Un retrato
complejo del mal, el arte y la culpa: entre lo gratuito y la trascendencia…
Título original: The House That Jack Builtaka
Año: 2018
Duración: 150 min.
País: Dinamarca
Dirección: Lars von Trier
Guion: Lars von Trier
Fotografía: Manuel Alberto
Claro
Reparto: Matt Dillon, Bruno
Ganz, Uma Thurman, Riley Keough, Sofie Gråbøl, Siobhan Fallon, Ed Speleers, Osy
Ikhile, David Bailie, Yoo Ji-tae, Marijana Jankovic, Robert G. Slade.
Esta es una de
esas películas que forzosamente he de ver solo, sin la siempre estimulante
compañía de mi Conjunta. A ella le han gustado varias películas de Lars von
Trier, Melancolía, especialmente, pero en cuanto lee en el argumento «psicópata», «thriller
sangriento» o «asesino en serie»…, huye como de la peste, y le alabo el gusto,
la verdad, porque La casa de Jack es un supuesto «estudio» minucioso de
un asesino compulsivo, ingeniero que quiso ser arquitecto, y diseña la
construcción de su propia casa, y forzosamente ha de entenderse que «de los
horrores», pero, por el desarrollo de la trama, descubrimos que es todo lo
contrario: el espacio ideal de sus delirios artísticos; la culminación de la
pura belleza creada por él. Mientras, ese «arte», y recordemos que en Grecia el
arte era una τέχνη , «tekné», de donde viene técnica, lo deriva al
asesinato de seres humanos ya sea mediante un ritual estudiado, ya, como en el
primero de los cinco «incidentes», por una reacción falsamente defensiva. Que
el asesino padezca de Trastorno obsesivo compulsivo, lo que se ve en el segundo
incidente y está a punto de verse en el último, añade un ligero tono de comedia
en clave de humor muy negro que no tarda en disiparse, la verdad, para dejar paso
a la llana y simple constatación de la encarnación del mal en variadas
manifestaciones que no excluyen ni siquiera el sadismo de manual, ante el que,
solo una vez, mi sensibilidad me llevó a taparme los ojos, tras decidir no
querer ver la terrible mutilación que se preparaba con tanta precisión
quirúrgica.
Mat Dillon le
presta al personaje una expresión acorde exactamente con su demencia, pero su
impecable actuación, aun admirable como es en términos artísticos, se asocia
tan estrechamente a su demoniaca patología que más tiende el espectador a
hacerla desaparecer de su memoria que a complacerse en el recuerdo de semejante
atrocidad. Claro que es cine de terror, y, en no pocas ocasiones, un terror del
que se etiqueta como «gore», porque el protagonista tiene alquilada una cámara frigorífica
adonde va llevando a sus víctimas casi como el cazador adorna su salón con las
cornamentas de los alces abatidos. El diálogo con una voz interior, que
responde al nombre de «Verge», esto es, «Virgilio», a medio camino entre la voz
explicativa del psicoanálisis y la sancionadora de la religión, consigue
reproducir la lucha interior del individuo y nos permite comprender, en parte,
sus obsesiones. La aparición de Verge en
el desenlace de la película, interpretado por Bruno Ganz, quien moriría un año
después de haberla filmado, nos introduce en la mejor parte de la película, en
una especie de reconciliación que, al tiempo, parece también una expiación del
propio Von Trier.
Se ha de reconocer que el discurso del
director y guionista es tan confuso como lo fueron, en su momento, sus
reflexiones acerca de las «bondades» de Hitler y su régimen nazi. Ecos hay, es
evidente, del «superhombre» nietzscheano en el personaje, quien se evade por
los terrenos del arte para ajustarse al famoso título de De Quincey Del
asesinato considerado como una de las bellas artes. La aparición, como
motivo recurrente, de una grabación casera de Glenn Gould, interpretando, de un
modo diríase que «perturbado», las Variaciones Goldberg , establece un
paralelismo con el personaje que no contribuye
a definir con claridad la patología de este, dado que más parece un intento de
poner en un mismo plano la excelencia artística y la excelencia. Que la
arquitectura fascista y nazi sea otra de las referencias de quien quiere
construir «su» casa como su «templo», en un idílico paraje junto a un lago,
añade mayor confusión a ese discurso sincopado, atravesado por una de las más
crueles representaciones del horror que se hayan filmado recientemente.
Todo cambia, ¡afortunadamente!, al llegar
al desenlace, en el que el don para la puesta en escena, el uso del cromatismo
y los referentes judeocristianos, así como los propios de la mitología y el
arte, nos llevan, ¡de la mano de Verge!, ya se pueden imaginar los lectores por
dónde. La huida del protagonista de su delirio, sí que quise enseñársela a mi
Conjunta, quien la vio absolutamente hechizada por las potentes imágenes, el
significado de las cuales, de algunas de ellas, hube yo de explicarle sin
entrar en escabrosos y escalofriantes detalles.
Anticristo sigue siendo una «cima»
no superada, aunque se trate de un terror muy diferente del tradicional de La
casa de Jack, pues hay, en esta, una suerte de complacencia en la técnica
que no había en aquella, más dada al vuelo libérrimo de la imaginación. Con Von
Trier casi no sabe uno a qué carta quedarse, porque la puerilidad del desafío
al espectador, pretendiendo transgredir lo habido y por haber, para desafiar su
tolerancia, raya a veces en lo absurdo, lo que deshumaniza y desfigura tanto a
sus personajes que nadie, salvo en un plano metafórico o alegórico, puede
asentir al desarrollo de lo que, en La casa de Jack, se nos ofrece como
una obra maestra de la psicopatía. Es cierto que el desenlace le hace ganar
mucho a la película, así como el macabro sentido del humor de algunos
incidentes, pero, en conjunto, los delirios ideológicos y estéticos de Trier
distancian notablemente al espectador común y no acaban de convencer al espectador
«resabiado», curtido en la visión de muchos desvaríos fílmicos, como a
cualquiera de nosotros nos ha sido dado ver a lo ancho y largo de nuestra pasión
por el séptimo arte.
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