La vida rural en el espejo reiterativo de sus afanes y sus ciclos.
Título original: Alcarràs
Año: 2022
Duración: 120 min.
País: España
Dirección: Carla Simón
Guion: Carla Simón, Arnau
Vilaró
Música: Andrea Koch
Fotografía: Daniela Cajías
Reparto: Jordi Pujol Dolcet, Anna Otín, Xenia Roset, Albert Bosch, Ainet
Jounou, Josep Abad, Montse Oró, Carles Cabós, Berta Pipó.
No pensaba verla, porque intuí
en unas cuantas secuencias vistas en televisión exactamente lo que he acabado
viendo ficción documental que se traiciona en el montaje y en la selección del
sesgo político que se acoge al sagrado de la defensa del medio rural, pero renuncia, por otro lado, a explicitar las
condiciones laborales de los inmigrantes a quienes contratan en la plaza, como
hacían los terratenientes en los pueblos andaluces, por más que se individualice
un conato de ritual animista, muy graciosamente imitado por la niña pequeña e
la familia, ¡todo un prodigio de actuación!, acaso la mejor de la película, si
bien reconozco que en este apartado de la interpretación sí que se consigue un verismo
absoluto. Los dos hijos mayores, el veinteañero y la adolescente, a su manera,
encarnan a la perfección la alienación de la falta de oportunidades que, sin
una materia prima que empuje en esa dirección, padecen. Subiendo en la escala
de edades, el matrimonio que regenta las tierras familiares, pendientes de
expropiación por ausencia de contrato escrito, cuando de todos es conocido el
valor jurídico de los contratos verbales, en su doble vertiente muda la mujer y
tan locuaz como ininteligible el marido, más parecen «empleados» de la sociedad
familiar que propiamente esposos, El retrato de su intimidad conyugal se reduce
a las friegas que ella le da para aliviarlo de las durísimas faenas agrícolas,
y que tampoco bastarán, de ahí que busquen la infiltración de cortisona que le
permita seguir con la recogida de las paraguayas, antes de la de los
melocotones, ¡que tan hermosamente dan en pantalla!, casi como los membrillos
de Víctor Erice pintados por Antonio López. Y ahora que la traigo a colación,
El sol del membrillo, quiero destacar que esa sensación constante de «tiempo en
suspenso» que preside ambas películas, se acentúa mucho más en la presente. De
ahí la «aridez» narrativa que hace cojear a la historia. Diría que la directora,
Carla Simón, ha buscado esa suerte de presente eterno mitológico que no admite
ni pasado ni futuro, aunque aquí el pasado determina el presente de la suspensión
del arrendamiento de las tierras y el futuro emerge, al final, con esas excavadoras
aislando la masía y la dura y sacrificada vida que representa en la lucha por
la supervivencia.
En la medida en
que el afán documental se impone a la leve narración de la vida de la familia,
pronta a quedarse sin sus medios de subsistencia, la película se organiza
como una sucesión de cuadros de la vida
rural que pretenden resumir quizás demasiadas cosas, olvidando deliberadamente
la creación de «personajes» que le permitan a los espectadores un mayor anclaje
en la historia. Es cierto que hay atisbos de ello, sobre todo en el hijo mayor de
la familia, reñido con los estudios y con buenas dotes para la faena agrícola, aunque
más bien corto de luces y enfrentado a un padre demasiado dominante, y también
que hay una suerte de homenaje al abuelo que ha dedicado toda su vida a la
tierra y ahora se pasea por ella, de noche, como un fantasma del pasado, aunque
puede más la idealización de su hermética figura que una introspección que
acaso poco en clara sacaría. Muy buen partido podría sacarse de la mujer, una
auténtica matriarca, siempre en la sombra como pilar fundamental de cuanto la
rodea, si bien queda difuminada por no pocos brochazos bucólicos que entorpece
la comprensión de su sacrificada labor.
Paralelamente,
Simón va añadiendo algunos toques de la realidad última que amenaza al campo,
como el cambio del cultivo de árboles frutales por el «cultivo» de huertos
solares que le arranquen a la tierra una rentabilidad que a la fruta le es ya
imposible de conseguir, debido, como bien se explica, a los precios que imponen
los mayoristas, y que casi significa trabajar a pérdidas o por muy parva
ganancia. ¿A qué se debe, entonces, la admiración unánime —y algo exagerada, a
mi juicio— que ha suscitado la película? Supongo que variarán las respuestas en
función del placer con que se haya visto, pero ha de reconocerse, porque es de
justicia, que el ritmo lento y los encuadres fijos que captan de manera hermosísima
la naturaleza del lugar y, por supuesto, las agotadoras faenas de la recolección
de la fruta, han contribuido a ello. La selección del espacio —una puesta en
escena cuyos encuadres ha buscado la autora con mimo de esteta y de amiga de
esa vida en modo alguno idealizada, en su conjunto— determina en buena parte
del metraje la reconciliación de los públicos urbanitas con una realidad a la
que no solemos acercarnos, salvo esporádicas ocasiones que nos permita el hecho
de tener familia o amistades en esos espacios. De algún modo, la película parece
inscribirse en esa llamada de alarma sobre la España vaciada y en la necesidad que
tenemos de no abandonar una dedicación agrícola para la que tan bien dotada
está nuestra tierra, porque es difícil competir, en Europa, con nuestras frutas
y verduras.
Aun
reconociendo toda la belleza que atesora la película, e incluso mis simpatías incondicionales
por un trabajo como el agrícola, tan despiadado físicamente, no puedo por menos
de constatar que la película tiene una alarmante falta de «historia» que no la
acaba de suplir la mucho más que meritoria actuación de sus intérpretes,
rayana, a mi parecer, en la de la mayoría de actores profesionales; las
reiteraciones, la ininteligibilidad del padre, si la película se ve, como creo
que ha de verse, en el catalán de la franja que se habla en ella, y ciertas
secuencias architópicas, como la de la comida familiar, por ejemplo, lastran lo
que podría haber sido una obra colosal, porque empeño y planos tan serenos como
hermosos no le faltan, desde luego. No me parece una película totalmente
lograda, pero los amantes del cine de Bresson o de Albert Serra, por ejemplo,
la pueden ver incluso hasta con cierto deleite, pero, ciertamente, se acerca
más al documental que a la ficción. La emoción ha de traerla puesta el
espectador de casa, está claro. Pero el deleite en la contemplación de la
naturaleza de esas tierras de Lérida las sirve en bandeja de plata Carla Simón,
sin duda.
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