jueves, 26 de mayo de 2022

«Solo los ángeles tienen alas», de Howard Hawks o el clasicismo.

 

La amistad, el amor y la aventura en un clásico eterno. 

Título original: Only Angels Have Wings

Año: 1939

Duración: 121 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Howard Hawks

Guion: Jules Furthman

Música: Dimitri Tiomkin

Fotografía: Joseph Walker (B&W)

 Reparto: Cary Grant, Jean Arthur, Rita Hayworth, Thomas Mitchell, Richard Barthelmess, Victor Kilian, Allyn Joslyn, Sig Ruman, Noah Beery Jr., John Carroll, Pat Flaherty, Pedro Regas, Don 'Red' Barry, Lucio Villegas, Pat West, Cecilia Callejo.

 

         Si la mejor definición de clásico es la que nos advierte de que la obra en cuestión puede ser admirada innumerables veces, qué duda cabe de que a esta película le viene como anillo al dedo, porque el tiempo solo pasa por ella para potenciarla cada vez más, a pesar de que, contemplada desde los ojos del feminismo matón o la cancelación inquisitorial, solo las llamas de la pira deberían acogerla.

         Fueron muchas las películas de «aventuras» que se rodaron para satisfacer el gusto por lo exótico de unos espectadores ávidos de paisajes y penalidades, de amores contrariados, de amistades legendarias y de heroicidades sin mayor recompensa que el deber cumplido: de todo ello algo hay en esta película en la que unos pilotos, en auténticos «viejos cacharros», sirven de correo aéreo en un país sudamericano en el que la meteorología ultracambiante se convierte en un personaje más de la trama. Añadamos a ello la moza sin rumbo que hace escala en su travesía hacia no sabe dónde, una brillante Jean Arthur que saca a su innata comicidad un partido que conjuga a la perfección con la necesidad casi dramática de amar y de ser amada, algo que cree encontrar en el encargado del servicio aéreo, un Cary Grant con casi veinte películas a sus espaldas y en el apogeo de sus nunca marchitados encantos, con idéntica comicidad que la Arthur y un repertorio dramático de primera magnitud en su papel de jefe de un escuadrón de pilotos en el que hay sus más y sus menos, y, por supuesto, la actuación estelar, ¡una más!, del inmenso secundario que fue Thomas Mitchell, un lujo de la pantalla.

         Entretenido en destacar esos méritos interpretativos, voluntariamente he dejado en un segundo plano la aparición de Rita Hayworth, lejos aún de su futuro papel deslumbrante en Gilda, de Charles Vidor, no ya porque no tuviera el magnetismo que la hizo célebre, sino porque en el papel de examante de Grant, ahora casada con un piloto que causó la muerte del segundo de Grant, Thomas Mitchell, el guion opta por destacar otros conflictos que el de la imposible conquista del indómito Grant, casado con un oficio incompatible con los temores de sus amantes, una línea argumental que recorrerá Jean Arthur con tanta delicadeza como estupendo sentido del humor, lo que engrandece la película, a pesar del poco espesor de su personaje, el único que se aparta de las fuertes personalidades que entran en conflicto en la historia.

         Está claro que, en 1939, los efectos especiales aún no habían alcanzado la magnífica cota actual —de hecho, hay ya películas, por lo general aburridísimas, en las que esos efectos especiales son más importantes que la historia o los intérpretes…—, pero hay algo de «magia» en ellos, capaz de seguir impresionándonos como cuando vimos estas películas por primera vez, y como debieron impresionar en las fechas de sus estrenos. Detrás está, y eso es lo importante, la lucha heroica del hombre y la máquina frente a «los elementos», en un ambiente tropical, además, que confiere a la película el más genuino sabor de aventura que puede imaginarse. No voy a negar, porque sería absurdo, el sesgo «colonial» de este tipo de películas, en las que los extranjeros son los únicos capaces de sacar adelante un negocio arriesgado como el del correo aéreo por rutas entre montañas por sobre cuyas cimas ni siquiera los viejos aviones de que disponen los pilotos pueden volar, salvo en una ocasión en la que lo hacen a título de prueba y con enorme riesgo para los tripulantes.

         La densidad de las emociones en juego, ciertos valores varoniles y la habilidad del guion para ir pasando de unas situaciones a otras, confieren a la película un ritmo narrativo muy peculiar. Casi podríamos decir que estamos ante una película de acción, en la que un disparo accidental tiene un valor determinante, porque cambia, súbitamente, el discurrir de la acción, dejando de lado las expectativas creadas y poniendo en primer plano toda la majestuosidad del azar aliado con el valor y no poca intrepidez, pero eso es mejor que lo vean quienes aún tienen la suerte de no haber visto esta excelente película, una exhibición cinematográfica en las antípodas de las cansinas películas de superhéroes que estragan el gusto en las salas de medio mundo, si no en todo él. A esa vertiente ha de añadirse, por supuesto, la atmósfera casi «agobiante» que se respira en el hotel y bar donde transcurre la mayor parte de la acción, en un clima lluvioso y de asfixiante e incómoda humedad, que acerca a los personajes de tal manera que se respira el contacto físico entre ellos, lo que implica, por supuesto, que todo se viva con una intensidad extraordinaria: el desamor, la esperanza en el futuro, la incertidumbre, la pasión y, por descontado, la profesión y los asuntos pendientes.

         Por poner un ejemplo cercano y distante al tiempo, disfrutarán con esta película los que lo hicieron con El salario del miedo, de H-G Clouzot, de quien no hace mucho critiqué en este Ojo su estupenda En legítima defensa.

 

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