Una adaptación con escasos medios de un capítulo épico de la lucha por la independencia irlandesa visto desde el lado de las perdedoras…
Título original: The Plough and the Stars
Año: 1936
Duración: 72 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Dudley Nichols. Obra: Sean
O'Casey
Música: Roy Webb
Fotografía: Joseph H. August
(B&W)
Reparto: Barbara Stanwyck, Preston Foster, Barry Fitzgerald, Denis
O'Dea, Eileen Crowe, Una O'Connor, Arthur Shields, F.J. McCormick, Moroni
Olsen, Bonita Granville, Brandon Hurst, Erin O'Brien-Moore, J.M. Kerrigan, Neil
Fitzgerald, Robert Homans.
Si John Ford pasa por ser uno de
los creadores del nacionalismo usamericano, no es menos cierto que sus simpatías
por el nacionalismo irlandés y las muchas películas que dedicó a la tierra de
sus ancestros lo acreditan como uno de los principales defensores de la épica
lucha de liberación contra el agresivo y violento dominio inglés de la isla
verde, que databa desde el siglo XVI. La película fue rodada en estudio en
Usamérica, lo cual empobrece necesariamente la evocación del Dublín que acabo
de visitar y en cuyo antiguo edificio de Correos de la actual calle O’Connell aún
perviven los impactos de los disparos de los ingleses para recuperar el
edificio tomado por los rebeldes. Hecha esa salvedad de una producción que nos
describe un Dublín de interiores con muy escasos exteriores, la historia se
centra en la obligada separación de un feliz matrimonio en el que la esposa
quiere apartar a su marido del delirio de la rebelión armada contra los británicos
y él se avergüenza, por su parte, de que
su esposa le pida semejante renuncia, dado el sacrificio supremo que todo
irlandés ha de hacer por su patria.
Planteada en
esos términos, la película acaba siendo, propiamente, un alegato antibelicista,
porque sobre el compromiso político del marido se alza, imponente, la figura de
la esposa a quien se le prometió una vida compartida, un destino común que el
compromiso del esposo rompe en mil pedazos. En un papel diferente de su
registro habitual, Barbara Stanwyck encarna esa suerte de viudez en vida que
supone ser preterida por los delirios políticos y bélicos de un marido a quien
ama con una intensidad no correspondida, porque el dios de la política es
superior al dios del amor, y la «necesidad» suprema de convertir Irlanda en una
nación libre del invasor británico no admite competencia alguna, ni la del apasionado
amor de la esposa. A lo largo de la historia narrada, no son pocas las escenas
en las que los emisarios de la Resistencia literalmente «arrancan» al marido de
los brazos de la mujer.
No solo es una
película política, por supuesto, porque las escenas de pub en las que
aparece Barry Fitzgerald, uno de los actores fetiche de Ford, tienen una impronta de comedia costumbrista
que nos permiten captar en su plena esencia el irlandesismo del país y del
propio director. Recordemos que la sociedad irlandesa estaba muy dividida entre
los defensores de su vínculo privilegiado con el Reino Unido y los defensores
de la independencia. Recordemos también, porque así se hace en la película, que
el alzamiento republicano descrito en ella se produce en pleno desarrollo de la
Primera Guerra Mundial, en la que no menos de 20.000 irlandeses se habían
alistado en las fuerzas armadas británicas. Ítem más, después de la Gran
Guerra, y ante la persistencia de esa división en el seno de la sociedad
irlandesa, se produjo una guerra civil irlandesa cuyas secuelas, a pesar de su
independencia de facto, aún siguen vivas.
A mi Conjunta y
a mí nos ha interesado especialmente la película porque en nuestra reciente
visita a Dublín visitamos la cárcel de Kilmainham y allí nos fue explicada buena
parte de los acontecimientos que acabamos de ver en la película de Ford, el
fusilamiento en la silla de ruedas de James Connolly incluido. Aunque bien
puede considerarse una revuelta romántica, y no muy bien vista por los propios
irlandeses en el contexto histórico de la Primera Guerra Mundial, y en este
caso por la protagonista, que acaba la película convencida de que todo ese
derramamiento de sangre entusiasta no ha servido para nada, salvo para añadir
dolor a las mujeres a las que han destrozado su vida, está fuera de toda duda
que la represión inglesa contra sus dirigentes acentuó muy poderosamente la
convicción de muchos irlandeses de que habían de luchar contra el invasor para
conseguir una república irlandesa independiente, lo que, de hecho, acabaron
consiguiendo, no sin que mediara una guerra civil de triste recuerdo, y de la
que Ford extrajo una película que ha de considerarse no solo una obra maestra,
sino uno de las mejores películas de la historia del cine: El delator (The
Informer).
La mezcla de
cine costumbrista, cine histórico y melodrama solo le puede salir bien a John
Ford, de eso estoy plenamente convencido, porque en sus películas, pertenezcan
al género que pertenezcan, tanto el sentido del humor como las relaciones
amorosas no solo tienen cabida, sino que interactúan con los otros elementos de
la trama de un modo innovador y magnífico. Dije al principio que se trataba de
una producción modesta rodada en estudio, y aunque eso le quita
espectacularidad histórica a la película, acentúa la perspectiva íntima de los
hechos, y ahí el virtuosismo de Joseph H. Lewis, quien se lució en la película expresionista
que es, «a todas semiluces», El delator, se apodera de la película para
llegar de forma muy expresiva a los espectadores, porque la fotografía de la
película destaca sobremanera el patetismo de algunos personajes, especialmente el
de la esposa preterida. La producción de la película nos habla de una
colaboración de Ford con una de las instituciones dublinesas, el Abbey
Theater, cuyos actores forman parte del elenco. Así mismo, la obra teatral que
sirve de base a la película es de Sean O’Casey, el autor irlandés no demasiado
bien visto por los propios irlandeses, cuyos defectos subió a las tablas del
teatro, y de quien Ford filmó durante
tres semanas, hasta que enfermó y cedió la silla de director a Jack Cardiff,
con pulso algo vacilante, su biografía: Un soñador rebelde.
La osa mayor
y las estrellas [en Irlanda e Inglaterra a la Osa Mayor la llaman «el arado»,
The plough, que figura en el título original] nos adentra, así pues, en
el mundo irlandés de Ford, una aventura cinematográfica que lo define tanto o
más que los propios westerns que le han dado fama imperecedera. El amor
de Ford por la tierra de sus antepasados es un ejercicio de devoción singular,
pero no exento del sentido crítico que le permite, usualmente a través del humor,
contemplar de forma ecuánime a sus compatriotas sentimentales. Me callo, como
es comprensible, el espectacular final de la película, porque ahí Ford sí que
derrocha ingenio cinematográfico y una intensidad social e histórica que elevan
la película al lugar que le corresponde en su extensa filmografía. Quedan invitados…
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