El amor fou
de un samurái en una eclosión cromática incomparable.
Título original: Jigokumon (Gate
of Hell)
Año: 1953
Duración: 88 min.
País: Japón
Dirección: Teinosuke Kinugasa
Guion: Teinosuke Kinugasa,
Masaichi Nagata. Obra: Kan Kikuchi
Música: Yasushi Akutagawa
Fotografía: Kohei Sugiyama
Reparto: Machiko Kyô, Kazuo
Hasegawa, Isao Yamagata, Yataro Kurokawa, Kotaro Bando, Jun Tazaki, Koreya
Senda, Masao Shimizu.
Si hay un mundo
digno de ser explorado ese es el de la cinematografía. Atendiendo a que en
nuestro planeta apenas queda rincón inexplorado, y que incluso tribus que viven
en la edad de piedra han sido ya filmadas, el mundo de la cinematografía no deja
de sorprender al aficionado que se interna en él con total ausencia de
prejuicios. Si hoy toca esta joya del cine japonés, en el que las hay a
docenas, por cierto, dentro de unos días tendré el placer de criticar Cuidado
con el coche, de Eldar Ryazanov, una sátira muy divertida del cine negro
usamericano desde una perspectiva costumbrista deliciosa, aunque es posible que
le dedique un monográfico con tres películas del ya fallecido director ruso.
La puerta del
infierno quizás signifique metafóricamente la puerta del amor, en el que, una
vez se ha entrado, todo puede ser maravilloso, anodino o infernal, en función de la fortuna que se
derive de esos lances con, a menudo, insólitos desenlaces. En el contexto de
una guerra civil contra el emperador, un samurái que se mantiene leal al
emperador, y que ha de enfrentarse con su hermano, que capitanea a los
rebeldes, es encargado de proteger a una mujer que se hace pasar por la hermana
del soberano para atraer a los enemigos y dejar el campo libre para la huida de
la verdadera. Arriesgando su vida en el empeño, Moritoh, el samurái, pone a
buen recaudo a la «impostora», quien, al liberarse de los ricos manteos que la
ocultan al conocimiento ajeno, expone ante Moritoh una belleza que lo fulmina
con el ansia de poseerla a toda costa, una codicia que no va a ceder ni
siquiera ante la noticia de que la mujer está casada, felizmente casada. Una
vez que la sublevación es dominada, el Emperador otorga recompensas a sus
leales, pero Morito no quiere ningún otro bien que el de que le sea concedida la
mano de Kesa, dama de la Emperatriz. Todos los guerreros sonríen burlonamente
de semejante pretensión, pero los méritos del samurái inclinan al emperador a
organizar un encuentro entre Moritoh y la mujer, y «todo lo demás» dependerá de
él, aunque le prohíbe el uso de la fuerza.
Kase, citarista
exquisita, toca el instrumento para el Emperador, pero, en un momento dado,
este se retira y la deja sola. Al poco aparece Moritoh, quien, desesperado de
amor, rabioso, henchido de una pasión que no va a poder calmar hasta que haga suya a la mujer, requiebra de amores a Kesa, quien
se refugia en su estado de casada para tratar de hacer entrar en razón al
impetuoso samurái, quien, avanzando hacia ella con el ímpetu de su pasión,
acaba pisando y destrozando la cítara, en perfecta metáfora de a lo que conduce
su pasión desenfrenada. La sutileza del lance de amor, entre el amor pacífico
de su marido y el impetuoso de Moritoh, se aprecia en la ambigüedad con que
Kesa escucha al pretendiente, y ello permitirá durante toda la película
mantener el interés del espectador, quien baraja desenlaces sin saber a qué
carta quedarse, pero, eso sí, atrapado en la red de belleza cromática, de
vestuario y de puesta en escena que nos regala Kinugasa con una sensibilidad
que puede perfectamente ponerse en parangón con las mejores películas en color
de Kurosawa, por supuesto, y de otros clásicos japoneses, entre los que ha de
figurar esta película universalmente admirada: ganadora del Oscar a la mejor película
extranjera y de la Palma de Oro del festival de Cannes.
No estamos ante
una obra de cámara, pero casi, porque el contraste de los exteriores,
usualmente al anochecer o al amanecer, ¡con unos azulescasinegros portentosos!,
y con las salas diáfanas donde se recogen los personajes, ¡esa maravillosa
austeridad de la decoración japonesa!, como si el abigarramiento fuera el peor
pecado que se pudiera cometer contra la belleza, maravilla a cualquier
espectador, por más que le pueda irritar la morosa solemnidad de los protocolos
japoneses de la convivencia. No voy a adelantar nada, por supuesto, pero la
película tiene un desenlace extraordinario en el que se enfrentan dos concepciones
distintas del amor, y que merece ser visto con el respeto que merece una
reflexión tan oportuna.
La historia del
amor impetuoso de Moritoh es la propia del amour fou del surrealismo,
pero en un contexto histórico lejano, lo que hace aún más singular el
desarrollo de esa pasión. Chocante es para el espectador occidental, con todo,
que Kesa sea la encarnación de una belleza capaz de provocar el estado de
Moritoh, pero ahí hemos de tener en cuenta el dispar criterio de los cánones de
belleza en las diferentes culturas, un reconocimiento que nos permitirá
empatizar mejor con los protagonistas. Dicho eso, las interpretaciones
justifican sobradamente la categoría de obra maestra que se le adjudica al film
y que este crítico comparte ampliamente. Solo hay que pensar en la importancia
que la composición fotográfica tiene en obras como La asesina, de
Hou Hsiao-Hsien, para darnos cuenta de que la tradición esteticista
cinematográfica tiene, en la sensibilidad artística oriental, un pilar
fundamental. Piénsese en Adiós a mi concubina, de Chen Kaige, por
ejemplo, entre tantas otras.
Es cierto que el
ritmo en el desarrollo de los acontecimientos no puede ni remotamente asemejarse
al que solemos estar acostumbrados en las películas occidentales, y menos aún
con esas tan aburridas que se llaman «de acción», pero, como espectadores, nos
conviene dejarnos seducir, y aun empapar, por ese ritmo lento, casi ritual, de
la vida oriental. No necesariamente el ritmo lento garantiza la profundidad emocional
o reflexiva, pero ambas se dan en esta película con sobradas dosis. ¡Que la
disfruten!
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