domingo, 27 de noviembre de 2022

«El prodigio», de Sebastián Lelio, entre la fe y la ciencia.

Un retrato de época sobre la fe, la superchería y la razón en la Irlanda de la posthambruna de 1842.

 

 

Título original: The Wonder

Año: 2022

Duración: 108 min.

País:  Irlanda

Dirección: Sebastián Lelio

Guion: Alice Birch, Sebastián Lelio. Novela: Emma Donoghue

Música: Mathew Herbert

Fotografía: Ari Wegner

Reparto: Florence Pugh, Tom Burke, Kíla Lord Cassidy, Niamh Algar, Ciarán Hinds, Toby Jones, Elaine Cassidy, Brian F. O'Byrne, David Wilmot, Dermot Crowley, Josie Walker, Mary Murray, Abigail Coburn, Caolan Byrne, Niamh Finlay, John Burke.

 

         Enmarcada en dos secuencias que arrancan y acaban en el set  donde se recrean los decorados de la Irlanda de 1862, cuando aún es muy reciente la memoria de la gran hambruna que transformó la geografía humana de la isla, El prodigio se inicia, intuyo que eso quiere indicar el director, como una continuación de la propia magia del cine, pues la historia se acerca de tal manera a lo inverosímil que bien puede entenderse «el caso» como un gran trucaje cinematográfico que se va a ofrecer al espectador para que este sea capaz de descubrir la trastienda del engaño, si lo hay.

La enfermera que llega a un diminuto pueblo irlandés, contratada por un tribunal de hombres justos de la localidad, ha de resolver el gran misterio que representa una niña que lleva más de cuatro meses sin ingerir bocado y, contra lo científicamente aceptado, sin morir por inedia. El comité está integrado por las fuerzas vivas del lugar, entre las cuales está también el cura de la aldea, quien quiere asegurarse a toda costa de que no se trata de un engaño el intento de hacer aparecer como  milagroso un hecho para el que no se halla explicación. Se delega, por lo tanto, en una «autoridad» externa, inglesa, para más señas, y en una monja católica, quienes se turnaran día y noche para certificar que la niña no recibe nunca alimento de ninguna clase. Queda claro en el contrato que el papel de la enfermera es estrictamente de observadora, y que no puede, de ninguna de las maneras, tratar de alterar el comportamiento de la niña, cuya devoción exagerada forma parte de su aceptación de los designios del Señor.

En cierta forma, esta historia forma parte de una serie de fenómenos religiosos o pararreligiosos cuyas fronteras entre lo natural y la superchería siempre han estado en cuestión. Me acuerdo ahora del caso de Teresa Neuman, quien no solo recibió los estigmas de Cristo, en 1926, sino quien alegó haber vivido 40 años sin comer ni beber otra cosa que la hostia consagrada. Como en el caso de la «santa» alemana, también la protagonista de esta historia recibe innumerables visitas que, además, ofrecen su donativo por haber tenido el privilegio de conocerla, dado que la niña es un prodigio de fe ferviente, pues dedica prácticamente todo el día a la oración.

La película, rodada en Irlanda, muestra un paisaje bellísimo atravesado por unos personajes en quienes aun está presente el drama de la gran hambruna que diezmó la población. Tiene algo de mágico y de soberbio que la santidad de la niña se derive del hecho de sobrevivir al hambre, como si fuera una señal de Dios para señalar al pueblo escogido por él. La pobreza y la ausencia de comodidades que domina la vida cotidiana nos indican la herencia de aquella hambruna y lo que significó en términos de prosperidad social.

La relación de la enfermera con un joven periodista que perdió a su familia en la hambruna y que la apoya en su lucha para desenmascarar la superchería de los «poderes» religiosos de la criatura ayuda a sobrellevar el ritmo pausado de vigilancia que necesariamente ha de dominar la película, porque el tejido narrativo tiene más de proceso psicológico de seducción mutuo entre la vigilante y la vigilada que de otra cosa, y de ahí la lentitud que nos permite potenciar el significado de cada mirada, de cada gesto, de cada palabra. La película parece una perfecta ilustración del aforismo de Nietzsche: «Si miras durante largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti», porque no de otra manera puede entenderse el proceso de identificación entre la enfermera y la niña, víctima, a juicio de la vigilante, del fanatismo religioso de la familia y, muy especialmente, de la madre, quien ve en la enfermera una enemiga que pretende «quitarles» a su hija.

El prodigio es una película de interiores y, en consecuencia, propensa a las composiciones de muy marcados claroscuros, lo que, unido a la necesidad de mostrar una realidad histórica muy concreta, se resuelve en unos planos cuya composición acusa una muy marcada inspiración pictórica. La austeridad de la puesta en escena se compensa, pues, con el generoso derroche del juego con la luz que ilumina o entenebrece dichos planos. Lo mismo sucede con los exteriores, cuyos planos generales nos muestran una naturaleza vasta, desarbolada y un punto yerma, como si la hambruna también hubiera pasado por ella, y las figuras de la enfermera y la niña en esos paseos que pretenden restablecer su salud, paliar los efectos de la debilidad alarmante que muestra la chiquilla y que no parecen ayudarla a evitar lo irremediable, desde que la monja y la enfermera comprueban que no prueba alimento ninguno.

¿Dónde está el secreto, de haberlo? ¿Dónde el truco del prolongado ayuno más allá de las leyes de la naturaleza?

Pues todo ello, queridos espectadores, ha de permanecer velado en esta crítica, porque solo cada cual puede valorar el desenlace que nos propone la historia y juzgar al respeto con el mucho, poco o ningún conocimiento que cada cual tenga sobre estos asuntos que se desarrollan entre la tierra y tejas arriba. La película recuerda en parte otras precedentes en las que la vivencia de la fe religiosa adquiere un protagonismo que rodea con un aura mágica, acaso suprarreal, lo que ocurre, como sucede con Ordet, de Dreyer, a la que esta se aproxima, si bien queda muy lejos de la intensidad mística de la del director danés. La interpretación de la pareja protagonista, eso sí, es modélica, y ambas Florence Pugh y Kíla Lord Cassidy nos ofrecen un diálogo intenso, creíble y poético, tan lleno de silencios locuaces como de profunda emotividad, suscitada por el respeto al adversario, por quien se puede llegar a sentir un intenso afecto: no siempre la ciencia y la fe han de andar a la guerra.

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