viernes, 25 de marzo de 2022

«La golfa», de Jean Renoir, o la pusilanimidad desquitada.

 

Estudio de un carácter atrapado en los márgenes sórdidos de la pasión.

 

Título original: La Chienne

Año: 1931

Duración: 91 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Renoir

Guion: Jean Renoir, André Girard. Novela: Georges de La Fouchardière

Fotografía: Theodor Sparkuhl (B&W)

Reparto: Michel Simon, Janie Marèse, Georges Flamant, Roger Gaillard, Romain Bouquet, Pierre Desty, Mlle Doryans, Lucien Mancini, Jane Pierson, Chistian Argentin, Max Dalban.

 

         La golfa es el primer sonoro de Renoir y aparece un año después de uno de los títulos míticos del cine, El ángel azul, de Von Sternberg y catorce antes del remake dirigido nada menos que por Fritz Lang, Perversidad. Tres actores de primerísimo nivel encarnan a los protagonistas de una misma tipología: la pusilanimidad del apocado que, llegado el momento, es capaz, en un arrebato, de llegar a donde nunca imaginó que podría llegar. La película de Renoir tiene una historia diferente de la de Sternberg, y de ahí que la comparación entre ellas permita distinguir que ambas se muevan en ambientes distintos y tengan objetivos artísticos diferentes, al margen del «estudio» del carácter central de la historia, un profesor en el primer caso, un humilde cajero de empresa y pintor aficionado, en el segundo.

         Lo primero que llama la atención de la obra de Renoir es la presentación del triángulo amoroso protagonista, porque se hace en un teatrillo de títeres en el que se recortan las imágenes, con el satírico comentario de una voz en off, de los componentes del triángulo que, como remarca esa misma voz, no construyen ni una comedia ni un drama, sino… la vida misma.  Michel Simon, el cajero, encarna a la perfección su personaje, y no digamos la remilgada prostituta que lo embauca, Janie Marèse o el impecable proxeneta que la domina, un Georges Flamant que, aun francés de los parises, tiene todo el gesto de los chulos de los madriles, ¡tan universal es la perversión! A título anecdótico, un crítico de Filmaffinity recuerda que, dos semanas después de acabada la película, Flamant perdió el control del coche en que viajaba con Janie Marèse y está murió en el accidente.

         Hay, en la película de Renoir una tendencia al realismo crudo que se acentuará, cuatro años más tarde, en Toni, ya criticada en este Ojo, lo que lo convierte, a las pruebas me remito, en un antecedente del neorrealismo italiano. El modo como describe Renoir la humillante vida del resignado cajero, quien solo halla una compensación a su triste vida, metido como está en un matrimonio en el que su gruñona y nada agraciada mujer no cesa de echar de menos a su primer marido, en la práctica de la pintura, contrasta, en su tímida aventura nocturna con los colegas del trabajo, con el encuentro, en plena noche, con la prostituta a quien su chulo está golpeando. Su bondad intrínseca lo lleva a poner un taxi a disposición de la mujer, quien primero deja al chulo borracho en su alojamiento y después es llevada a su casa por el protagonista, a quien no deja acercarse a su domicilio «por el qué dirán», si la ven llegar tan tarde con un hombre, improvisada estrategia con la que comienza a tejer una red en la que acabará atrapando al incauto, estando ella dispuesta a sacarle tanto dinero cuanto pueda, como sucede realmente.

         La historia es tan conocida, más por la película de Lang que por esta, que no merece la pena seguir describiendo un proceso de humillación del cajero que llega a su punto culminante cuando descubre al chulo en la cama con ella en la casa que él sufraga. La actuación entre ritual y paródica de Flamant  y  Marèse supone una incursión en la tragicomedia, a juzgar por cómo ella se protege de los golpes de por quien está dispuesta a dejarse matar por ellos. Ello choca, evidentemente, con el abuso y humillación del viejo cajero que le mendiga una limosna de afecto que ella no está dispuesta a concederle, y de ahí el trágico final a manos del cajero, quien se escabulle de la escena del crimen sin que sea advertida su presencia, como sí lo fue la del conchabado rival con la prostituta. La escena de la animación callejera durante la que sucede la tragedia es una suerte de continuación de la técnica del claroscuro expresionista que nos ha mostrado de forma incisiva el drama del protagonista, de cuyas pinturas se aprovechan los dos rufianes, porque, a sus espaldas, y por esos azares del arte, los cuadros del cajero están teniendo un gran éxito entre los aficionados. La actuación de Flamant, muy ajustada a la realidad, y con una estudiada composición de la gesticulación, triunfa sobre la algo más tosca de un actorazo como Dan Duryea en Perversidad.

         El epílogo de la historia, que nos muestra al cajero arruinado, una vez que se constató el desfalco que había cometido en la empresa para mantener el lujoso tren de vida de la amante que lo despreciaba, razón por la que fue despedido sin contemplaciones, nos devuelve, en cierto modo, al escenario de los títeres, porque se acentúa el lado grotesco del personaje. Y hay una escena en que Lang quiso apartarse de la excelentísima de Renoir, aunque no consiguió captar la profundidad del original. Cuando el personaje, hecho un pobre vagabundo, pasa por delante de una sala de exposiciones, sacan un cuadro que apoyan en el asiento del atrás de un coche descubierto, y ese cuadro no es otro que su propio autorretrato que ve alejarse de él a medida que el coche se aleja, como marcando la distancia entre la plenitud y la carencia, entre quien fue y quien es o no es, porque la miseria es poco menos que el lugar del no ser. En la película de Lang el cuadro que sacan de la galería de arte es el de la prostituta, que, mirando de frente como mira, parece interpelar al vagabundo que la pintó y que observa cómo la introducen en el coche de la compradora. Psicológicamente me parece mucho más fiel la versión del autorretrato, la verdad, porque culmina el retrato fílmico del estudio del  carácter de un pobre hombre capaz de la excelencia y de un atrevimiento en las antípodas de su manera de conducirse en la vida. De hecho, cuando sigue el juicio contra el proxeneta y escucha la sentencia a muerte, casi cae desmayado.

         No se trata de que segundas partes nunca sean buenas, sino de que el impulso realista de Renoir, aun matizado por lo que en literatura se llama la cornice del relato, en este caso, el teatro de títeres de cachiporra, ahonda con mayor profundidad en el retrato del carácter que da pie a la historia, todo ello en una ambientación popular que contribuye a ese realismo integral de la película. Tanto Jannings, como Robinson como Simon son actores de otra galaxia, pero Michele Simon compite con los otros dos con la ventaja de una encarnación magistral del tipo que se representa en la historia.

         Recomienda vivamente a los espectadores que no se dejen convencer por el buen recuerdo que tengan de Perversidad y se adentren en esta versión impecabilísima de la novela de Georges de La Fouchardière, autor de quien también Jacques Torneur llevó una obra al cine, Las hijas de la portera, que quizás haya de rescatar…

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