La amistad, el amor y la aventura en un clásico eterno.
Título original: Only Angels Have Wings
Año: 1939
Duración: 121 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Howard Hawks
Guion: Jules Furthman
Música: Dimitri Tiomkin
Fotografía: Joseph Walker
(B&W)
Reparto: Cary Grant, Jean Arthur, Rita Hayworth,
Thomas Mitchell, Richard Barthelmess, Victor Kilian, Allyn Joslyn, Sig Ruman,
Noah Beery Jr., John Carroll, Pat Flaherty, Pedro Regas, Don 'Red' Barry, Lucio
Villegas, Pat West, Cecilia Callejo.
Si la mejor definición de clásico
es la que nos advierte de que la obra en cuestión puede ser admirada
innumerables veces, qué duda cabe de que a esta película le viene como anillo
al dedo, porque el tiempo solo pasa por ella para potenciarla cada vez más, a
pesar de que, contemplada desde los ojos del feminismo matón o la cancelación
inquisitorial, solo las llamas de la pira deberían acogerla.
Fueron muchas
las películas de «aventuras» que se rodaron para satisfacer el gusto por lo
exótico de unos espectadores ávidos de paisajes y penalidades, de amores
contrariados, de amistades legendarias y de heroicidades sin mayor recompensa
que el deber cumplido: de todo ello algo hay en esta película en la que unos
pilotos, en auténticos «viejos cacharros», sirven de correo aéreo en un país
sudamericano en el que la meteorología ultracambiante se convierte en un
personaje más de la trama. Añadamos a ello la moza sin rumbo que hace escala en
su travesía hacia no sabe dónde, una brillante Jean Arthur que saca a su innata comicidad
un partido que conjuga a la perfección con la necesidad casi dramática de amar y de ser amada,
algo que cree encontrar en el encargado del servicio aéreo, un Cary Grant con
casi veinte películas a sus espaldas y en el apogeo de sus nunca marchitados
encantos, con idéntica comicidad que la Arthur y un repertorio dramático de primera
magnitud en su papel de jefe de un escuadrón de pilotos en el que hay sus más y
sus menos, y, por supuesto, la actuación estelar, ¡una más!, del inmenso
secundario que fue Thomas Mitchell, un lujo de la pantalla.
Entretenido en
destacar esos méritos interpretativos, voluntariamente he dejado en un segundo
plano la aparición de Rita Hayworth, lejos aún de su futuro papel deslumbrante
en Gilda, de Charles Vidor, no ya porque no tuviera el magnetismo que la
hizo célebre, sino porque en el papel de examante de Grant, ahora casada con un
piloto que causó la muerte del segundo de Grant, Thomas Mitchell, el guion opta
por destacar otros conflictos que el de la imposible conquista del indómito
Grant, casado con un oficio incompatible con los temores de sus amantes, una
línea argumental que recorrerá Jean Arthur con tanta delicadeza como estupendo
sentido del humor, lo que engrandece la película, a pesar del poco espesor de
su personaje, el único que se aparta de las fuertes personalidades que entran
en conflicto en la historia.
Está claro que,
en 1939, los efectos especiales aún no habían alcanzado la magnífica cota
actual —de hecho, hay ya películas, por lo general aburridísimas, en las que
esos efectos especiales son más importantes que la historia o los intérpretes…—,
pero hay algo de «magia» en ellos, capaz de seguir impresionándonos como cuando
vimos estas películas por primera vez, y como debieron impresionar en las
fechas de sus estrenos. Detrás está, y eso es lo importante, la lucha heroica
del hombre y la máquina frente a «los elementos», en un ambiente tropical,
además, que confiere a la película el más genuino sabor de aventura que puede
imaginarse. No voy a negar, porque sería absurdo, el sesgo «colonial» de este
tipo de películas, en las que los extranjeros son los únicos capaces de sacar
adelante un negocio arriesgado como el del correo aéreo por rutas entre
montañas por sobre cuyas cimas ni siquiera los viejos aviones de que disponen
los pilotos pueden volar, salvo en una ocasión en la que lo hacen a título de
prueba y con enorme riesgo para los tripulantes.
La densidad de
las emociones en juego, ciertos valores varoniles y la habilidad del guion para
ir pasando de unas situaciones a otras, confieren a la película un ritmo
narrativo muy peculiar. Casi podríamos decir que estamos ante una película de
acción, en la que un disparo accidental tiene un valor determinante, porque
cambia, súbitamente, el discurrir de la acción, dejando de lado las
expectativas creadas y poniendo en primer plano toda la majestuosidad del azar aliado
con el valor y no poca intrepidez, pero eso es mejor que lo vean quienes aún
tienen la suerte de no haber visto esta excelente película, una exhibición
cinematográfica en las antípodas de las cansinas películas de superhéroes que
estragan el gusto en las salas de medio mundo, si no en todo él. A esa
vertiente ha de añadirse, por supuesto, la atmósfera casi «agobiante» que se
respira en el hotel y bar donde transcurre la mayor parte de la acción, en un clima
lluvioso y de asfixiante e incómoda humedad, que acerca a los personajes de tal
manera que se respira el contacto físico entre ellos, lo que implica, por
supuesto, que todo se viva con una intensidad extraordinaria: el desamor, la
esperanza en el futuro, la incertidumbre, la pasión y, por descontado, la
profesión y los asuntos pendientes.
Por poner un
ejemplo cercano y distante al tiempo, disfrutarán con esta película los que lo
hicieron con El salario del miedo, de H-G Clouzot, de quien no hace
mucho critiqué en este Ojo su estupenda En legítima defensa.
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