miércoles, 12 de octubre de 2022

«La casa de Jack», de Lars von Trier o del asesinato como una de las bellas artes…

 

Un retrato complejo del mal, el arte y la culpa: entre lo gratuito y la trascendencia…

 

Título original: The House That Jack Builtaka

Año: 2018

Duración: 150 min.

País:  Dinamarca

Dirección: Lars von Trier

Guion: Lars von Trier

Fotografía: Manuel Alberto Claro

Reparto: Matt Dillon, Bruno Ganz, Uma Thurman, Riley Keough, Sofie Gråbøl, Siobhan Fallon, Ed Speleers, Osy Ikhile, David Bailie, Yoo Ji-tae, Marijana Jankovic, Robert G. Slade.

 

         Esta es una de esas películas que forzosamente he de ver solo, sin la siempre estimulante compañía de mi Conjunta. A ella le han gustado varias películas de Lars von Trier, Melancolía, especialmente, pero en cuanto  lee en el argumento «psicópata», «thriller sangriento» o «asesino en serie»…, huye como de la peste, y le alabo el gusto, la verdad, porque La casa de Jack es un supuesto «estudio» minucioso de un asesino compulsivo, ingeniero que quiso ser arquitecto, y diseña la construcción de su propia casa, y forzosamente ha de entenderse que «de los horrores», pero, por el desarrollo de la trama, descubrimos que es todo lo contrario: el espacio ideal de sus delirios artísticos; la culminación de la pura belleza creada por él. Mientras, ese «arte», y recordemos que en Grecia el arte era una τέχνη , «tekné», de donde viene técnica, lo deriva al asesinato de seres humanos ya sea mediante un ritual estudiado, ya, como en el primero de los cinco «incidentes», por una reacción falsamente defensiva. Que el asesino padezca de Trastorno obsesivo compulsivo, lo que se ve en el segundo incidente y está a punto de verse en el último, añade un ligero tono de comedia en clave de humor muy negro que no tarda en disiparse, la verdad, para dejar paso a la llana y simple constatación de la encarnación del mal en variadas manifestaciones que no excluyen ni siquiera el sadismo de manual, ante el que, solo una vez, mi sensibilidad me llevó a taparme los ojos, tras decidir no querer ver la terrible mutilación que se preparaba con tanta precisión quirúrgica.

         Mat Dillon le presta al personaje una expresión acorde exactamente con su demencia, pero su impecable actuación, aun admirable como es en términos artísticos, se asocia tan estrechamente a su demoniaca patología que más tiende el espectador a hacerla desaparecer de su memoria que a complacerse en el recuerdo de semejante atrocidad. Claro que es cine de terror, y, en no pocas ocasiones, un terror del que se etiqueta como «gore», porque el protagonista tiene alquilada una cámara frigorífica adonde va llevando a sus víctimas casi como el cazador adorna su salón con las cornamentas de los alces abatidos. El diálogo con una voz interior, que responde al nombre de «Verge», esto es, «Virgilio», a medio camino entre la voz explicativa del psicoanálisis y la sancionadora de la religión, consigue reproducir la lucha interior del individuo y nos permite comprender, en parte, sus obsesiones.  La aparición de Verge en el desenlace de la película, interpretado por Bruno Ganz, quien moriría un año después de haberla filmado, nos introduce en la mejor parte de la película, en una especie de reconciliación que, al tiempo, parece también una expiación del propio Von Trier.

Se ha de reconocer que el discurso del director y guionista es tan confuso como lo fueron, en su momento, sus reflexiones acerca de las «bondades» de Hitler y su régimen nazi. Ecos hay, es evidente, del «superhombre» nietzscheano en el personaje, quien se evade por los terrenos del arte para ajustarse al famoso título de De Quincey Del asesinato considerado como una de las bellas artes. La aparición, como motivo recurrente, de una grabación casera de Glenn Gould, interpretando, de un modo diríase que «perturbado», las Variaciones Goldberg , establece un paralelismo con el personaje  que no contribuye a definir con claridad la patología de este, dado que más parece un intento de poner en un mismo plano la excelencia artística y la excelencia. Que la arquitectura fascista y nazi sea otra de las referencias de quien quiere construir «su» casa como su «templo», en un idílico paraje junto a un lago, añade mayor confusión a ese discurso sincopado, atravesado por una de las más crueles representaciones del horror que se hayan filmado recientemente.

Todo cambia, ¡afortunadamente!, al llegar al desenlace, en el que el don para la puesta en escena, el uso del cromatismo y los referentes judeocristianos, así como los propios de la mitología y el arte, nos llevan, ¡de la mano de Verge!, ya se pueden imaginar los lectores por dónde. La huida del protagonista de su delirio, sí que quise enseñársela a mi Conjunta, quien la vio absolutamente hechizada por las potentes imágenes, el significado de las cuales, de algunas de ellas, hube yo de explicarle sin entrar en escabrosos y escalofriantes detalles.

Anticristo sigue siendo una «cima» no superada, aunque se trate de un terror muy diferente del tradicional de La casa de Jack, pues hay, en esta, una suerte de complacencia en la técnica que no había en aquella, más dada al vuelo libérrimo de la imaginación. Con Von Trier casi no sabe uno a qué carta quedarse, porque la puerilidad del desafío al espectador, pretendiendo transgredir lo habido y por haber, para desafiar su tolerancia, raya a veces en lo absurdo, lo que deshumaniza y desfigura tanto a sus personajes que nadie, salvo en un plano metafórico o alegórico, puede asentir al desarrollo de lo que, en La casa de Jack, se nos ofrece como una obra maestra de la psicopatía. Es cierto que el desenlace le hace ganar mucho a la película, así como el macabro sentido del humor de algunos incidentes, pero, en conjunto, los delirios ideológicos y estéticos de Trier distancian notablemente al espectador común y no acaban de convencer al espectador «resabiado», curtido en la visión de muchos desvaríos fílmicos, como a cualquiera de nosotros nos ha sido dado ver a lo ancho y largo de nuestra pasión por el séptimo arte.

 

        

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