martes, 22 de noviembre de 2022

«Alcarràs», de Carla Simón o el tiempo suspendido.

 

La vida rural en el espejo reiterativo de sus afanes y sus ciclos. 

Título original: Alcarràs

Año: 2022

Duración: 120 min.

País: España

Dirección: Carla Simón

Guion: Carla Simón, Arnau Vilaró

Música: Andrea Koch

Fotografía: Daniela Cajías

Reparto: Jordi Pujol Dolcet, Anna Otín, Xenia Roset, Albert Bosch, Ainet Jounou, Josep Abad, Montse Oró, Carles Cabós, Berta Pipó.

 

         No pensaba verla, porque intuí en unas cuantas secuencias vistas en televisión exactamente lo que he acabado viendo ficción documental que se traiciona en el montaje y en la selección del sesgo político que se acoge al sagrado de la defensa del medio rural, pero  renuncia, por otro lado, a explicitar las condiciones laborales de los inmigrantes a quienes contratan en la plaza, como hacían los terratenientes en los pueblos andaluces, por más que se individualice un conato de ritual animista, muy graciosamente imitado por la niña pequeña e la familia, ¡todo un prodigio de actuación!, acaso la mejor de la película, si bien reconozco que en este apartado de la interpretación sí que se consigue un verismo absoluto. Los dos hijos mayores, el veinteañero y la adolescente, a su manera, encarnan a la perfección la alienación de la falta de oportunidades que, sin una materia prima que empuje en esa dirección, padecen. Subiendo en la escala de edades, el matrimonio que regenta las tierras familiares, pendientes de expropiación por ausencia de contrato escrito, cuando de todos es conocido el valor jurídico de los contratos verbales, en su doble vertiente muda la mujer y tan locuaz como ininteligible el marido, más parecen «empleados» de la sociedad familiar que propiamente esposos, El retrato de su intimidad conyugal se reduce a las friegas que ella le da para aliviarlo de las durísimas faenas agrícolas, y que tampoco bastarán, de ahí que busquen la infiltración de cortisona que le permita seguir con la recogida de las paraguayas, antes de la de los melocotones, ¡que tan hermosamente dan en pantalla!, casi como los membrillos de Víctor Erice pintados por Antonio López. Y ahora que la traigo a colación, El sol del membrillo, quiero destacar que esa sensación constante de «tiempo en suspenso» que preside ambas películas, se acentúa mucho más en la presente. De ahí la «aridez» narrativa que hace cojear a la historia. Diría que la directora, Carla Simón, ha buscado esa suerte de presente eterno mitológico que no admite ni pasado ni futuro, aunque aquí el pasado determina el presente de la suspensión del arrendamiento de las tierras y el futuro emerge, al final, con esas excavadoras aislando la masía y la dura y sacrificada vida que representa en la lucha por la supervivencia.

         En la medida en que el afán documental se impone a la leve narración de la vida de la familia, pronta a quedarse sin sus medios de subsistencia, la película se organiza como  una sucesión de cuadros de la vida rural que pretenden resumir quizás demasiadas cosas, olvidando deliberadamente la creación de «personajes» que le permitan a los espectadores un mayor anclaje en la historia. Es cierto que hay atisbos de ello, sobre todo en el hijo mayor de la familia, reñido con los estudios y con buenas dotes para la faena agrícola, aunque más bien corto de luces y enfrentado a un padre demasiado dominante, y también que hay una suerte de homenaje al abuelo que ha dedicado toda su vida a la tierra y ahora se pasea por ella, de noche, como un fantasma del pasado, aunque puede más la idealización de su hermética figura que una introspección que acaso poco en clara sacaría. Muy buen partido podría sacarse de la mujer, una auténtica matriarca, siempre en la sombra como pilar fundamental de cuanto la rodea, si bien queda difuminada por no pocos brochazos bucólicos que entorpece la comprensión de su sacrificada labor.

         Paralelamente, Simón va añadiendo algunos toques de la realidad última que amenaza al campo, como el cambio del cultivo de árboles frutales por el «cultivo» de huertos solares que le arranquen a la tierra una rentabilidad que a la fruta le es ya imposible de conseguir, debido, como bien se explica, a los precios que imponen los mayoristas, y que casi significa trabajar a pérdidas o por muy parva ganancia. ¿A qué se debe, entonces, la admiración unánime —y algo exagerada, a mi juicio— que ha suscitado la película? Supongo que variarán las respuestas en función del placer con que se haya visto, pero ha de reconocerse, porque es de justicia, que el ritmo lento y los encuadres fijos que captan de manera hermosísima la naturaleza del lugar y, por supuesto, las agotadoras faenas de la recolección de la fruta, han contribuido a ello. La selección del espacio —una puesta en escena cuyos encuadres ha buscado la autora con mimo de esteta y de amiga de esa vida en modo alguno idealizada, en su conjunto— determina en buena parte del metraje la reconciliación de los públicos urbanitas con una realidad a la que no solemos acercarnos, salvo esporádicas ocasiones que nos permita el hecho de tener familia o amistades en esos espacios. De algún modo, la película parece inscribirse en esa llamada de alarma sobre la España vaciada y en la necesidad que tenemos de no abandonar una dedicación agrícola para la que tan bien dotada está nuestra tierra, porque es difícil competir, en Europa, con nuestras frutas y verduras.

         Aun reconociendo toda la belleza que atesora la película, e incluso mis simpatías incondicionales por un trabajo como el agrícola, tan despiadado físicamente, no puedo por menos de constatar que la película tiene una alarmante falta de «historia» que no la acaba de suplir la mucho más que meritoria actuación de sus intérpretes, rayana, a mi parecer, en la de la mayoría de actores profesionales; las reiteraciones, la ininteligibilidad del padre, si la película se ve, como creo que ha de verse, en el catalán de la franja que se habla en ella, y ciertas secuencias architópicas, como la de la comida familiar, por ejemplo, lastran lo que podría haber sido una obra colosal, porque empeño y planos tan serenos como hermosos no le faltan, desde luego. No me parece una película totalmente lograda, pero los amantes del cine de Bresson o de Albert Serra, por ejemplo, la pueden ver incluso hasta con cierto deleite, pero, ciertamente, se acerca más al documental que a la ficción. La emoción ha de traerla puesta el espectador de casa, está claro. Pero el deleite en la contemplación de la naturaleza de esas tierras de Lérida las sirve en bandeja de plata Carla Simón, sin duda.

 

        

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