La vida en el margen o la historia estremecedora de un
artista tan devoto de la creación como de la autodestrucción: Richard
Hambleton.
Título original: Shadowman
Año: 2017
Duración: 83 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Oren Jacoby
Música: Joel Goodman
Fotografía: Tom Hurwitz, Oren Jacoby, Robert Richman
Reparto: Documentary.
Cuando nace el arte urbano
en Nueva York son tres los “reyes” de los grafitti, del arte efímero, del Street Art o de los cubreparedes: Hambleton,
Basquiat y Keith Haring (de este último se rescató no hace mucho un mural en
BCN contra el SIDA). Al poco tiempo, uno de ellos se eclipsa, Hambleton,
rechazando la asimilación a los ambientes artísticos asociados a los circuitos
de galerías y a la frecuentación de las clases altas del arte y de la vida
social. Shadowman es una descripción del
tipo de grafitis que popularizó Hambleton, figuras negras en las paredes,
hechas al amparo de la oscuridad de la noche, según todas las normas de los auténticos
grafiteros outsiders, y, al mismo
tiempo, la descripción psicológica de la personalidad sombría, introvertida y
compleja de quien opta por vivir en los márgenes, adicto a todo tipo de drogas,
pero quien, al mismo tiempo, no deja nunca de pintar, ni siquiera cuando se
convierte en un homeless. El documental,
que cuenta con imágenes rescatadas de la actividad inicial de Hambleton, cubre
todo el periodo vital del artista desde su eclosión en Canadá, su país de
origen, con lo que él llamaba crime
scenes, dibujos en las aceras de contornos como los de la policía para
describir la posición de un asesinado, hasta la efímera fama de que disfrutó
junto a Basquiat y Haring, su desaparición durante 20 años en algo bastante más
duro que la “travesía del desierto” de que solemos hablar para los “malos
momentos” de alguien, y el rescate de su figura por dos jóvenes galeristas que
se empeñaron ¡contra el propio Hambleton! en llevarlo, de nuevo, a la cúspide de
la fama y el reconocimiento del que acaso no debería haberse apeado nunca, pero,
y eso queda claro en la dura relación de ambos jóvenes con Hambleton, este
estaba poseído por el afán perfeccionista y nunca decidía que un cuadro estaba
acabado definitivamente. De hecho, y dada su terquedad y su renuencia a aceptar
compromisos, más de una vez, ante la exigencia perentoria de que entregara el
cuadro por el que había sido pagada muy generosamente, Hambleton cogía una
brocha y se lanzaba a la tela para desfigurar la imagen y volverla a retocar…
Con todo, consiguen hacer una exposición en la que sus obras alcanzan cifras
exorbitantes, pero nada de todo ello cambia la determinación marginal del
autor, quien gasta sin ton ni son auténticas fortunas a pesar de que su salud,
con un cáncer de piel de por medio, que le iba vaciando parte de la cara, y una
escoliosis que había deformado grotescamente la grácil figura de dandy de su juventud, lo condenaban a
una supervivencia difícil, ¡y más aún en la calle! En un momento dado,
Hambleton desprecia sus shadowmen y
se inclina por los paisajes en un cambio de dirección artística que en modo
alguno responde al posible interés de los compradores, al tener un no se sabe
qué de anodinos, sobre todo por el uso del color intenso, como el rojo de
alguna composición que recuerda, dicen algunos críticos, el rojo de la sangre
entrando en la jeringuilla que inyecta la heroína… Más tarde inicia una serie
de cuadros con el motivo de los rodeos, inspirado por el anuncio de Marlboro,
pero con la técnica de los shadowmen,
francamente espectaculares. La irrupción en su caótica vida de los galeristas Andy
Valmorbida y Vladimir Restoin Roitfeld supone, tras casi 20 años de postración
y olvido, la oportunidad de “recuperar” el prestigio que tuvo y que le llevó incluso
a desdeñar la petición de Warhol de que le hiciera un retrato. Los dos jóvenes
se encuentran con un anciano testarudo, que no quiere vender sus mejores
cuadros, porque quiere tenerlos cerca, que camina, por la escoliosis y
seguramente una lesión de cadera balanceándose al estilo Fraga de sus últimos
días y que vive en lugares inmundos en los que solo el alma caritativa de una
antigua novia puede entrar. La voluntad autodestructiva de un prodigio del
arte, que viajaba por Brooklyn en bicicleta, que fue expulsado de un espacio
que le habían cedido y lanzadas sus obras a la basura es totalmente inclasificable.
Podemos repasar cualesquiera historias de degradación de las muchas que han
alcanzado la fama, pero difícilmente ninguna tenga imágenes tan duras y al
mismo tiempo tan líricas como las de este documental sobre la vida de Richard
Hambleton. El documental no pretende ser en modo alguno efectista, ni se recrea
en la degradación del personaje, sino que se limita a recontar una existencia
que opto por los márgenes, por la sordidez y por el arte, desde una suerte de
ingenuidad esencial que emparenta a Hambleton con los locos y los niños: seres
libres, aunque limitados. Vivió donde quiso vivir. Pintó lo que quiso pinar. Se
drogó lo que se quiso drogar, al dictamen de lo que era el mundo en la década
de los 80 del pasado siglo. Amó a quien quiso amar. Y fue siempre fiel al
estoicismo que gobernaba sus días. Con lo que su vida fue, no hay ni un momento
en el documental que la recoge en el que él exprese ni remordimiento ni se
lamente por el camino tomado, antes al contrario, hay siempre en él, incluso
con sus deformaciones, un punto de orgullo legítimo, el de quien sabe que su
obra pertenece a la Historia del Arte con mayúsculas. De hecho, su nombre
completo es Richard Art Hambleton…
P.S. Aunque a un nivel
muy distinto, este documental me ha traído a la memoria la figura de Francisco
de Pájaro, un artista urbano de origen extremeño que vivió mucho tiempo en
Barcelona y que bajo el lema “El arte es basura” ha compuesto sus obras con las
basuras que genera la vida urbana. Ahora está en Londres, pero hubo un tiempo,
y Gregorio Luri fue el primero en percatarse de ello, en que “colgaba” sus intrépidas
creaciones en las calles de mi barrio el de San Antonio, en BCN. Huyendo, como Hambleton,
de las exigencias y vacuidades de los circuitos de galerías, Pájaro halló una
fuente de inspiración asombrosa para un arte a medio camino entre Goya y el
expresionismo, tan personal como efímero, aunque en su página de Facebook él
deje memoria fotográfica de ello. Lo que sí recuerdo es ver cómo algunas
personas se llevaban cuidadosamente alguna de sus obras, las más sencillas, de
los contenedores a sus casas… ¡Eso sí que es ojo comercial!
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