Con el eco de I
vitelloni, de Fellini, una crónica majestuosa del tiempo detenido en un
pueblo tan indolente como hermoso del sur de Italia
Título original: I
basilischi
Año: 1963
Duración: 84 min.
País: Italia
Dirección: Lina Wertmuller
Guion: Lina Wertmuller
Música: Ennio Morricone
Fotografía: Gianni Di
Venanzo
Reparto: Antonio Petruzzi,
Stefano Satta Flores, Sergio Ferranino, Luigi Barbieri, Flora Carabella.
Haber sido
ayudante de dirección en 8 ½ de Fellini, marcó, lo
hubiera querido o no, el modo de hacer de Lina Wertmüller por lo que a la
sátira y la ácida visión de los personajes se refiere. Un año después de 8 ½,
Lina Wertmüller se pone detrás de la cámara y nos entrega un fresco vital de la
Italia meridional que consigue no solo deslumbrarnos, sino incluso
maravillarnos, porque es de tal dimensión la calidad estética de las imágenes
de la directora que enseguida nos trae a la memoria dos películas de esos años
con idéntico nivel de calidad: Cleo de 5 a 7 de Agnès Varda y La
bahía de los ángeles, de Jacques Demy, pareja, por cierto, de la Varda.
Como se ve, una compañía excelente que acredita a la Wertmüller como una de las
grandes cineastas de su generación. Con buen ojo, logró que el director de fotografía
de 8 ½ , Gianni Di Venanzo, trabajara para ella, algo que no pasará
desapercibido a quienes aprecian la calidad del blanco y negro y advierten cómo
se construye una atmósfera a través de la luz y de la puesta en escena. Ningún
visitante «verá» jamás el pueblo de la Apulia donde se rodó la historia con la
luz que ha conseguido Di Venanzo para esta película. Otra cosa son los encuadres
de la cámara que pertenecen al ámbito de las decisiones de la directora, por
supuesto, y que, en este caso, nos ofrece una suerte de geometría urbana
convertida en coreografía. Los planos cenitales, todos ellos, que cobijan las
anodinas andanzas de personajes sin historia, ni presente ni futura, son toda
una declaración de intenciones por parte de Wertmüller: se mueven, sus
personajes, por un laberinto conocido, familiar, cuya condición no se pierde
cuando los personajes se acercan a la era y se mueven entre las grandes montañas
de paja para aclarar que el llanto de una niña no se debe a los abusos sexuales
acabados de cometer en su persona por un adulto, sino a que otro niño le ha
robado la propina que el adulto le había dado…, algo que solo recibe, como
respuesta, la indiferencia amoral de los tres jóvenes indolentes protagonistas
de la película.
Pocas veces nos
ocurre a los espectadores ser atrapados por una película como lo logra Lina
Wertmüller en su debut, y en mi caso especialmente por el hecho de usar un actor,
Stefano Satta Flores, que me pareció una primera aparición de a quien luego
Wertmüller lanzaría a la fama con su
película Mimí, metalúrgico herido en su honor, Giancarlo Giannini. La
mezcla de narración costumbrista con aires evocadores de gran literatura
memorialística y la realidad miserable de unas vidas ancladas en tiempos muy
distintos de los que se viven en las grandes ciudades es el material que
Wertmüller usa con gran maestría para denunciar una situación social que
genera, per se, la miseria moral. Roma, pues, aparece en la película, a
través de la tía de uno de los protagonistas que vuelve un día para ver a la
familia, como la gran tentación, el mejor de los futuros, el sueño de la huida
de los jóvenes ociosos, sin oficio ni beneficio, dedicados a holgazanear todo
el día, a iniciar pírricas conquistas femeninas y a conformarse con un presente
como el del hijo mayor de una familia a quien el padre ha hecho estudiar
farmacia para casarlo con la horrenda hija del boticario de la localidad, una
de las grandes escenas de una película que las cuenta por decenas.
El prodigio de
Lina Wertmüller ha consistido en captar documentalmente, con estilizadísimas
imágenes de sorprendente y absoluta belleza, la vida toda de una comunidad a
través de unas decenas de personajes que la representan con una fidelidad
total. Es una película coral, en efecto, que nos trae a la memoria el cine de
Berlanga, por ejemplo, pero en las tierras meridionales en las que el estío
retarda la vida casi hasta la cámara lenta, Lina Wertmüller «compone» su
película con un virtuosismo que la acreditan como una esteta del séptimo arte, del
mismo modo que vimos en Cleo de 5 a 7 de Agnès Varda, tan especial para
los amantes de un cine que investiga en los planos el modo de ofrecer una
puesta en escena que, doblemente, nos emocione y nos maraville. Ha de decirse
que el rodaje en Minervino Murge, un pueblecito de la Apulia colgado de la
falda de una montaña, constituye la mejor puesta en escena que pueda
imaginarse. Los planos que le arranca Wertmüller al pueblo, desde todos los
ángulos posibles de la imaginación realizadora, constituyen un festival gozoso
para los espectadores, y, acabada la película, siente uno la necesidad de pasearse
por esos espacios que parecen haber sido creados por el deseo de la autora,
aunque, como dije antes, sea literalmente imposible verlos con la luz envolvente
de Di Venanzo. Por ellos se mueve un pueblo, en una sorprendente coreografía de
miserias y pequeñeces, pero sobresalen tres jóvenes amigos a los que se les va
pasando el arroz, como a las estiradas jóvenes casaderas del pueblo, siempre
dispuestas a no ser pábulo de las maledicencias ajenas, y a las que el acceso
resulta casi imposible. El encuentro de Francesco (Satta) con Luciana (una
inigualable actuación de Flora Carabella en su debut en el cine, quien luego
sería la primera mujer de Mastroianni) en una suerte de juego del ratón y el
gato en las calles del pueblo es uno de esos momentos mágicos de la película,
como lo es, sin duda, el eterno recorrido de la cámara por buena parte de las
casas del pueblo para mostrarnos a todos sus habitantes abatidos por la siesta
de los modos más indecorosos posibles, un prodigio de composición, de
iluminación y con una veracidad documental que, a poco de comenzar la película,
nos convence de lo excelente de lo que queda por venir. Solo dos mujeres velan
en esas horas tórridas: la doctora, como metáfora de la ciencia en permanente
estudio para liberar a la Humanidad del determinismo de la naturaleza, y la joven
y atractiva mujer de un pueblerino que
ya está harta de soportar a su marido y de perder su propia vida a su lado.
La pequeña vida
de los pueblos marcados por la moral
tridentina y la represión sexual exacerbada (¡qué felliniano el encuentro de
dos clientes del burdel evitándose en las inmediaciones del local!) va a
imponerse sobre otros aspectos como la mínima vida «cultural», representada por
un Centro que se inaugura tras haber sido cerrado durante la Segunda Guerra Mundial, y al que solo
asisten hombres, en una escena jocosa que, sin embargo, recuerda aquellas otras
de las asociaciones políticas en la película Las manos sobre la ciudad,
de Francesco Rossi. El tiempo va pasando
y los pequeños incidentes de la vida pueblerina van marcando el desarrollo de
una acción que, como los tres jóvenes deprimidos, da vueltas sobre sí misma sin
tener un objetivo claro. Los merodeos de los jóvenes tienen todo el aire de los
paseos en los patios carcelarios. Son libres, sí; pero, al tiempo, son
prisioneros del más feroz determinismo. Todo ello nos llega, además, a través
del subrayado musical de una banda sonora de Ennio Morricone que parece emanar
de la propia realidad filmada, como si personas y calles no tuvieran otra música
posible. Buena parte del aire fatalista que encarnan los personajes emerge de
esa música triste que acompaña sus mínimos quehaceres. Solo un año después, su
música, a raíz de la banda sonora de Por un puñado de dólares, de Sergio
Leone, acabaría conquistando el mundo entero.
¡Qué capacidad
de evocación tiene la película para un espectador español que se reconoce
ampliamente en esa vida pacata y reprimida! El hecho, además, de que la película
esté rodada en uno de los muchos dialectos del italiano, consigue enclaustrar
aún más a sus habitantes en los límites estrechísimos de su comunidad. La
llegada de los «romanos» al pueblo, con una invitada que, cámara en mano, va filmando
lo que sin duda es para ella un curso completo de antropología, ¡los rostros!,
los espacios, las costumbres…, introduce, de repente, en la monotonía de los
días, una insólita perspectiva que amplía el horizonte de los jóvenes. Uno de
ellos se va con los visitantes a Roma y luego vuelve casi como un héroe que
concita la atención de sus paisanos. Sin embargo, aunque insiste en que al día
siguiente se vuelve a Roma, se queda en el pueblo, como el barbero que vuelve a
él porque su madre le dije que le han echado mal de ojo y que solo puede
evitarlo volviendo junto a ella… De esa secuencia puede proceder el título de
la película, probablemente. Recordemos que el basilisco mataba con la mirada y
con el aliento, y era una criatura polimórfica nacida de un huevo puesto por un
gallo… La capacidad del animal para desertizar todo aquello que cayera bajo su
radio de acción es metáfora, sin duda, de la abulia de una juventud sin
horizonte que ni siquiera en el estudio encuentra una salida que cambie la
inercia tradicional del lugar.
Más allá de lo
antropológico, es evidente la mirada política de Lina Wertmüller a la sociedad
italiana, algo que reafirmará en sus siguientes películas, aunque hubo de
esperar casi 9 años para dirigir la siguiente después de la presente: ¡esos
misterios de la industria que va por libre respeto del gran arte que es capaz
de producir!
La suerte de no
haberla visto se me acabó el otro día, y ahora me cabe envidiar la de quienes aún
no lo han hecho, si bien se trata de una envidia atenuada por el hecho de estar
deseando, ya, volverla a ver de nuevo…
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