La inefable
progresión de un malentendido emocional o la delicadeza psicológica de Zweig.
Título original: Kysset
Año: 2022
Duración: 116 min.
País: Dinamarca
Dirección: Bille August
Guion: Bille August, Greg
Latter. Novela: Stefan Zweig
Música: Henrik Skram
Fotografía: Sebastian
Blenkov.
Reparto: Esben Smed Jensen; Clara Rosager; Lars
Mikkelsen; Rosalinde Mynster; David Dencik; Thalita Beltrão Sørensen; Lukas
Toya.
No he leído la novela de
Stefan Zweig, pero me he informado de que se trata de una de las más extensas
escritas por él, tan aficionado a la distancia corta de la nouvelle, lo
cual me invita a pensar en que se debe de tratar de un festín psicológico de
primera magnitud. Editada anteriormente como La piedad peligrosa, al
menos desde 1946, se nos presenta ahora con el título que toma la película de
Bille August, quien, mediante una narración clásica, perfectamente ambientada,
se ciñe desde el primer momento al nudo del relato y nos va sumergiendo en la
angustia del protagonista, todo ello mediante una dirección preciosista que saca
partido de la puesta en escena para entregarnos una película «de época» muy
próxima a nosotros, sin embargo, porque el dilema que plantea pertenece al orden
moral y salta, como cualquier asunto de conciencia, por encima de los
condicionamientos temporales y sociales.
Un joven desheredado de la fortuna
será ayudado por una familiar rica para recibir una dote que le permita ingresar
en el cuerpo de caballería, donde quiere hacer carrera para, andando el tiempo,
devolver el préstamo a su tía. El joven es consciente de su ubicación en la
jerarquía social, lo cual se manifiesta en los distintos orígenes de la mayoría
de sus compañeros y cómo solo a través del férreo cumplimiento de sus
obligaciones militares y de la «exhibición» de su sentido de la responsabilidad
y de las «dotes de mando» puede
granjearse su respeto y el de sus superiores. Lo que en efecto sucede.
En el curso de unas maniobras decide
ayudar a un carruaje a salir del lodazal en el que se ha metido para que
continúen ciertas damas su camino hacia el castillo del Señor de la comarca, cerca
de las instalaciones militares. De allí, en agradecimiento, le llega una
invitación a pasar una velada, cena y baile incluidos, en el castillo. Sus
superiores no tardan en echar sobre sus hombros la responsabilidad de la
representación de la institución militar, así como del buen nombre del
regimiento al que pertenece. Todo discurre a la perfección, e incluso el
cohibido joven acaba disfrutando de un breve éxito social. Pero llega el
momento decisivo: sin darse cuenta de nada, se acerca a la hija del noble y la
invita a bailar. Ella, sinceramente agradecida, intenta levantarse para
corresponder a la invitación, pero no tarda en trastabillar y caer sentada en
el sillón que ocupaba, ante el desconcierto del joven militar que descubre, entonces,
los hierros de las prótesis que ayudan a la joven a desplazarse mediante
muletas o con ayuda humana. Aturdido por su falta de tacto, producto de una
disculpable ignorancia, el joven militar se excusa inmediatamente y abandona a
toda prisa la velada.
Al día siguiente, Anton se presenta en
el palacete para presentar sus excusas por su comportamiento. Ese es el segundo
momento peligroso de su existencia, tras la invitación al baile a la joven. El
padre no solo lo disculpa, sino que insiste en que se reúna con su hija y que
hablen, como los dos jóvenes que ambos son, pues entre ellos sabrán entenderse.
El joven, de esa manera alentado, inicia una relación con Edith que llenará de
simpatía y buen humor la vida de la joven inválida, cuyo proceso degenerativo
parece progresar sin que el padre encuentre diagnósticos que le auguren una
futura remisión de la enfermedad. Lo que está claro es que las visitas al
palacete no solo se convierten en asiduas, sino que van a poner en peligro el
cumplimiento de sus obligaciones militares. Poco a poco, siempre alentado por
el padre, que ve con complacencia el cambio de humor que ha experimentado Edith
desde que se relaciona con Anton, este se va sumiendo en un mar de atenciones
equívocas que Edith considera propias de un noviazgo y el joven como un cúmulo
de cortesías dictadas por la compasión, porque queda claro enseguida que de
ningún modo está él enamorado de Edith, a pesar de que la amiga íntima de esta,
con quien convive en palacio para ayudarla y confortarla, intenta disuadirlo de
que Edith “lo” merece, y que ese «amor» que ella se niega a calificar, puede serlo todo para Edith, un renacer a la
vida que la aparte de la depresión, del abatimiento que se apodera ella al ver
que no experimenta ninguna mejoría, a pesar de los tratamientos que su padre le
busca con desesperación.
¡Qué sutileza la de Zweig y la de August
para meternos en ese pozo sin fondo de la compasión que se acaba convirtiendo
en un amor compasivo que pone al oficial en el brete de dejar la carrera
militar para convertirse en el marido de Edith y en el heredero del ennoblecido
señor del castillo! Esa sola posibilidad, oída subrepticiamente de labios de
sus compañeros, casarse por dinero con una lisiada, obliga a Anton a tomar una
decisión.
Y hasta aquí llega el planteamiento. No
puedo no debo ir más allá. Lo importante, para el espectador, es que, a pesar
del asfixiante caso moral en que se sumerge el protagonista, el desarrollo del
mismo es tan paulatino que nos lleva a sorprendernos al mismo tiempo que el
propio protagonista: ¿Cómo ha sido posible que haya dejado que las «cosas» llegaran
tan lejos? Todas las fases de las dudas de conciencia que tienen los personajes
las vamos recorriendo sin dejar de hacer nuestras previsiones, desde luego,
pero son tan hermosas las imágenes de August, con una espléndida y magnificente
fotografía de Sebastian Blenkov, cuyas buenas maneras ya pude admirar en El
caso Sloane, de John Madden.
La sutileza psicológica siempre exige
una interpretación a la altura de matices casi imperceptibles, y ahí es donde
entran las representaciones ajustadísimas de Esben Smed y de Clara Rosager, quienes llevan
el peso de la película, aunque tengan compañeros de reparto de tanta categoría
como Lars Mikkelsen. La sencillez narrativa de Bille August es engañosa,
porque donde podría verse un decente y aseado «drama de época», él nos lleva a
los más profundos recovecos de la conciencia moral de cada personaje y del
tormento que se opera en ellas. Y lo hace, rehuyendo la trampa de la mediocre sentimentalidad
y acercándonos a las estremecedoras dimensiones de la tragedia de unos destinos
tan ambiguos como extraños.
Dejo nota de la dificultad de
compartir estrenos con los espectadores, porque el cine se está volviendo un
espectáculo íntimo en vez de social, y, como pasa con los podcast, todos vemos
unas programaciones que difícilmente suelen coincidir con la de familiares, amigos,
conocidos y cinéfilos en general. En todo caso, se trata de una película aun al
alcance de todos en una plataforma como Filmin, que, ¡afortunadamente!, se
nutre de mucho fondo europeo.
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