Emocionante captura cinematográfica de la emoción en carne viva y fotograma a tumba abierta y viva del paso del tiempo: la esencia de la vida en la luz y en la imaginación.
Título original: Cerrar los
ojos
Año: 2023
Duración: 169 min.
País: España
Dirección: Víctor Erice
Guion: Víctor Erice, Michel
Gaztambide
Música: Federico Jusid
Fotografía: Valentín Álvarez
Reparto: Manolo Solo; José
Coronado; Ana Torrent; Soledad Villamil; Helena Miquel;
Mario Pardo; Josep Maria Pou;
María León; Petra Martínez; Juan Margallo; Dani Téllez;
Antonio Dechent; Venecia
Franco; Rocío Molina.
AVISO: Quien no haya visto la película, aparte sus
ojos de esta crítica, porque la he escrito solo para quienes hayan disfrutado
de esta obra maestra. Mis disculpas.
Aunque a Boyero
siempre lo leo en cuarentena, me chocó su «insensibilidad» ante la última
película de Erice. Como un acontecimiento artístico tan esperado, ¡han pasado
31 años desde El sol del membrillo, otra muestra de su genialidad!, está
claro que el estreno de la película de Erice me llevaba al cine en cuanto se
estrenara. Y ha sido de tal naturaleza el cúmulo de emociones que se han ido
apoderando de mí a medida que veía en una sola película toda su carrera
cinematográfica, que he acabado muy profundamente afectado, compungido, lloroso,
agradecido y aplaudiendo, aunque en una sala demasiado vacía para la magnitud de
la obra de arte que nos ha regalado, ¡de nuevo!, Víctor Erice, acaso el director
español más importante, ahora ya de dos siglos, el xx y el XXI.
Que Erice es un caso singular en nuestra
historia cinematográfica, está fuera de duda. Que su vivencia del cine va mucho
más allá de cualquier historia concreta, también, porque, y luego volveré sobre
ello, el propio arte cinematográfico es un elemento importantísimo en esta película
llena de homenajes al arte al que ha dedicado su vida. Cuando leí un sucinto
resumen del argumento, he de reconocer que fruncí el ceño y me dije que eso de
la búsqueda del desaparecido, del protagonista director de cine, de la aparición
de los ojos de Ana Torrente, etc., me daban mala espina, no sé, me parecía un
planteamiento demasiado tópico, y del que iba a ser difícil «sacar» una buena
película.
Después de ver la película, solo puedo
decir que Víctor Erice ha conseguido revivir el mismísimo milagro de Ordet,
de Dreyer, en la pantalla, y de ahí mi catarsis, hermana gemela de la que sufrí
tras asistir a la proyección de Ordet. La película se abre con una luz,
una fotografía y una atmósfera oriental que capta ya al espectador para el
resto de la película y que, mediante las interpretaciones magistrales de Pou y
Coronado, lo persuade de que va a ver algo extraordinario. Qué duda cabe de que
en esas secuencias achinadas late lo que podría haber sido El embrujo de
Shangái, de Marsé, dirigida por él.
En cuanto entramos en la declaración de
Garay, el director y, en buena parte, sosias del autor, en el programa de
televisión sobre desaparecidos, cuyo morbo populachero desaparece por obra y
arte de la realización, de la contenida periodista y de la magnificencia de una
interpretación tan magistral como la de Manolo Solo, tan acostumbrado a «levantar»
cualquier película en la que aparezca, y no son pocas, como en Tiempo
después, la secuela de una de las grandes películas españolas de todos los
tiempos, Amanece, que no es poco, de Cuerda; en cuanto vemos todo eso
nos damos cuenta de que la búsqueda de la persona amada es una quest
tradicional en la que a todos cuantos rodearon al gran actor desaparecido les
va la vida, o gran parte de ella: al director y a la hija de un padre ausente,
sobre todo. Una entrevista tras la que Garay se deshace de una gabardina con
alto valor simbólico, porque es la misma que lleva el desaparecido actor, Julio
Arenas en las secuencias que rodaron antes de su desaparición.
Claro que el fracaso, algo tan relativo
como digno, impregna todos y cada uno de los pasos de Garay, y ahí está esa
existencia “a lo Nomadland” de Zhao, y a la de tantos westerns como el
que se evoca en la velada bajo las estrellas: My rifle, my pony and me…,
de Río Bravo, de Hawks, director de Río Rojo, la última película
que se proyecta, por cierto, en La última película, de Bogdanovich, otra
existencia consagrada a la mayor gloria del cine. Ese momento mágico del elogio
de la individualidad dedicada, sin embargo, a la recuperación de la memoria del
amigo de juventud, con quien tantas cosas y personas se han compartido, es solo
uno de los muchos que hay en una película en la que El sur, «su» sur, está tan
presente y acaba teniendo una importancia trascendental en la historia: ¡la
imagen de los dos amigos, ahora desconocidos el uno para el otro, asomados a la
verja que los separa del mar!; la secuencia imborrable del encalado de la pared
tras las sábanas tendidas al sol que más calienta, y que a uno le trae
enseguida a la memoria Una jornada particular, de Scola… y Barbarroja,
de Kurosawa, en el ámbito de la medicina y la pobreza…
Parte de lo compartido es el amor por la
misma mujer, que estuvo unida a Garay y luego al actor. Que ese personaje lo interprete,
con riquísimos matices de voz, Soledad Villamil, la protagonista de El
secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, no puede dejar de verse sino como
otra de esas casualidades cinematográficas que recorren la historia para acabar
convirtiéndose, propiamente, en causalidades.
Sí, lo sé, lo que acabo de decir puede
confundirse con un necio exhibicionismo crítico de amor al cine, pero ¿cómo se
ha de comentar, si no, el cine que se alimenta del cine? Que una de las
amistades claves de Garay sea el viejo montador que guarda en su casa-almacén
los rollos de infinidad de películas en sus «latas» planas, incluidas la que él
dejó inacabada, y cuyas secuencias vimos al comienzo de esta película, nos
indica el rico tejido fílmico que nutre la historia, y por eso se advierte que
el montador, fetichista del Cine, haya sustituido un antiguo cartel por el recién
adquirido de They Live by Night («Los amantes de la noche»), la ópera
prima de Nicholas Ray, a quien, ¡otra «casualidad» más…, Erice le ha dedicado
un libro en colaboración con Jos Oliver. Sumémosles a todas estas referencias
el prodigio de iluminación y encuadre que hay en dichas secuencias y el
resultado nos habla de una auténtica maravilla, propia solamente de quien ha
cuidado hasta el más insignificante de los detalles. Mario Pardo, además, excelente
y veterano actor que se suma a un elenco de «viejos cómicos» como Petra
Martínez o Juan Margallo, tiene la dicción perfecta, como todo ellos, para desplegar
la intimidad de las heridas del tiempo en las personas y meternos en el drama
de su paso atroz e imparable.
Cuando una psicóloga que ha visto el
programa sobre los desaparecidos cree reconocer al actor cuyo rastro se perdió
más de veinte años atrás, la película da un giro hacia el intimismo psicológico
que predispone al espectador a esperar una anagnórisis que este desea con verdadero
ahínco, como sucede en la película mágica de Mervyn LeRoy titulada Niebla en
el pasado, cuyo protagonista sufre una amnesia que le impide recordar su
pasado. Cuando se separa de su mujer, esta no vuelve a aparecer en la película
hasta que, con uno de los más brillantes efectos narrativos que yo recuerde,
reaparece como secretaria de su marido en una oficina, y él la trata como a lo
que en ese momento es, su empleada, ignorando todo su pasado compartido.
La figura de Julio Arenas, el actor
desaparecido, emerge apegado al trabajo manual más humilde en un asilo para
gente con pocos recursos, como si en el «hacer» estuviera el ser, es decir,
como si hubiéramos vuelto al origen etimológico de «poesía», de ποιέω, «hacer»,
y por eso Garay tiene acceso a Julio y este no lo rechaza, porque sus manos —no
había dicho que entre los humildes quehaceres de Garay, aparte de las
traducciones y algunos cuentos, está salir a pescar de madrugada en Cabo de
Gata, donde vive— están tan «trabajadas» como las suyas. Sé que peco de
visionario, pero en la figura sencilla, andrajosa y abstraída en sus quehaceres
cotidianos del actor perdido me ha parecido intuir una presencia muy poderosa
fílmicamente para mí, la de un santo que no quería serlo, en una emotivísima
película de Edward Dmytryk, El hombre que no quería ser santo.
La temprana aparición de la hija de Julio
Arenas, que se niega a ir al programa de televisión, y a quien Garay no logra convencer
para que lo haga, es un momento especialmente emotivo para los rendidos
espectadores que vimos en los ojos de la actriz la magia y la poesía de la
niñez, en su aparición ultraestelar en El espíritu de la colmena, una de
las mejores películas españolas de todos los tiempos. Que el paso del Tiempo es
un personaje de la película lo vemos nada más aparecer Ana Torrent en pantalla
y, como un imán, nuestros ojos se van a sus ojos y vemos materialmente ese
transcurso, no tanto en la mirada apagada del presente, frente al brillo
cósmico de la niñez, cuanto en la voz cansada y resignada, pero afectuosa y
acogedora, con que habla con el mejor amigo de su padre y le confiesa la
vaguedad de la figura paterna en su vida, una ausencia dolorosa. El hecho de
que la hija acceda a desplazarse al sur para reconocer a su padre y confirmar
que es él, amén de contribuir, en la medida que pueda, a la recuperación de su
memoria, abre el último capítulo de una historia en la que, finalmente, todo
encajará, y la historia que dejó inconclusa Garay, la recuperación de una hija
por parte de un padre que contrata a un detective para que la encuentre y se la
devuelva, se empareja con la del director que cree que si Julio contempla lo
que él filmó, podrá recuperar su ser perdido, ¡y acaso bien perdido!, como si
la proyección fuera una sesión espiritista en la que, en vez de darse las manos,
los participantes han de concentrar su visión en las imágenes que van a
hipnotizarlos para descubrir el interior de cada uno de ellos.
¡Menudo final catártico, el de la proyección!
Llevado de una sabiduría del alma humana
que rehúye los tópicos de «abrir los ojos a la realidad, a la vida, a los demás,
a lo que nos rodea, etc.», Erice ha sabido captar el verdadero movimiento del
espíritu, es decir, cerrar los ojos después de haber visto la verdadera
realidad para meterla dentro de nosotros, para asimilarla, para integrarla en nuestra
más irreductible intimidad; y eso es lo que hace Julio apenas la realidad se le
ha impuesto desde la ficción como un milagro en todo equivalente al poder
taumatúrgico de la «palabra» en Ordet. ¡No es un «final», es una experiencia
íntima catártica que te sacude de un modo terrible y amoroso; feroz y
compasivo!
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