viernes, 18 de marzo de 2022

«En legítima defensa» y «La prisionera», de Henri. G. Clouzot, la plenitud y el radiante ocaso de un maestro.

 

Título original: Quai des Orfèvres

Año: 1947

Duración: 106 min.

País:  Francia

Dirección: H.G. Clouzot

Guion: H.G. Clouzot, Jean Ferry. Novela: Stanislas-André Steeman

Música: Francis López

Fotografía: Armand Thirard (B&W)

Reparto: Suzy Delair, Bernard Blier, Louis Jouvet, Simone Renant, Jean Daurand, Pierre Larquey, René Blancard, Charles Dullin, Robert Dalban, Raymond Bussières, Dora Doll.

 









Título original: La Prisonnière (La prigioniera)

Año: 1968

Duración: 106 min.

País: Francia

Dirección: H.G. Clouzot

Guion: H.G. Clouzot, Monique Lange, Marcel Moussy

Fotografía: Andréas Winding

Reparto: Laurent Terzieff, Elisabeth Wiener, Bernard Fresson, Dany Carrel, Gilberte Géniat, Michel Etcheverry, Claude Piéplu, Noëlle Adam, Germaine Delbat, Dario Moreno, Michel Piccoli, Daniel Rivière, Annie Fargue, Charles Vanel.

 

El fresco social del polar francés y una indagación sobre el voyeurismo en el marco del arte cinético moderno y la fotografía.

 

 

         Los directores que trascienden el oficio para acercarse al arte nunca tienen bastante con lo que han hecho, aunque lo hayan hecho de forma excelente, como es el caso de Henri-Georges Clouzot, dos de cuyas obras, El salario del miedo y Las diabólicas, están en la memoria de todos los buenos aficionados. NO creo que suceda lo mismo con dos películas muy distintas, la primera de ellas, En legítima defensa, un polar coral con una intriga perfectamente construida, a pesar de serle infiel a la novela de la que parte, un autor ya frecuentado con anterioridad por Clouzot en El asesino vive en el 21, con la que esta ha de emparentarse, y la segunda, La prisionera, un retrato de la psicología enrevesada de un voyeur que le lleva a vivir una sexualidad dominada por la sumisión y un tenue sadismo, todo ello mezclado con una sensibilidad artística que raya en la exquisitez.

         En legítima defensa comienza como un vodevil protagonizado por una pizpireta cantante, Suzy Delair, que amenaza con volverse cargante a los cinco minutos, pero que recupera la credibilidad del espectador enseguida, para no perderla en lo que queda de película, porque se trata de una psicología compleja de mujer frívola, dominada por la ambición, que quiere asaltar el cielo de la fama al precio que sea, aunque haya de citarse con un rico degenerado que tiene por costumbre llevar a chicas de la calle para que la bella y elegante fotógrafa que vive en el mismo edificio que la cantante, les haga picantes fotos desnudas, lo cual, bien visto, no deja de ser un nexo de unión entre ambas películas, si bien con el preceptivo mutatis mutandis. La fotógrafa, que desempeña un papel relevante en la película, está enamotada hasta las cachas de la protagonista, aunque esta ni siquiera intuye la profundidad de ese amos lésbico. Quien sí lo entiende a la perfección es el increíble y fantástico comisario, encarnado por un magistral Louis Jouvet, uno de los grandes del teatro francés de todos los tiempos. Un comisario con un hijo a su cargo del que ha de ocuparse incluso cuando lo sacan de la cama para investigar «el caso» de rigor, el asesinato del rico pervertido con quien se había citado la protagonista, quien, tras golpearlo con una botella en la cabeza para defenderse de su asedio, lo da por muerto y huye a su casa para refugiarse en brazos de la fotógrafa, quien se inmiscuye en la trama al rescatar el corrito que la cantante ha dejado allí por descuido. Como el marido, excelente modelo del celoso exacerbado, intuye que su mujer no piensa en otra cosa que en «cornearlo», coge la pistola y se va la dirección del hombre rico y deforme para ajustarle las cuentas, si bien cuando está allí descubre que está muerto, aunque, como le roban el coche, la coartada que había urdido en el teatro donde trabaja, se derrumba a poco que el inspector (¡Qué trabajo tan fuera de lo común el de Jouvet!) hace las pesquisas correspondientes. Si no fuera por el deje arrabalero con que lo compone y su nihilismo desgarrado, bien podría pasar por el Maigret de Simenon, a quien, sin duda, encarnó con mayor propiedad Jean Gabin. El caso es que el experimentado conocer de la psicología humana que resulta ser el comisario, tiene uno de esos momentos brillantes del cine cuando se dirige a la fotógrafa y le dice que ellos, él y ella, tienen eso en común: que no tienen suerte con las mujeres que les gustan. La película mezcla registros, por supuesto, porque, empezando, como dije, como un vodevil, llega incluso a la tragedia descarnada en una escena sobrecogedora de la que no daré ninguna pista. Los espacios populares del teatro o las casas se mezclan con el de la comisaría central parisina que da título a la película: Quai des Orfèvres, un abigarrado mundo en un espacio deteriorado por el uso donde la naturaleza humana se retrata, como se retratan, entre la comedia y el documento, los métodos de investigación policial, sin excluir la presencia de la prensa, que tan mal parada sale. Aunque el lector de Simenon se imagina unas dependencias más ordenadas y amplias, la sensación de agobio que nos causa la película contribuye a la puesta en escena de una historia en la que todos los implicados mienten descaradamente, un bosque de engaños en el que solo el comisario sabrá orientarse, con esa peculiar manera suya de abrirse camino. Confieso que a mí me parece una obra maestra, tan próxima de sus dos «clásicos» que merecería formar parte de tan selecto grupo. De Clouzot critiqué en este Ojo una película también muy meritoria, La verdad, porque en ella se pasa revista a la actuación de la Justicia, pero aquí se mueve Clouzot en un peldaño inferior, en el del descubrimiento de quienes han de ser llevados ante aquella, de ahí que la inmersión en la cruda realidad del delito suponga una visión social diastrática y psicológica que nos acerca de lleno a la sociedad francesa del momento en que fue rodada la película. En fin, una auténtica delicia. No me detengo en la solvencia técnica, pero el modo como mueve Clouzot la cámara por las bambalinas del teatro, la comisaría o la casa de los protagonistas es una muestra exquisita de un talento superior.

         La prisionera tiene un arranque para los títulos de crédito que llama ciertamente a engaño, porque acaban frente a una casa cerrada a cal y canto en una barriada, como dando a entender que será en ese interior incomunicado con el mundo donde transcurrirá la acción. Estamos, sin embargo, ante una metáfora. El matrimonio entre un artista moderno cuyas piezas juegan con los efectos ópticos ha de llevar una pieza al galerista que está montando una exposición dedicada a esa corriente artística, y van con retraso. Ella queda deslumbrada nada más conocer al atractivo y misterioso galerista y, en la inauguración de la exposición, mientras su marido se enrolla sexualmente con una crítica de arte para conseguir publicidad para su obra, porque son una pareja sexualmente «abierta», de las que tiene libertad absoluta, pero con la condición de no mantener ningún secreto para con el otro al respecto; ella, decía, se siente atraída por el galerista, quien la invita a su casa. Si la galería era un espacio en el que la cámara jugaba con las piezas expuestas para conseguir unos efectos visuales extraordinarios, la casa del galerista es poco menos que un museo exquisito, lleno de piezas de muy diversos estilos artísticos, pero en el que se advierte un sesgo marcado hacia la sexualidad, lo que no le pasa desapercibido a la protagonista. En calidad de aficionado a la fotografía, le sugiere la contemplación de su colección particular de fotos que incluye, en primer lugar, la de palabras aisladas escritas por diferentes escritores famosos, de tal manera que más parecen dibujos abstractos que palabras concretas, un brillante ejercicio de visión en el que, estratégicamente, aparece la foto de una mujer arrodillada maniatada por cadenas en actitud sumisa, lo cual provoca el inevitable intercambio de excusas y la aceptación de las mismas, aunque el efecto deseado ya se ha conseguido, por supuesto. La protagonista trabaja como montadora de un documental sobre mujeres que han tenido experiencias sexuales humillantes. De esos testimonios lo que a ella le impacta es la aceptación que muestran algunas de ellas de relaciones tan degradantes. Enseguida intuimos, y no nos equivocamos, que ese proceso de la pasión por la degradación es el que va sufrir la protagonista, ante los recelos del marido, para con quien ella, por primera vez, guarda en secreto lo que está viviendo con el galerista. La película puede considerarse como una aventura formal espléndida, a partir de una puesta en escena que no se limita al ámbito del arte, porque cuando, tras una larga peripecia de humillaciones y apasionamientos que degradan a ambos, deciden pasar juntos unos días en la playa, la escena de la persecución de ella entre inmensas barcas varadas en la orilla, autenticas reliquias de tiempos pasados, es de una belleza que poco o nada tiene que envidiarle a la del mejor arte que habíamos visto hasta ese momento. Se da la circunstancia, además, de que se trata de la primera y última película en color rodada por Clouzot, y a fe que debió de disfrutar como lo hizo John Ford cuando rodó Corazones indomables y quedó tan impresionado con los resultados que se negó durante bastantes años a repetir la experiencia por el temor de no estar a la altura de ese particular estreno en la policromía.

         La historia, a pesar del retorcimiento psicológico de los personajes, nos trae a la memoria El fotógrafo del pánico —como la escena en que deja caer las patas del trípode para la cámara sobre el suelo de la habitación como si fueran lanzas que se clavaran en él—, de Michael Powell, Tamaño natural, de Berlanga y El coleccionista, de William Wyler, pero Clouzot acentúa aquí el discurso de la transgresión de la moral burguesa, porque no se incurre en lo delictivo en ningún momento y todo sucede desde el libre consentimiento de los adultos, por más que las artes de persuasión del galerista induzcan, sin lugar a dudas, algunos comportamientos de la protagonista, quien, como el galerista, se reconoce en su degradación con la más compleja y contradictoria exaltación. No adelanto más de la trama, porque sería una vileza. No quiero dejar de llamar la atención de los espectadores, sin embargo, sobre la factura formal de la pesadilla de la protagonista, resuelta en imágenes experimentales que no les dejarán indiferentes, aunque sean algo así como un montaje acelerado de muchas otras que, con una morosidad perturbadora, ha visto a lo largo de la película. Sí, hay mucho de claustrofóbico en el modo como el galerista concibe la sexualidad, pero lo cierto es que las puertas abiertas de su deseo se ofrecen como una invitación al  acogedor refugio de la insólita sensualidad que quien entre en él puede disfrutar.

         Si he de elegir entre la psicodelia sesentayochesca que parece inspirar esta película de quien ya era, entonces, un más que veterano director o su mundo opresivo y social en blanco y negro, no lo dudo y escojo este último, pero confieso, también, que su testamento cinematográfico abría unos caminos por los que Clouzot hubiera transitado con insospechados resultados. Finalmente, la presencia elegante y sutil de Laurent Terzieff en el papel del galerista, un maestro de la manipulación y la seducción, contribuye de forma definitiva a la verosimilitud absoluta del retrato y el hechizo que la protagonista, Elisabeth Wiener, quien más tarde trabajaría con Liliana Cavani en Más allá del bien y del mal,  siente nada más conocerlo. He de reconocer que ni el rostro ni el físico de Wiener me parecían la mejor selección para ese papel tan complejo, pero a medida que la película progresa se advierte que su elección ha sido un acierto total, porque mezcla en su persona las dos dimensiones que el protagonista quiere violentar: la mentalidad pequeñoburguesa y el progresismo de la desprejuiciada en falso, ambas facetas ella las encarna estupendamente, y, al final, la película sale ganando. Ya aviso, para los reticentes, que la película sorprenderá a muchos, formal y temáticamente. Una película valiente y obsesiva de un director que no volvería ya a ordenar: ¡Acción! Pero en la última entrega nos dejó, como en las precedentes, toda su pasión por el séptimo arte.

 

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