lunes, 28 de marzo de 2022

«La ley», de Jules Dassin o lo real atávico…

La crudeza de las pasiones públicas y privadas, el sexo y el poder, en un pequeño pueblo del sur de Italia en la posguerra.

 

Título original: La legge

Año: 1959

Duración: 126 min.

País: Italia

Dirección: Jules Dassin

Guion: Jules Dassin. Novela: Roger Vailland

Música: Roman Vlad

Fotografía: Otello Martelli (B&W)

Reparto: Gina Lollobrigida, Pierre Brasseur, Marcello Mastroianni, Raf Mattioli, Teddy Bilis, Melina Mercouri, Yves Montand, Vittorio Caprioli, Lidia Alfonsi, Gianrico Tedeschi, Bruno Carotenuto, Luisa Rivelli, Paolo Stoppa, Nino Vingelli, Edda Soligo.

 

Jules Dassin tiene thrillers que forman parte de la historia del género y aun del cine, como Rififi, y su obra mantuvo durante mucho tiempo unos niveles de calidad extraordinarios, incluso habiéndose exilado en Europa, donde rodó, en Londres y en París, películas magníficas. En 1960 rodó Nunca en domingo, y, a partir de ahí, ya no volvió a retomar la brillantez que lo había caracterizado. La presente, La ley, es una película extrañísima, al menos la versión que yo he visto en Filmin y que imagino que será la «original», porque se basa en el Premio Goncourt de Roger Vailland, que describe las relaciones de poder y sexuales en un espacio casi claustrofóbico en el que pocas cosas quedan resguardadas del conocimiento público en la intimidad de los hogares.

La acción transcurre en un pequeño pueblo del sur de Italia, al estilo del de la película de Lina Wertmüller, Los basiliscos, y con personajes no muy distintos de esta, porque desde el gran terrateniente, hasta el ingeniero agrónomo destinado para desecar los pantanos y evitar la malaria, pasando por el mafioso local, Brigante, un inspiradísimo papel de Yves Montand, la nómina toda de los personajes nos enfrenta a una realidad muy anclada en el pasado y con interrelaciones personales que se guían por códigos no solo antiguos, sino, además, abstrusos para quien no forme parte de esas tradiciones, algunas de ellas bárbaras, como el juego de La ley (la passatella, en italiano), que convierte la humillación y el dominio sobre los demás en una fuente de problemas sociales.

Dada la abundancia de actores italianos, el protagonismo de la Lollobrigida y de Mastroianni hubiera debido exigir que, a pesar de la novela en la que se basa, la película hubiera optado por el italiano como lengua principal; pero no: todos los actores, incluso los desocupados que abarrotan el banco corrido de piedra de la plaza principal a la espera de que don Cesare elija a uno u otro para trabajar algunos días o los niños que cantan canciones irónicas contra el mafioso local se expresan en los diferentes niveles de la lengua francesa.

A mí, la verdad sea dicha, ver a la pareja a la que he hecho referencia representar a dos personajes italianos que hablan exclusivamente en francés en un pequeño pueblo del sur de Italia me deja absolutamente anonadado y me saca de la trama con una facilidad asombrosa. Una vez aceptada la convención —no en balde ha visto uno mil disparates incongruentes de ese tipo a lo largo de su vida de espectador—, está claro que Dassin tiene los recursos necesarios para captar a los espectadores e interesarlos por esas relaciones entre bárbaras y primitivas que, en un alarde de sofisticación grosera, valga el oxímoron, nos retrata los mecanismos del poder y del deseo en ese ambiente degradado y, aparentemente, sin esperanza. La exhibición sensual de la Lollobrigida, objeto de deseo de los tres protagonistas principales, el ingeniero, Don Cesare y Brigante, nos lleva de la mano a situaciones «al límite», de las que ella sale siempre victoriosa, a pesar de que el robo a un turista suizo amenaza con llevarla ante el juez de la localidad, la esposa del cual está enamorada del hijo de Brigante, un pescador y guitarrista que se debate entre la obediencia al padre, que quiere hacer de él un abogado, y su deseo de libertad. Esa historia es, quizás, con una espléndida, seductora y elegantísima Melina Mercouri, de lo mejor de la película, porque abraza no solo la esperanza del amor de un joven impetuoso, sino el desengaño de un matrimonio en el que la propia protagonista ignora cómo acabó, dado el abismo de frialdad que lo separa de su esposo. El intento de fuga conjunta en el autobús, con todos los ingredientes del neorrealismo, es uno de los excelentes momentos de la película, como también lo son el desarrollo del juego en el que se humilla al fiel sirviente de Don Cesare, quien ocupó el lugar de padre de las hijas que le hizo a una sirvienta, que heredaron, a capricho del padrone, el lugar de la madre, dos de ellas, porque Marietta siempre ha esquivado esa «llamada», a pesar de sentir por él no poco afecto. La turbulenta relación de la madre y las hermanas con Marietta, para que todas ellas puedan beneficiarse de la generosidad de Don Cesare, llega a extremos de violencia que no dejan de sorprender, por la sentina moral desde la que nacen.

La ley, aunque los núcleos de acción nos permiten conocer el tipo de sociedad que describe, y los caracteres principales del pueblo, presenta una cierta indefinición, ¡acaso la de la propia realidad!, en cuanto al género por el que se decanta, porque el tono ligero de comedia con el que se siguen los pasos de Marietta contrasta con la tragedia que preside otras partes de la película o la desfiguración facial metafórica como se resuelve el asedio de Brigante a la moza lozana, escenario, por otro lado, de sus amores con el ingenuo ingeniero en un papel «clásico» de Mastroianni en la cinematografía italiana.

La película, rodada en escenarios naturales a los que Dassin les saca un excelente partido, la imagen de las ovejas en la playa es muy poderosa, así como el espacio del caserón del terrateniente, con gallinas sueltas por la casa, como si se borrasen los límites entre civilización y naturaleza, y, en ese ambiente de degradación, emerge todopoderosa la figura del «humillado» En el juego de la ley, Tonio, el criado de don Cesare, que también desea hasta la locura a Marietta. He de confesar que buena parte de la película, al comienzo, me despistó, porque no sabía bien bien cuál era el sentido de la misma, pero a medida que se va perfilando el eje central de la misma en torno al codiciado objeto de deseo para todos los demás personajes que es Marietta, todas las piezas van encajando y la película deja de ser una aproximación festiva al sur italiano para convertirse en un notable discurso sobre la naturaleza humana y sus estrategias de poder y sumisión. Y he de confesar que el blanco y negro, aun mostrándonos tan bellos paisajes naturales, refuerza ese discurso con la solvencia fantástica de quien ya había  fotografiado Stromboli, de Rossellini y, tras esta, hará lo propio con La dolce vita, de Fellini.

En suma, una película extraña, lingüísticamente, pero muy próxima a dos corrientes del cine italiano, la comedia bufa y el neorrealismo, extraña y felizmente unidas en esta película de múltiples narraciones intensas, divertidas y aun terribles, como la propia vida.

        

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