miércoles, 5 de octubre de 2022

«El caso 880», de Edmund Goulding o el elogio «capriano» de la bondad.

 

Una maravillosa película del género Feel-Good movies con el protagonista de Calabuch, de Berlanga: Edmund Gween, y mucho más…

 

Título original: Mister 880

Año:1950

Duración: 90 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Edmund Goulding

Guion: Robert Riskin

Música: Sol Kaplan

Fotografía: Joseph LaShelle (B&W)

Reparto: Burt Lancaster, Dorothy McGuire, Edmund Gwenn, Millard Mitchell, Minor Watson, James Millican.

 

         ¡Qué manera de sentirse como Pangloss, en el mejor de los mundos posibles, tras ver una película planificada para llegar directamente a los mejores sentimientos que puede albergar el corazón humano! Con un inicio que la encuadra en las películas de detectives, pero sin trama criminal de asesinatos, se nos introduce, desde la perspectiva policial, en un caso de falsificación de moneda que los servicios secretos del Tesoro no han podido descubrir en una década. Ahí es donde entra Burt Lancaster en acción, como Steve Buchanan, un agente de altísima reputación al que no se le resiste ningún caso. Con estos mimbres, nos aprestamos a ver una suerte de «atrápame si puedes» que nos va a entretener y divertir y hacernos sentir parte de lo mejor de la Humanidad durante una hora y media ajustada y sin desperdicio narrativo alguno. ¿La singularidad del asunto? Que las falsificaciones solo son de billetes de un dólar, que son lo más casposo del mundo, ¡hasta está mal escrito el nombre de George Washington en el billete!, y que nunca han aparecido dichas falsificaciones por segunda vez en un mismo sitio. Ojo, no hay revelación indeseada ninguna: desde el comienzo de la película sabemos quién es el falsificador y cómo opera. El incentivo narrativo consiste en cómo el «gran» investigador está casi a punto de tirar la toalla por primera vez en su vida ante un caso que se le resiste como ningún otro. Por el camino, claro está, teniendo en cuenta que la actriz protagonista es Dorothy McGuire, quien respira por su belleza los más puros sentimientos, hay el pertinente romance que nos sitúa, uniéndose al resto del planteamiento, en una suerte de comedia sentimental y de enredo. Y ahí entra, a su vez, un director como la copa de un pino: Edmund Goulding, de quien comenté de forma entusiasta El callejón de las almas perdidas y de quien he visto Grand Hotel, Cautivo del deseo y El filo de la navaja, por ejemplo, todas ellas muestras de un excelente saber hacer. Permítanme arruinarles el descubrimiento de una escena que me ha cautivado en esta película. El detective y su equipo siguen a una posible candidata  falsificadora, pues le dio un dólar falso a un taxista. La siguen y descubren que es traductora en la ONU —impagable el comentario de la casera a la inquilina: «Lo único que sé es que ahí cuanto más hablan peores cosas suceden en el mundo…»—, pero no la detienen, Buchanan decide aproximarse a ella por la vía de conocerla y aspirar a un conato de amistad. Dicho... y tardamos unos segundos en ver el hecho. Para ello, la cámara sigue a una galerista que arregla el escaparate que, desde un bajo da a la calle mediante un gran ventanal que, desde abajo, se ve como una pantalla, y en ella vemos una secuencia de cine mudo: la joven contempla el escaparate. Un hombre se acerca y habla con ella, quien parece sentirse algo incómoda. Aparece Buchanan y pregunta a la joven si el hombre la molesta. Hay un leve altercado y el hombre recibe un puñetazo. Ann Winslow, la presunta falsificadora,  se aleja, seguida por Buchanan. El hombre de este, a punto de ser detenido por un policía, se aparta con él para revelarle su identidad mientras se acaricia el mentón diciéndose algo así como: «¡Qué jodío, la hostia que me ha dado…!» Y luego ya vemos a la pareja en un bar… El encuadre del ventanal-pantalla es todo un homenaje al cine mudo y una de las secuencias más logradas de la película.

         Todo discurre de un modo vivaz e ingenioso. Ella, una vez que descubre que el tal Buchanan es un agente del Tesoro, juega a embromarlo y hacerle creer que en efecto es una falsificadora. Dura poco el engaño y se descubre mientras ambos están en un club bailando. ¡Otro momento encantador!, porque cuando ella dice que se va y se aleja un paso, Buchanan la retiene de la mano y la devuelve al baile en el que estaban diciéndole que está sometida a estrecha vigilancia, pero no detenida… A todo esto no hemos dicho que Ann vive en el mismo edificio que el viejo Skitter, quien combatió por Usámerica en la Primera Guerra Mundial, que él le introdujo los billetes falsos en su bolso y que él le vende a muy módico precio, pequeñas antigüedades que encuentra en su oficio de chatarrero ambulante. La cercanía entre el detective y el falsificador, y el modo como van este y su equipo acotando el radio de acción del falsificador, son permanentemente un atractivo de la narración, paralela al enamoramiento de la traductora y el agente.

         No hablamos de fantasía o de acarameladas buenas intenciones, al modo de algunas películas de Capra, sino de una historia real descubierta por un periodista y publicado en un libro de casos curiosos. Sobre esa historia, sin embargo, el guionista y socio de Capra, Robert Riskin, autor de la mayoría de los guiones de sus películas, reescribe la historia en clave de comedia sentimental tan gozosa como llena de esos buenos sentimientos que, tienen un desarrollo, al final de la película, también ajustado a la realidad del caso por supuesto, pero eso es mejor que lo descubran los espectadores que no deberían perderse una película que te deja tan bien, sobre todo en estos momentos tan adversos que vivimos.

         ¿Y qué decir de la actuación del tocayo del director, Edmund Gween? Se trata de uno de esos actores «a lo Pepe Isbert», ajenos al «método» y llenos de una naturalidad y una capacidad de expresar los diferentes registros del alma humana que deslumbran a cualquiera. Es el tercero en los títulos de crédito, pero el primero en los ojos y el corazón de los espectadores. Fue nominado al Oscar al mejor acto secundario, y ganó un Globo de Oro por dicho papel. El Oscar lo consiguió en 1947 por De ilusión también se vive, encarnando a un peculiar Santa Klaus, como todos recordarán.

         Aunque no es raro encontrar a Burt Lancaster en un papel cómico, en El halcón y la flecha, de Tourneur o en El temible burlón, de Robert Siodmak ya cultivó, en parte, ese registro, aquí, lejos de esas clásicas películas «de acción», se encuadra en un registro que dominó como nadie Cary Grant, a quien no le va la zaga, si bien sus movimientos no tienen la elegancia de ese ejemplar único que fue Grant. Todo contribuye, pues, a lograr, con creces, ese tono amable y lleno de ternura que preside una obra, como digo, a la que no le sobra ni una de sus buenas intenciones, tan maravillosamente mostradas sobre todo en el desenlace.

         Quien quiera disfrutar, y descansar, de paso, de la insatisfacción acerba que nos depara nuestra lamentable vida política, vea esta película y pasará un rato inolvidable. Me lo agradecerán.

 

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