lunes, 27 de junio de 2022

«Magic Mountains», de Urszula Antoniak o el desamor.

 

El esplendor armónico de la naturaleza frente a la humanidad confusa y desequilibrada.

 

Título original: Magic Mountains

Año: 2020

Duración: 81 min.

País: Países Bajos (Holanda) Países Bajos (Holanda)

Dirección: Urszula Antoniak

Guion: Urszula Antoniak

Música: Ethan Rose

Fotografía: Lennert Hillege

Reparto: Marcin Dorocinski, Hannah Hoekstra, Thomas Ryckewaert.

 

         Vi no hace mucho Más allá de las palabras, de esta misma directora, una película extraordinaria desde el punto de vista estético, con  un blanco y negro del estilo del que ha puesto de moda Cold War, de Pawel Pawlikowski, y con una temática, la asimilación de un emigrante polaco en Alemania que se ve alterada hasta lo impensable con la aparición del bohemio padre del protagonista que representa justo aquello de lo que este quiere huir; pero, a medida que progresa la historia, se va desdibujando el conflicto y con ello el alcance del drama personal, hasta que, en cierto modo, acaba naufragando en algunas anécdotas de las que la película ya no remonta, aunque las interpretaciones son excepcionales y, como ya he dicho, la estética muy convincente. No hice la crítica por culpa de ese naufragio argumental, pero, en comparación con la actual, no hay duda de que es una película que se puede ver con suficiente interés.

         Guiado, pues, por el precedente, y por un tráiler muy efectista, todo hay que decirlo, quise ver Magic Mountains, llevado, sobre todo, de mi amor a las montañas y a la naturaleza, además de a las complicaciones amorosas que tanto nos hacen vivir como morir. El planteamiento de esta película tiene la virtud de desvelar todas sus cartas desde el mismísimo comienzo, y lo que sorprende es que la protagonista se deje arrastrar al juego macabro del escritor que ha cimentado en sus novelas sobre ella su fama y que ha clausurado un ciclo para el que no tiene continuación ni novelística ni personal, porque ella ya no está enamorada de él. La trama gira, pues, acerca de la propuesta que él le hace a ella para despedirse de su relación escalando en los Montes Tatras, de los Cárpatos, una afición que compartieron cuando eran pareja. No tengo ningún reparo en aguarles la trama a quienes quieran verla, porque desde el comienzo de la película, ya digo, es archiprevisible que todo acabe como acaba, excepción hecha de que algunos, como yo mismo, sean de la raza del optimismo antropológico —cuya rama más boba la encarno Rodríguez Zapatero, todo ha de decirse…— y deseen en lo más íntimo que haya un final feliz, algo que, como en La tormenta perfecta, de Wolfgang Petersen, no solo no ocurre, sino que le deja a uno, el zoom inverso de la cámara abriéndose a la inmensidad del océano, el peor cuerpo y alma posibles.

         Recién llegado que estoy de un breve viaje al Parque Nacional de Aigüestortes, donde he hecho una modesta escalada y un recorrido por los siete lagos del circo lacustre más importante de los Pirineos, excuso decir que esta película tiene todos los ingredientes naturales para servir de gozo constante a cuantos no pueden vivir sin estar en contacto con las cumbres. Solventada la extraña relación de la pareja, la planificación psicópata del escritor para poner punto final a su único amor y su única obra literaria, se centra en ese viaje a una cima desde la que solo podrán salir por vía aérea, cuando el helicóptero que han contratado para un día y una hora, los recoja, en el bien entendido de que si no estuvieran, no los esperarían. Hay un guía polaco al que han contratado para que los lleve hasta las paredes que la pareja ha de escalar. Los planes transparentes del novelista, sin embargo, van a tropezar con algunos inconvenientes de los que no diré nada, porque, al fin y al cabo, la película pretende ser un thriller «alpino», llamémoslo así en honor a las cimas más emblemáticas de Europa, y conviene que los espectadores vayan «reconociendo» las intuiciones que sembraron al comienzo de la película.

         A pesar de que hay muchas secuencias nocturnas o en una penumbra tan densa que apenas puede verse nada, cuando reconocemos los paisajes por donde transitan los personajes y nos acercamos a las cumbres que han de escalar, más se sobrecoge nuestro ánimo. Da igual que sea el bosque frondoso como los peñascos áridos de las cimas: no hay plano de la naturaleza que no merezca nuestro rendido asombro por su belleza, el tramo de la cueva incluido. Es cierto que el punto de vista dominante es el de la joven que se ha dejado arrastrar a una ceremonia ritual cuyo resultado puede ser mortal no solo para ella, sino para el trío que la pareja forma con el guía polaco, porque este se convierte en algo así como el «vigilante» de los movimientos del inquietante personaje que es el novelista.

         La película no pierde el tono intimista en ningún momento. Desde esta perspectiva es desde la que se habla de la cinta como de una historia minimalista, porque la densa historia, de la que los espectadores apenas saben nada, la verdad sea dicha, se ciñe a la pareja y solo tangencialmente al guía. Alternativas hay pocas, y sí un desarrollo bastante lineal, considero desde el punto de vista del novelista, que no engaña en ningún momento: está resentido porque ella ha dejado de amarlo y alberga una sed de venganza que se cumplirá en una travesía a la que ella accede incomprensiblemente. ¿Qué puede motivar a la mujer a aceptarla? ¿Por qué se deja embaucar por alguien cuyas motivaciones son tan transparentes? ¿Hasta qué punto no hay un inverosímil alarde de prepotencia feminista? Estas son algunas de las cuestiones que no abandonan nunca al espectador de un guion que, para mal de todos los intérpretes, se cumple escrupulosamente. Dejo sin revelar, no obstante, el modo exacto como ello se cumple, porque, aun conociéndolo desde el principio, impresiona igualmente y constituye una de las mejores bazas de la película.

         Ya lo saben, pues, los aficionados al senderismo y a la escalada. Siéntense cómodamente para ver la crónica de algunas muertes anunciadas. Y disfruten de un paisaje bellísimo, fotografiado con una sensibilidad muy particular por Lennert Hillege, el mismo director de fotografía, por cierto, de Más allá de las palabras.

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