miércoles, 25 de octubre de 2023

«Nada», de Mariano Cohn y Gaston Duprat o el Todo en miniserie.

 

Radiografía del porteño y la primera aparición en serie televisiva de Robert de Niro.

 

Título original: Nada

Año;: 2023

Duración: 159 min.

País: Argentina

Dirección: Mariano Cohn (Creador), Gastón Duprat (Creador)

Guion:  Mariano Cohn, Emanuel Diez, Gastón Duprat

Música: Alejandro Kauderer, Ignacio Gabriel

Fotografía: Alejo Maglio

Reparto: Luis Brandoni; Majo Cabrera; María Rosa Fugazot; Robert De Niro; Silvia Kutika; Belén Chavanne; Daniel Aráoz; Enrique Piñeyro; Cecilia Dopazo; Gastón Cocchiarale; Guillermo Francella; Andrea Frigerio; Rodrigo Noya.

 

          Quienes me hayan leído las críticas en este Ojo de Ciudadano ilustre y Competencia desleal no van a extrañarse de que continúe mi enamoramiento de la obra de esta portentosa pareja de directores, porque en esta serie televisiva se halla lo mejor de esos trabajos anteriores para el cine. En la medida en que es una miniserie, cinco escasos capítulos, pero la anécdota no da para más, y alargarlo pecaría de esas segundas partes que nunca fueron buenos, salvo la excelsa de Don Miguel de Cervantes Saavedra, la ficción se extiende menos, de hecho, que muchas películas que se columpian hasta casi las tres horas, como la recién vista Inland Empire. Ello significa que la brevedad de los capítulos y del conjunto en general dejan un estupendo sabor de boca, lo que no es poco decir de una serie en la que el protagonista es un crítico gastronómico atrabiliario, extravagante y un mucho malhumorado ante la deriva de la realidad, frente a la que se parapeta en el desprecio olímpico, la ironía y sus buenas dosis de mala leche. ¿Y qué pinta De Niro, es lo primero que se preguntarán, en una miniserie argentina, si nunca antes ha accedido a rodar ninguna en su propio país? De entrada es el introductor de cada capítulo y, de vez en cuando, aparece para remarcar este o aquel aspecto de la vieja relación que lo une con el crítico gastronómico que un buen día, cuando su personaje no era tan famoso, como escritor mundialmente célebre, lo guio por un tour gastronómico en la hermosa ciudad de Buenos Aires, de la que guarda un hermoso recuerdo.

          A mí me van a tener que disculpar, porque, sin haber estado nunca allí, me considero un bonaerense de adopción, no ya por mi devoción por la literatura argentina o por la hermosa sonoridad de su español cantarín o mi pasión por los tangos o su muy particular idiosincrasia de melting pot, ¡y no digamos por su cinematografía, con Leopoldo Torre Nilsson a la cabeza!, todo lo cual me hace muy sospechoso de parcialidad. Para tranquilidad de quienes sean reticentes ante mis elogios, confieso que empecé a ver la otra serie de la pareja, El encargado, y que me trasladé a Nada porque no me acababa de sentir cómodo en ese remedo de nuestra vieja picaresca, aunque reconozco que solo vi un episodio y quizás debiera darle otra oportunidad.

          Nada es otra cosa, mucho más íntima, más personal; porque el personaje, una eminencia en el templo de la gastronomía, un pope de los que hacen prosperar un negocio o lo hunden, en función de sus críticas, tiene un espesor psicológico, un sentido del humor, e incluso una escenografía, la casa-museo de la que van desapareciendo las obras de arte en función de las necesidades de «líquido», que, junto con sus amistades, expareja incluida, nos ofrecen un retrato social de «exquisitos» con dejes transgresores de cultura de excepción que no escapan, sin embargo, de la difícil situación de la economía argentina. Acostumbrados al euro, el monto de las facturas, por ejemplo, nos meten el escalofrío en el cuerpo.

          El título polisémico puede entenderse de muchas maneras, y aun hasta los críticos radicales de la serie pueden decir de ella que es una «nadería», pero es muy cierto que se retratan en su incapacidad lectora. Otra cosa es que el desarrollo dramático esté demasiado comprimido como para que ciertos procesos de «reconversión» tengan lugar en tan breve espacio de tiempo, pero ¡qué carajo!, la ficción tiene sus derechos y prerrogativas frente a lo real, y ha de hacerlas valer.

          La serie comienza con el retrato de Manuel, el crítico en una situación crítica, porque anda muy escaso de fondos, ha recibido dos adelantos de un libro que no ha entregado a la editorial y, para colmo de colmos, la fiel asistenta de toda una vida, su mano derecha, la izquierda y los pies para usar los pedales del auto como conductora, fallece al final del primer capítulo, dejándolo enfrentado a una vida ordinaria de la que el «señor» no tiene ni la más mínima idea, salvo todo lo relativo a la elaboración de los platos argentinos que se suceden a través de los capítulos, una escuela de alta gastronomía de la que conviene tomar buena nota, sobre todo de ese bifé de chorizo que se corta ¡con cuchara! Está claro que las relaciones del crítico dan de sí para que nos asomemos a una visión, aunque sea reducida, de la sociedad argentina, y ahí los autores despliegan una ironía soberbia y gratificante para los espectadores, porque todo se contempla desde el lado exquisito de la fina ironía con algunos granos de sal gorda. Es divertidísima la distinción hecha por el cronista De Niro entre «boludo» y «pelotudo», que se suma a la especie de introducción al mundo porteño que hace el actor usamericano con absoluta vis cómica.

          La aparición de una inmigrante paraguaya que busca trabajo y que le es enviada por su ex para ayudarlo en el desempeño de la vida cotidiana, porque  conoce perfectamente la incapacidad radical del hombre totalmente abstraído de la vida doméstica, marca un antes y un después en la serie. La interpretación de la casi debutante Majo Cabrera es uno de esos momentos mágicos en la historia, porque, por vez primera, se debilita el individualismo antigregario del protagonista y emergen los sentimientos, aunque sea en sordina y con muchas mantas que lo amortiguan, como la que él rechaza cuando se hiela en una entrevista avasalladora a la que se presta para lucimiento de otros, y obtener la triste recompensa de un vino barato frente al que tuerce el gesto.

          La vida cotidiana, una hija que vive en Londres y una nieta que pregunta, al verlo en la pantalla del móvil de la madre: «¿y ese viejo, quién es?», la seria dificultad de moverse sin apenas recursos —la escena en el supermercado es absolutamente antológica—, y otras dificultades propias de su profesión: las  secuencias de «las vacas felices» y la cuenta que le pasan en el restaurante donde siempre ha comido invitado son también momentos estelares que nos hablan de un mundo que se derrumba y lo arrumba, una realidad para la que él no tiene códigos de interpretación; todo ello, en definitiva, asume una perspectiva nostálgica que tiñe la serie de una melancolía que no invita a la tristeza, sino, paradójicamente, a la vitalidad, porque, a pesar de las desalmadas políticas de la cancelación y el wokismo, estos dos personajes viejos nos invitan a vivir intensamente y a hacerlo sin complejos ni culpabilidades sin sentido, un mensaje que cala en los espectadores.

          Tanto el escenario de la ciudad como la música son dos complementos fundamentales de la realidad porteña en la que esta película se adentra de manera muy específica y grata.

          Viendo esta serie y la obra de Cohn y Prat, me pregunto siempre cómo es que Daniel Burman no se prodiga más, porque esta serie me ha recordado mucho su manera particular de enfrentarse a la argentinidad, de la que esta película, perdón, miniserie…, es un magnífico ejemplo.

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