y el contexto estilizados hasta la perfección del retrato en perfecto claroscuro de un dandi, jugador compulsivo, y un barrio parisino, Pigalle.

  

Título original: Bob le flambeur

Año: 1956

Duración: 98 min.

País: Francia

Dirección: Jean-Pierre Melville

Guion: Jean-Pierre Melville. Historia: Jean-Pierre Melville, Auguste Le Breton

Música: Eddie Barclay, Jo Boyer

Fotografía: Henri Decaë (B&W)

Reparto: Roger Duchesne, Isabelle Corey, Daniel Cauchy, Guy Decomble, André Garret, Claude Cerval, Simone Paris, Howard Vernon.

 

         Hay una variedad de paracinéfilos, a los que podríamos llamar «aficionados compulsivos lentos», en la que no me cuesta reconocerme: aun teniendo predilección por un autor , hasta cuatro obras suyas llevo criticadas en este Ojo, no nos lanzamos ebrios de ansiedad al visionado de todas sus obras una tras otra hasta agotar su filmografía; preferimos ir viendo sus películas a medida que tropezamos con ellas en este o aquella plataforma, en este o aquel videoclub, en este o aquel programa dedicado a los clásicos en las TV (género televisivo en vías de extinción, la verdad…). Le toca el turno hoy a Bob le flambeur, traducida por Bob, el jugador, si bien se pierde la connotación de «compulsivo», imprescindible para entender la pasión ludópata del protagonista, encarnación de un dandi que bien podríamos relacionar con los de Calle sin nombre, de Keighley o La casa de bambú, de Fuller, de las que hablábamos recientemente. Hay, con todo, en el retrato de este jugador empedernido, una nota que disuena en el género: la bondad y generosidad del protagonista, siempre dispuesto a ayudar a los desamparados. Para redondear la extrañeza del personaje respecto de los tópicos habituales del género, es excelente amigo de un comisario de policía a quien salvó de ser tiroteado en el curso de una acción policial que llevó al personaje a la cárcel durante tres años. Esa relación le da una dimensión moral a la película que la aparta, en parte, del polar seco, duro y violento, y la acerca más a lo que en realidad es la película: el retrato de un carácter dominado por la ludopatía.

         Esta película ocupa un desvaído espacio intermedio en la filmografía de Melville. Lejos de El silencio del mar, una auténtica joya, y más lejos aún de sus últimas obras, como la maestra que es El silencio de un hombre, por ejemplo. Temáticamente, tiene alguna de las constantes del cine policiaco de Melville, sobre todo la amistad entre hombres, pero, técnicamente, en esas fechas, es algo así como el inicio de la inminente nouvelle vague, por el rodaje en exteriores y la importancia de París, casi como personaje, más que como decorado, en la exploración de un personaje ligado íntimamente a un espacio concreto del que acaba formando parte indisoluble: no puede entenderse al personaje sin sus espacios de relación, y Melville los filma, además, con un repertorio de planos que agigantan el retrato de Pigalle para darle una dimensión casi mítica, lo que logra, también, con una selección muy cuidada de la puesta en escena. La película se abre, además, con un barrido auroral de París desde Montmartre y el Sacré Coeur, el cielo, momento en el que descendemos con el funicular hasta Pigalle, el infierno, escenario de la acción. El arranque descriptivo de la ciudad, cuyos neones irán apagándose a medida que irrumpa la claridad del nuevo día, es de una belleza y una fuerza espectaculares. Una constante que se mantendrá a lo largo de toda la narración/descripción de un carácter que dominará la historia.

         Sorprende que, de forma tan temprana en su filmografía, Melville escoja contarnos las andanzas de un jugador crepuscular, al borde de la ruina, lo que no impide que se manifieste su generosidad constantemente, como en el caso de la joven expuesta a las inclemencias y rigores del nocturno lado impío de una ciudad en la que ella parece, sin embargo, saber defenderse con habilidad y determinación. El retrato de un jugador aún elegante, pero ya mayor, y dueño de un ascendiente indiscutible entre los jóvenes delincuentes vividores que lo rodean, nos atrapa desde la mismísima aparición de Bob, cuya peripecia social nos interesa no solo por el estudio del personaje, sino por el modo como Melville nos acerca con sus planos sorprendentes al corazón mismo del declive y a las sutiles leyes del hampa que subyacen en los comportamientos de los personajes. Los bares y las calles acaban adquiriendo una dimensión de hábitat sin el que esos personajes no tendrían razón de ser, porque no puede ubicárseles en otro sitio distinto de ese en que se instalan como si hubieran nacido exclusivamente para ellos.

         La decadencia del personaje, sobrellevada con una serenidad estoica que lo aleja de cualquier patetismo absurdo, lo obliga, a pesar de las continuas advertencias de su amigo policía, a no involucrarse en golpes que pudieran dar con él en una cárcel que, a sus años, tan difícil de soportar sería. Con todo, la segunda parte de la película gira en torno al robo de un casino, el de Deauville, que el protagonista intentará llevar adelante a pesar de que la policía está informada de que se producirá ese asalto. La preparación del atraco, con una escena de muchos quilates, cuando el técnico prueba las llaves que abrirán ciertas puertas, con primeros planos de los compinches y de un perro, en una alternancia medida por el cronómetro, no se altera, pero sí se complica cuando la joven revela a Bob que le ha contado a un «amante pasajero» las intenciones del joven galán delincuente de llevarlo a cabo. Este, acuciado por el sentimiento de culpa, acaba matando al soplón. Sorprende que, con tantos elementos adversos, porque los compinches de dentro del casino acaban chivándose también a la policía, de forma anónima, Bob se empecine en dar el golpe con una seguridad que parece un desafío. Esa noche, sin embargo, el perdedor habitual al que Azar parece haberle dado la espalda, tiene «su» noche y gana una fortuna de forma legítima, pero…

         Y ahí no seré yo quien dé un paso más allá. Tengo para mí que La bahía de los ángeles, de Jacques Demy, le debe no poco a esta película de Melville, no solo por el enfoque estético, sino por el análisis de la ludopatía, tan parecido en ambas. Si la presencia de las ferias populares  en el cine exige una monografía instructiva, no menos la exige la presencia de los casinos y del juego. Hay algo muy primitivo en ambas manifestaciones que quizás deberíamos analizar siguiendo el estupendísimo Homo ludens, de Joan Huizinga. Nos sorprendería lo cerca que estamos de los barracones de feria y de las timbas clandestinas. La vida es una apuesta, en efecto, y Bob, el jugador compulsivo, no solo lo sabe bien, sino que, para él, es la única vida posible.

         Insisto, la fotografía nocturna del Pigalle de esta película es un auténtico festín para cualquier aficionado, compulsivo o no, lento o no. Mi ignorancia habitual me impide decir si se trata de una película poco o nada vista, porque confieso que en modo alguno asociaba el título con Melville. En cualquier caso, si es muy conocida, esa suerte he tenido yo de no haberla visto hasta hoy para poder disfrutar de una película magistral.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario