lunes, 17 de octubre de 2022

«Como tú me deseas», de George Fitzmaurice o «la Garbo».

 

Cuando un nombre, Garbo, basta para llenar una trama y las salas…

 

Título original: As You Desire Me

Año: 1932

Duración: 70 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: George Fitzmaurice

Guion: Gene Markey. Obra: Luigi Pirandello

Música: Herbert Stothart, William Axt

Fotografía: William H. Daniels (B&W)

Reparto: Greta Garbo, Melvyn Douglas, Erich von Stroheim, Owen Moore, Hedda Hopper, Rafaela Ottiano, Warburton Gamble, Albert Conti, William Ricciardi, Roland Varno.

 

         Lo más sorprendente de esta película de «la Garbo» es haber tomado como pretexto una obra de Pirandello, Como tú me deseas,  como vehículo para su lucimiento, porque la desfiguran de tal modo, la obra de teatro, que casi me atrevo a decir que el escritor, a cuatro años de su muerte, ni siquiera quiso ver esta adaptación cinematográfica. Si lo hubiera hecho, pleito hubiera habido, desde luego… Con todo, esa traición a la letra de la obra no tiene la más mínima importancia, porque, desde que entra Greta Garbo en el primer plano en que aparece en la película, los ojos de los espectadores ya no van a apartarse de su figura ni un instante, y solo los cinéfilos, me atrevería a decir, los desviarán de vez en cuando para rendir homenaje a esa institución del Séptimo Arte que fue Erich von Stroheim, con su inseparable monóculo, su gesticulación de cine mudo y la irónica distancia con que representaba cualquier personaje: ¡un espectáculo! En este caso, y dada la proximidad en el tiempo, he multiplicado mi atención crítica para examinar el desempeño de un actor, Melvyn Douglas, en sus verdes comienzos, y a siete años de reencontrarse con la Garbo en una de las mejores comedias de todos los tiempos: Ninotchka, de Ernst Lubitsch, de la que casi veinte años después hizo Rouben Mamoulian una versión musical, La bella de Moscú, ¡nada menos que con Cyd Charisse y Fred Astaire. Hace pocos días que tuve ocasiónn de verlo, a Douglas,  en Nunca canté para mi padre, de Gilbert Cates, en un papel de anciano auténticamente espectacular.

         Si la palabra glamour admite ser usada con fundamento, qué duda cabe que ello ha de ser con motivo de la actuación de Greta Garbo; del mismo modo que «rendido admirador», porque película en la que ella intervenga está claro que el resto del cartel tiene un mero carácter instrumental. Es importantísima la labor del director de fotografía, porque no hay plano de ella, ¡su fotogenia es total, no admite lados buenos o menos buenos…!, que no sea una gozada para la vista. Ahí es donde William H. Daniels tiene una labor preeminente, porque era el director de fotografía «personal» de la Garbo, y ganó un Oscar en su especialidad por La ciudad desnuda, de Jules Dassin. Su primera película sonora se anunció con «¡Garbo habla!» y puedo dar fe, eones después…, de que la voz ronca y rasgada de Greta Garbo se debió de convertir en una suerte de atractivo erótico de primera magnitud. No solo es ya cómo mira, a su enamorado correspondiente, sino cómo esa voz de celofán llega a sus oídos, y a los de los espectadores, como la más intensa muestra de intimidad sensual imaginable. Hay algo de equívocamente masculino en su voz, como si el excesivo contacto con los hombres de la protagonista la hubiera contagiado, acostumbrada a bregar con los galanes que intentan seducirla fuera del escenario desde donde los vuelve loquitos…

         En esa atmósfera de gran diva del Burlesque asediada por los admiradores, se presenta un embajador de su antiguo marido, de quien la guerra la separó durante diez años y a quien su antigua familia daba por muerta, menos él, que reconstruyó la casa destruida por la guerra arruinándose, para que cuando ella volviera la encontrara tal y como la dejó al estallar la guerra, ser raptada por las tropas austríacas y perderse en la vorágine infamante de los acontecimientos posteriores. Su actual pareja no está dispuesto a renunciar a ella, pero, estando ella a disgusto con él, María, ese es su viejo nombre (Lucía en el original de Pirandello), decide lanzarse a la aventura de un reencuentro que, ante sus ojos, se reviste con los ropajes de lo disparatado e incierto. Con todo, entra en el juego y se presenta en el palacete de su marido, decidida a no dar pábulo ni por un momento a la superchería de su «renacimiento». Y bien claramente que se empeña en declararlo, a pesar de que sus tíos y su marido la reconocen, y su marido dice que es idéntica al retrato inmensa de ella que cuelga en una pared del salón.

         Estamos, pues, ante un caso de posible suplantación de personalidad, una trama muy del gusto de los dramas sentimentales que se estilan en aquellos años. La tensión entre la seguridad del marido y la inseguridad de ella respecto de sí misma constituye una vuelta de tuerca de los planteamientos habituales, y ahí es donde las dotes seductoras del joven marido se plasman en planos muy subidos de romanticismo que contribuyen a forjar el mito de la Garbo devoradora de hombres, aunque no necesariamente, como en este caso, desempeñe papeles de vampiresa.

         Camino del desenlace, se presenta Salter, el escritor con quien vivía en Berlín y que no está dispuesto a perderla. Para ello, organiza una representación con una enferma a la que presenta, con el aval de un médico vienés que lo acompaña, como la verdadera esposa del joven marido, aunque la enferme solo atina a recordar el nombre de la tía…

         Aunque de forma confusa —o bien porque yo me hice un lío, lo reconozco…— la protagonista acaba revelando que su marido quiere que ella sea la «resurrecta» porque, de otro modo, las tierras y la casa pasarían a manos de la hermana de ella, un extremo que el rechaza vehementemente, porque él no reconoce a la enferma que les han presentado, sino a ella, y ella entonces, sin decidir si es o no es la antigua mujer, accede a que su marido la reinvente como él quiera, como desee, porque, dado el hastío que le producía su anterior vida,, mil veces prefiere que el marido moldee a su gusto la María que ella ha de ser en el futuro… Y colorín colorado este cuento se ha acabado, aunque, como dije al principio, se traiciona así, totalmente, la obra de Pirandello, pero Hollywood tiene sus propias reglas y, por supuesto, sus propios finales.

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