domingo, 15 de mayo de 2022

«Los canallas duermen en paz», de Akira Kurosawa o el canon.

 

Un intenso thriller sobre la corrupción y la venganza en el Japón postbélico.

 

Título original: Warui yatsu hodo yoku nemuru (The Bad Sleep Well)

Año: 1960

Duración: 150 min.

País:  Japón

Dirección: Akira Kurosawa

Guion: Akira Kurosawa, Ryuzo Kikushima, Hideo Oguni, Shinobu Hashimoto, Eijiro Hisaito

Música: Masaru Satô

Fotografía: Yuzuru Aizawa

Reparto: Toshirô Mifune, Takeshi Katô, Masayuki Mori, Takashi Shimura, Kô Nishimura, Kamatari Fujiwara, Gen Shimizu, Kyôko Kagawa, Tatsuya Mihashi, Chishu Ryu.

 

         ¡Qué gozada, descubrir una película tan impresionante como este thriller perfecto de Kurosawa! Es bueno, para el aficionado al cine, saber que, de los grandes maestros, ¡y Kurosawa es uno de ellos, sin discusión posible!, siempre puede hallar alguna película medio olvidada, o de las que se consideran «menores», que lo deslumbre. Ese ha sido el caso. Estoy tan conmovido por la obra maestra que acabo de ver que ni siquiera acierto a organizar una crítica que permita transmitir a los lectores el carrusel de emociones de todo tipo que me ha acompañado durante las dos horas y medias que, he de confesarlo, se pasan en un suspiro. Y ese estado alterado no me deja discriminar si debo fiar mi atención en la fotografía en blanco y negro, con una textura casi tangible, en la música, un prodigio de creación de atmósferas, en las interpretaciones, al margen de la magnífica de Mifune, con un elenco de secundarios que le dan vida incluso a la muerte o los poderosos encuadres que ha escogido Kurosawa para sus planos, especialmente, al margen de la maestría inicial de la celebración nupcial, cuando aún nos movemos entre personajes de los que no sabemos nada de nada, de aquellos tomados en las ruinas de una fábrica que enlazan el presente de corrupción con la heroica participación de dos de los personajes en el conflicto bélico que, paradoja de paradojas, añoran desde el conocimiento de la corrupción generalizada que ha sustituido el antiguo modo de vida, cuando era impensable la occidentalización del país, tal y como efectivamente se produjo tras perder la guerra. No hay plano, en esa fábrica destrozada y abandonada, que no merezca ser estudiado por quienes quieran dedicarse al oficio de narrar mediante imágenes.

         Aunque la película se anuncia como una libérrima versión del Hamlet chespiriano, lo cierto es que la compleja historia familiar del protagonista, un hijo de aquellos que tan desacertadamente se llamaban hace mucho tiempo «naturales», se acerca más al western y a la todopoderosa y adrenalínica venganza como motor de la acción. Ese hijo, fruto del adulterio del padre —el padre a quien el hijo llama «tío»—, se suicida un día tirándose desde el séptimo piso de las oficinas de una empresa implicada en una red de corrupción de la que se lucran desde el presidente de la corporación hasta los de las filiales, pasando por cargos intermedios que también tienen su «pellizco». El hijo urde un plan, entonces, que pasa por llegar a secretario del presidente y, tras enamorar a su hija, tullida de un pie por un accidente del que fue responsable su hermano, entrar en la familia y acorralar a quien fue el último responsable de la muerte de un padre de quien, por otro lado, guarda un recuerdo ambivalente.

         El fastuoso comienzo de la película, con la celebración de una boda en la que el brindis del cuñado es una amenaza de muerte al novio si hace infeliz a la hermana tullida, y en la que irrumpe la policía para llevarse un sospechoso al que interrogarán, es lo suficientemente impactante como para que, desde ese momento, no deseemos otra cosa que saber qué se está tramando y quién ha urdido un plan que pretende sacara la luz a los responsables de la corrupción. La aparición de un doble pastel de boda, el típico de varios pisos que parten los novios, y otro que reproduce el edificio desde el que se suicidó el padre con una rosa en la ventana desde la que saltó. Si añadimos, además, que los periodistas siguen desde una sala vecina todo lo que ocurre en el comedor, con planos en los que da toda la impresión de que estos asistan a un espectáculo teatral, podemos inferir, creo yo que con cierto fundamento, cómo fue forjándose en la «visión» de Buñuel El ángel exterminador, dos años posterior a esta crónica de las miserias humanas de la alta burguesía japonesa. De hecho, es a través de los comentarios de los periodistas que vamos conociendo a los personajes de la trama que en seguida ocuparán el ligar preeminente en la narración.

El rescate, por parte del vengador «enmascarado», de un empleado al que la dirección de la empresa, para cortar el hilo de la investigación policial, le sugiere que se suicide, permite avanzar la trama y generar un desconcierto absoluto, vía apariciones fantasmagóricas, que permiten al urdidor ir cobrándose presas. Las imágenes en la cumbre de un volcán al interior del cual el empleado ha decidido lanzarse, con la súbita y casi mágica aparición de su interesado salvador para impedirlo, constituyen una auténtica exploración del dramatismo patético de un ser humano que se debate entre el miedo a la muerte y el cumplimiento de una orden perentoria de la superioridad, con todo el peso que la devoción hacia una firma comercial comporta en el Japón, casi incomprensible desde el punto de vista occidental. Ese testigo de las corruptelas, capaz de incriminar a sus jefes, asiste a su propio entierro, una vez que se han encontrado sus enseres junto a la cumbre del volcán y se da por hecho su suicidio.

La trama está perfectamente trabada, y en ella la historia del matrimonio del vengador con la hija del empresario adquiere, de repente, un valor de altísimo melodrama, cuando, en el sórdido y degradado espacio de las ruinas bélicas, y con un murete alargado entre ambos, los dos esposos acaban fundiéndose en su primer beso matrimonial, después de que el vengador se haya desentendido emocionalmente de ella. Un perfecto movimiento sincrónico de ambos que acaban sentados y ocupando el lado contrario al suyo para derribar la frontera que el marido había levantado hasta que, por conversaciones a las que ya asistirá el espectador, ele protagonista descubre que está profundamente enamorado de con quien se ha casado por otros motivos.

La prudencia me impide seguir desarrollando la historia, so pena de arruinarle sorpresas de poderoso calibre a los futuros espectadores, pero la poderosa intensidad de las tragedias chespirianas se dan cita en esta historia de familias destrozadas, de difíciles amores y de adicción a la venganza.  Sí me gustaría destacar, porque cuando la historia es tan poderosa cuesta algo fijarse en los detalles, la calidad insuperable de un blanco y negro que, sobre todo en la puesta en escena de la fábrica en ruinas, consigue momentos que, a mí particularmente, me ha recordado Alemania, año cero, de Rossellini, y que Kurosawa debió de ver con insólita atención y tan deslumbrado por la genialidad del italiano como ahora he descubierto yo esta película del japonés.

Recomendaría encarecidamente que quienes se sientan compelidos por esta crítica para ver la película, lo hagan en la versión original con subtítulos, no solo por amor filológico a las lenguas, que también, sino porque en la interpretación de los actores es fundamental la voz para vehicular las múltiples pasiones que se dan cita en esta película que va de lo íntimo y familiar a lo éxtimo y social con una facilidad asombrosa para crear un pathos que nos atrapa poderosamente. Ignoro qué lugar le reservan los críticos profesionales a esta joya del thriller familiar y político, pero, en la línea de la extraordinaria El perro rabioso, a mí me parece que ha de ocupar un lugar de privilegio. La perfección formal de todos sus ingredientes: luz, música, fotografía, interpretaciones, historia, puesta en escena, etc. es tan total que cuesta entender que no sea esta una de las películas de Kurosawa que más se recomienda ver.

¡Véanla, no lo duden,  me lo agradecerán!

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