Pasiones extremadas para una tragedia de resonancias helénicas.
Título original: The Furies
Año: 1950
Duración: 109 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Anthony Mann
Guion: Charles Schnee.
Novela: Niven Busch
Música: Franz Waxman
Fotografía: Victor Milner
(B&W)
Reparto: Barbara Stanwyck, Wendell Corey, Walter Huston, Judith
Anderson, Gilbert Roland, Thomas Gomez, Beulah Bondi, Albert Dekker, John
Bromfield, Wallace Ford, Blanche Yurka, Louis Jean Heydt, Frank Ferguson,
Charles Evans, Movita.
Parece que no anduve muy desencaminado
cuando elogié en este Ojo la película de Mann El gran Flammarion,
a tenor de las muchas lecturas que ha tenido su crítica, y no todo puede
deberse a que sea una obra «perdida» en la importante filmografía de autor o a
que la interpretara un auténtico «mito» del Séptimo Arte como Erich von
Stroheim, el inmortal director de Avaricia, entre otras muchas, sino a unos valores
estéticos y argumentales capaces de impactar en la sensibilidad de un
espectador actual. Espero, y deseo, que lo mismo ocurra con Las Furias,
que acabo de ver con el mismo pasmo admirativo y con el mismo placer estético
con los que vi El gran Flammarion, e incluso me atrevería a decir que la
presente supera a aquella de largo.
Sí, lo reconozco,
y me anticipo con ello a las objeciones que algunos le ponen para no
reconocerla como lo que es, una película a la exacta altura de los grandes
clásicos del género: hay momentos anticlimáticos, como la ejecución del amigo
de infancia de la hija del dueño de Las Furias, que pueden parecerles inexplicables
a algunos espectadores; del mismo modo que a más de uno le va a costar no poco
asentir a las vueltas y revueltas del melodrama amoroso/empresarial que une al prometido
de la hija con esta, dos personajes con más capas que las impías cebollas.
Empecé a verla,
como hago con todas, con un sano escepticismo, y he de confesar que la histriónica
aparición del impagable Walter Huston, en la última interpretación para la
pantalla, padre de John, el director, me hizo sospechar de que iba a ver lo mil
veces visto: esos personajes de índole autoritaria, hechos a sí mismos que se
complacen en «castrar» a sus hijos y en abusar psicológicamente de ellos para
confirmar su propio poder sin escrúpulos. El retrato al óleo del «patrón», que
ocupa, de cuerpo entero, el vestíbulo de la casa, confirma esos rasgos del
patriarca; pero la salvedad viene del lado de los hijos: mientras el hijo es un
apocado que está deseando casarse y huir de Las Furias, la hija, una
maravillosa y superpoderosa Barbara Stanwyck, que siente devoción por su padre,
con quien comparte no pocos rasgos de carácter, solo aspira, después de algunas
traiciones en las que enseguida entraremos, a ser ella quien rija los destinos
de Las Furias.
A partir de ese
esquema básico, la historia va a ir complicándose progresivamente de un modo
espectacular, y ahí se nota, sin duda, la mano experta de Charles Schnee, quien
también escribió guiones tan sólidos como el de Cautivos del Mal, de Minnelli,
por ejemplo. Quien primero se presenta en la boda del hijo es un antiguo
expoliado que aspira a recuperar lo que considera que fueron tierras de su
familia durante generaciones. Pensemos que Las Furias no es un rancho al uso,
sino casi una comarca, unos terrenos inabarcables con la vista humana y en los
que, sin embargo, viven instalados colonos de origen mejicano que también
reivindican esas tierras como suyas. El hijo mayor de una de esas familias,
Juan Herrera, tiene una relación fraternal con la heredera de Las Furias, aunque
él está enamorado de ella casi desde que eran niños. Mann ha respetado en el
rodaje el español de los Herrera entre sí, como una muestra de la diversidad
cultural que está en la raíz de la creación de Usamérica. El súbito enamoramiento
de la hija del expoliado que se presenta en la fiesta, dada la escasa entidad,
para algunos, que no para mí, de un actor como Wendell Corey, quizás les
parezca poco «motivada» a algunos, pero Corey no solo da el papel perfectamente,
sino que su «juego» respecto del propietario de Las Furias —él trabaja para el
banco que ha de concederle un préstamo a la propiedad para que esta pueda
sobrevivir a la desbordada emisión de moneda propia para pagarlo todo— tiene unas
dosis de ambigüedad perversa tan sólidas que enriquecen notablemente el relato.
Piénsese, por ejemplo, en una secuencia en la que T.C. Jeffords, el patriarca,
pone a prueba al «candidato» a la mano de su hija y este, puesto a elegir entre
50.000 dólares o casarse con ella tras haber sido desheredada, Rip Darrow, el
estirado galán, coge descaradamente los 50.000 y deja plantada allí mismo a la
hija, para total desconcierto del espectador, que ve arruinarse, en tres secuencias,
como quien dice, una prometedora historia de amor entre la soberbia y la
arrogancia…Es necesario recordar que en ese mismo año, 1950, Corey y Stanwyck
trabajaron juntos en El caso de Thelma Jordon, de Robert Siodmak, lo que
casi casi los convierte en «pareja de moda» en el cine de entonces,
Una seria
complicación del guion es la llegada a Las Furias de una mujer de la que se ha
enamorado el padre, interpretada con soberbia exquisitez por Judith Anderson,
la inolvidable ama de llaves enamorada de Rebeca en el clásico de Hitchcock
del mismo nombre, entre otras grandes actuaciones suyas. A la hija se le vuelve
literalmente insoportable la idea de que «esa mujer» ocupe y mancille el lugar
de la madre y que, además, pretenda tener «mando en plaza», esto es, parte
activa en la administración del rancho. Y por esa vía de la administración nos
llega la verdadera complicación: el préstamo hipotecario para conseguir la liquidez que, hasta ese
momento, le proporcionaba el pago con pagarés que todo el mundo aceptaba, como
una moneda tan válida como el dólar. Y por ahí viajamos en el tiempo a los
lejanos tiempos de la Edad Media en la que los señores feudales tenían sus
propias monedas, como si fuesen reinos independientes. Por este camino es por
donde retrocedemos hacia la tragedia y el mito, porque el carácter arbitrario
de T.C. Jeffords no es una persona común y corriente, sino único e irrepetible,
como reza la canción que lo describe, y parte de esa singularidad es la estrechísima relación que mantiene con
su hija. Sin embargo, como buenos polos del mismo signo, acabarán chocando a
muerte tras haber agredido la hija salvajemente a la amante del padre, quien es
rechazada de la peor y más arisca manera cuando la mujer, por complacer a su amante
y para librarse de ella, pretende no solo acercarse a la hija, sino, además,
aconsejarla para que se convierta en la «señorita» que ni de lejos es, excepto
cuando de serlo obtiene un beneficio evidente, porque, desde el enfrentamiento
con el padre, tras el ahorcamiento cruel, fuera de plano, de Juan Herrera, su amigo
de la infancia, a quien ignora sexual y emocionalmente porque la trata como un antiguo
caballero y no con las maneras agresivas y displicentes del enamorado que la
planta, unas maneras que harían hoy poner el grito en el cielo a la legión de feministas
y feministos que nos gobiernan; tras ese desencuentro total y
definitivo, decía, ella solo tendrá un objetivo vital: arrebatarle al padre la
posesión de Las Furias.
Si, como se advierte,
la trama es de por sí muy consistente, los exteriores donde transcurre la acción,
con frecuentes tomas vespertinas que captan a los personajes como sombras
chinescas en los vastos espacios del rancho, contribuyen a crear una atmósfera dramática
en la que hay momentos inolvidables, como la lucha de T.C. para doblegar a un
toro y derribarlo después de haberlo lazado, y ello para demostrar que, como lo
ha sido siempre, él sigue siendo, a pesar de su edad…, el «rey» de Las Furias.
Como supongo a
los lectores de esta crítica expectantes, voy a retirarme aquí para que
disfruten de una película que ha de figurar entre los grandes clásicos del
género, no lo duden: una sólida tragedia en la que el nombre del rancho no está
escogido al azar, sino con fundado conocimiento de la mitología clásica helénica
y de las teorías freudianas…
¡Que disfruten
de ella!
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