miércoles, 25 de mayo de 2022

«Swallow», de Carlo Mirabella-Davis y «La aspirante», de Lauren Hadaway, nuevas miradas.


Título original: Swallow

Año: 2019

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Carlo Mirabella-Davis

Guion: Carlo Mirabella-Davis

Música: Nathan Halpern

Fotografía: Katelin Arizmendi

Reparto: Haley Bennett, Austin Stowell, Denis O'Hare, Elizabeth Marvel, David Rasche, Lauren Vélez, Zabryna Guevara, Laith Nakli, Babak Tafti, Nicole Kang, Olivia Perez, Kristi Kirk, Alyssa Bresnahan, Maya Days, Elise Santora, Myra Lucretia Taylor.

 






Título original:  The Novice

Año: 2021

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Lauren Hadaway

Guion: Lauren Hadaway

Música: Alex Weston

Fotografía: Todd Martin

Reparto: Isabelle Fuhrman, Jeni Ross, Amy Forsyth, Kate Drummond, Jonathan Cherry, Nikki Duval, Charlotte Ubben, Robert Ifedi, Dilone, Eve Kanyo, Al Bernstein, David Guthrie, Sage Irvine, Chantelle Bishop.

 

   En los límites de lo patológico, conductas llevadas al extremo: dos miradas sombrías a la perturbación íntima.


   He aquí dos muestras de cine muy reciente y, sin embargo, bastante antiguo, en cierta manera, porque me temo que los espectadores estamos algo más que cansados del protagonismo de los casos de trastornos psicológicos, construidos para el lucimiento de actores y actrices que dan el do de pecho para convencernos del extremo sufrimiento que han de afrontar en sus vidas y cómo el espíritu de superación o la complacencia en la derrota nos hacen padecer durante la hora y media correspondiente -si son bondadosos los directores, claro-, antes de relajarnos en la butaca, tragar saliva y volver a nuestras apagadas vidas «de andar por casa», absolutamente insignificantes sin esos grandes traumas que parecen dar sentido a las historias que se nos cuentan,

         Lo primero que se ha de mencionar es que la calidad técnica de las películas, por lo que hace a los encuadres, a la puesta en escena y al uso del color, tiene un nivel altísimo, y ambos directores consiguen planos verdaderamente fabulosos, especialmente en el caso de Swallow, y ello porque la historia se recrea en el caso de una mujer-florero concebida como descanso del guerrero y como reproductora de la saga familiar que ha de continuar la obra de los abuelos y del padre. En ese espacio privilegiado de una casa aislada en la naturaleza, en la que se consiguen planos tan espectaculares como el de la fusión de la terraza con el entorno, en el que la protagonista aparece como suspendida, levitando, idealizada…, se suceden encuadres magníficos y bellísimos que contrastarán con la insatisfacción de la mujer, a quien los padres de él  —¡el gran partido!— ignoran por completo y humillan con desprecio. Todo ello, poco a poco,  irá llevando a la insatisfecha ama de casa, quien se esmera en la cocina para sorprender a su marido, a caer en un vicio que, iniciado como súbita tentación: tragarse objetos que, una vez recorrido el viaje orgánico, serán rescatados de las heces para ser coleccionados. Como cualquier adicción, también en esta se va subiendo por la escalera de los grados, no solo en volumen, sino también en peligrosidad, lo que amenaza seriamente la vida de la protagonista. ¿Cómo puede complicarse argumentalmente esa adicción para seguir manteniendo la atención de los espectadores? En efecto. Ella queda embarazada y, a partir de ese momento, padeceremos ya doblemente. En cuanto el «heredero» entra en juego, el hijo y los suegros urden los planes correspondientes para asegurarse de que el embarazo llegará a buen puerto, independientemente de lo que haya de ser, después, de la gestante, a quien solo le espera el destino del portazo en las narices y alá te pudras en el infierno, o algo así.

         El secuestro de la nuera, con personal especializado, y la compasión de ese personaje jugará un papel destacado en la película, no evita, está claro, que la protagonista continúe ingiriendo objetos y poniéndose en doble riesgo, aunque ahora ya plenamente deliberado, porque los espectadores estamos convencidos de que esa mujer necesita abortar para poder liberarse del marido y de los suegros. Y, aparentemente, por ese camino debería discurrir la historia, pero no diré yo nada al respecto de cómo evoluciona, porque forma parte del secreto del sumario y quienes quieran pasar por el extraño placer de contemplar una suerte de disección, no solo de la hipocresía de la familia en la que tiene la desgracia de haber caído tras una boda supuestamente liberadora, porque ella no era sino una modesta empleada que logró cautivar al hombre de negocios que, desde entonces, la trató como a una reina, hasta que se inició en la adicción de tragarse cosas, sino de una psicología perturbada cuyo trauma fundacional no se conocerá hasta el desenlace.

         En la teoría gestáltica se habla de las «introyecciones» para referirse a todos esos elementos de la realidad que hacemos nuestros, sin asimilarlos, «tragándonoslos» enteritos y sin masticar, lo que nos provoca un potente malestar del que hemos de acabar liberándonos. Algo parecido le sucede a la protagonista: toda su vida vacía y decorativa no deja de ser como cualesquiera objetos que traga compulsivamente sin saber por qué, hasta que, al final, logra esclarecer el origen de su insatisfacción, más allá de su vida adulta, porque hay un buen número de trastornos que, siguiendo a Freud, se forman en nuestra temprana infancia. La interpretación de la protagonista es impecable y contribuye a optar por mantenernos «atentos a la pantalla», como aquel cartelito que en los inicios de la televisión nos invitaba a seguir atentos cuando se producían cortes de suministro. No voy a negar que la película tiene muchos atractivos, y que contribuye mucho a hacerla digerible la interpretación y el partido que el director le saca a la puesta en escena.

         La aspirante —si hubiera tenido que pasar la censura del Ministerio de Igualdad, ¡todo se andará!, la hubiesen titulado La aspiranta…— es una obra autobiográfica, porque la directora se inspira en su propio recorrido biográfico para contarnos esta historia obsesiva de superación a través de un personaje dominado neuróticamente por el afán de perfección, la envidia, los celos y una absoluta capacidad de sufrimiento que raya en el masoquismo. La directora formó parte del equipo de rodaje de Whiplash, de Damien Chazelle, y a fe que tomó buena nota de esa historia para, ahora, dirigir la suya, porque hay algo de esa mentalidad obsesiva y enfermiza por la superación en ambas historias. Mientras que en la de Chazelle todo giraba alrededor de la música, en esta la directora ha escogido un submundo universitario, el del remo, un deporte durísimo, de equipo y alejado de los focos del estrellato del que están más cerca otros como el fútbol americano o el baloncesto, en esas universidades.

         Hay dos planos en la película que se complementan extraordinariamente: por un lado, la dureza del deporte y la exigencia que raya en algo más que el sacrificio personal para estar a la altura de la competición y de la competitividad por ocupar un puesto en la tripulación; por otro lado, el retrato de la compleja, de la ardua psicología de la protagonista, diríase que nacida para el enfrentamiento, el sufrimiento y para la competición en cualquier ámbito de la vida, sea el deportivo, sea el académico, porque el talante obsesivo se extiende a todas sus actividades. Con todo, el espectador acaba recibiendo dos dosis de «lo mismo», y, a fuer de sincero, debo decir que el exceso acaba pasándole factura a la historia, independientemente, ya digo, de las tomas, sobre todo las aéreas, de la navegación de las embarcaciones o de la dureza de los entrenamientos. Una historia de amor lésbico con una de las profesoras, aunque en ningún momento se dé a entender que se transgrede ningún código ético, sirve de contrapeso a esa obsesión de la remera, quien no piensa más que en el objetivo para el que trabaja de un modo que va más allá de lo racional, sin duda.

         Habiendo practicado durante un tiempo en mi juventud el piragüismo, estoy dispuesto a reconocer la belleza intrínseca de un deporte que exige tanta fuerza como destreza, pero la película se centra excesivamente en la protagonista, quien, trasunto de la directora, acapara de una manera excesiva el metraje, sin contrapeso alguno que permita distanciarnos algo del enfermizo talante obsesivo de la aspirante. El desagrado que provoca en quien ve la película es inevitable. Poco margen hay para que podamos simpatizar con ella, ¡y menos aún empatizar!, dada esa tensión neurótica que la domina. Por decirlo short and sweet: el problema es que ni ella se soporta a sí misma, y por ahí es por donde cojea la historia hasta el punto, incluso, de aburrir. Se tensa demasiado la cuerda y todos sabemos lo ingrato que resulta meterse en la piel de alguien profundamente alterado por un trastorno obsesivo compulsivo que no te deja ni respirar…

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