Cuando los
padres llegan a la ancianidad y los hijos «han de» vivir sus propias vidas…
Título original: I Never Sang for My Father
Año: 1970
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Gilbert
Cates
Guion: Robert
Anderson
Música: Al Gorgoni,
Barry Mann
Fotografía: Maurice Hartzband, George Stoetzel
Reparto: Melvyn Douglas, Gene Hackman, Dorothy
Stickney, Estelle Parsons, Elizabeth Hubbard, Lovelady Powell, Daniel Keyes,
Conrad Bain, Jon Richards.
De Gilbert Cates traje a
este Ojo, una excelente película con un título engañoso, Amor de
verano, respecto del contenido de la misma. Y ahora, gracias a Filmin,
recupero una seis años anterior y con un
poder de verdad en su realismo crudo y directo que te deja clavado en el
asiento. Es cierto que los adultos con padres muy mayores tendrán una facilidad
extra para conectar con los dramas que se ventilan en el seno de la familia
cuya vida, en el ocaso de la de los padres, se nos cuenta en una película dura,
sin contemplaciones ni melosidades que catapultó a la fama a Gene Hackman y
consolidó, ¡si es que hacía falta, que obviamente no!, la categoría de estrella
del celuloide de Melvyn Douglas, un actor carismático.
La situación se describe en tres
palabras: los padres vuelven a su casa después de unas vacaciones en Miami, la
madre está muy delicada del corazón y el padre le dice a su hijo, ¡el preferido
de la madre!, que si le dice que se va a vivir a Los Ángeles para casarse allí
con una ginecóloga, un año después de la uerte de su primera mujer, la mata.
Tal cual. El peso, pues, de tamaña responsabilidad va a gravitar sobre los
hombros del hijo hasta que, desgraciadamente, la madre no tarda en morir. El
padre, que también anda muy tocado de salud, da por hecho que su hijo va a
seguir viviendo cerca y que va a visitarle dos o tres veces por semana. La
hermana, que «vuelve» para el entierro, a pesar de que el padre la expulsara de
casa y de su vida porque se casaba con un judío…insiste al hermano en que «ha
de» vivir su vida y que no puede condicionarla al cuidado de un hombre con tan
pocos escrúpulos y que nunca lo ha querido, como dejó de quererla a ella-
De este tipo de conflictos, así enunciados,
puede salir un tostón lleno de impostura o una disección psicológica de
personajes en cuyas vidas te meten los actores y actrices con una capacidad
realista que te hace seguir sus peripecias como si fuesen propias, porque, a
cierta edad, se solapan con las que uno mismo ha vivido, una vara de medir de
una fidelidad extraordinaria, porque nadie, en ese caso, puede darte el famoso
gato por liebre: las inflexiones de voz, los gritos, las miradas furibundas,
los egos desatados, los rencores almacenados hasta la putrefacción, la ira descontrolada,
las palabras que se escapan entre los dientes, ¡el devastador sentimiento de
culpa!, el querer y no poder, el poder, ¡pero no querer!, el silencio como un
hacha afilada, el vacío con la elocuencia de un discurso… Nunca canté para mi
padre deja solos al hijo y al padre frente a una incomprensión mutua radical,
por más que el espectador está invitado sutilmente a refugiarse en el punto de
vista del hijo atormentado entre lo que desea y lo que debe… hacer.
Se trata, en definitiva, de una encrucijada
existencial, la de esos «sagrados» deberes para con los padres que algunos
padres de este siglo XXI, sin embargo, sabemos de sobra que no se los exigiremos
nunca a nuestros hijos. En 1970 ya era frecuente, y más en Usamérica, que los
padres viudos no se fueran a vivir con los hijos o hijas, pero lo cierto es que
el recorrido «documental» del protagonista por las posibles residencias para
mayores donde invitar a su padre a ingresar es uno de los momentos más duros,
junto al terrible enfrentamiento que se desata, tras lo que parece un sólido y
afectuoso acercamiento entre padre e hijo, en el dormitorio del padre. Al hijo,
y no me extraña, se le cae el alma a los pies solo de pensar en «meter» a su
padre en una de esas residencias que un médico de la familia le lleva a conocer
y que en modo alguno son centro de terror ninguno, pero para una personalidad
que se ha forjado a sí misma desde la pobreza extrema hasta una sólida posición,
una cantinela que no se cansa de repetir ad náuseam, perder la capacidad de
decisión y subordinarse a un reglamento interno significaría una humillación
innecesaria y su muerte anticipada, acaso.
Si Dejad paso al mañana, de Leo
McCarey, es uno de mis dieces más convencidos en Filmin, es, así mismo, una de
las películas más tristes que haya visto jamás, ¡y he visto unas cuantas!, esta
de Gilbert Cates ocupa un dignísimo lugar entre cuantas tratan, como ese otro
diez de Yasujiro Ou, Cuento de Tokio, el final de la vida de los padres
justo, además, cuando los hijos viven con mayor intensidad sus propias vidas.
Ninguna familia es igual a otra y todas se parecen hasta cierto punto, pero,
como dejó definitivamente escrito Tolstoi: Todas las familias felices se
parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera.
No diré que la contemplación de esta
película se convierta poco menos que en una sesión de terapia, por los
fantasmas familiares que despierta en cada cual, pero lo cierto es que es una
invitación a reconsiderar las relaciones que tenemos o que hemos tenido con
nuestros progenitores, algo que, queramos o no, nos guste o no, nos acompañará
de por vida, porque la familia, que tiene tanto de bendición como de maldición,
es nuestro origen, pero no necesariamente nuestro destino, ¿o sí?
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