Un ácido retrato
de la miseria moral de la escoria social.
Título original: Il bidone
Año: 1955
Duración: 95 min.
País: Italia
Dirección: Federico Fellini
Guion: Federico Fellini,
Ennio Flaiano, Tullio Pinelli
Reparto: Brodericvk Crawford;
Giuletta Messina; Richard Baseheart; Franco Fabrizzi; albeerto de Amicis;
Giacomo Gabrielli.
Música: Nino Rota
Fotografía: Otello Martelli
(B&W).
Rodada entre La
Strada y La dolce vita, Almas sin conciencia, a su manera,
recoge el ambiente de degradación social que Fellini había narrado en Los
inútiles y preludia en parte, por las secuencias de la fiesta navideña,
el gran éxito de La dolce vita. Hasta anteayer, no solo no la había
visto, sino que no había oído hablar de ella, como si fuese una película «irrelevante»
en una carrera en la que sobran títulos que forman parte, por derecho propio,
de lo mejorcito de la historia del cine. Mi sorpresa ha sido mayúscula, porque dentro
de su corriente, el neorrealismo, me ha parecido una obra sobria, seca,
contundente y tristísima, porque lo que se puede llegar a hacer para sacarle a
los pobres sus escasos ahorros produce una indignación que va in crescendo
y con la que, al final de la película, se juega narrativamente para crear una
expectativa de redención que nos permita liberarnos en parte de la tenaza que
nos agarra, como las garras del águila el corpachón del carnero que se eleva
con ella por los aires camino de su fin, el corazón sufriente del espectador.
La película se
abre con un «golpe» del equipo de timadores que, disfrazados de miembros de la iglesia
católica, un obispo entre ellos, convence a los iletrados labriegos de que en
sus tierras fue enterrado, por un pecador arrepentido, un tesoro que, de
acuerdo con la ley es suyo, y por el que únicamente querrían el importe de las
misas que el pecador quiere que se digan por su alma. Todo discurre con la
normalidad habitual y los tres amigos estafadores entregan la recaudación al
organizador material de esos «golpes» que juegan con la ambición y con la
ignorancia, porque lo que desentierran no pasa de ser quincallería barata.
De los
alrededores campestres de Roma, pasamos a la capital, siguiendo la peripecia de
los tres distintos estafadores: Augusto, magistralmente interpretado por
Broderick Crawford; Picasso, un pintor aficionado apegado a su mujer,
interpretada por Giulietta Massina, en un papel breve, pero muy emotivo, y
Roberto, el más joven, encarnado por Franco Fabrizi. No tardamos en saber que
Augusto tiene ya 48 años, una hija que vive con la madre y a quien ve de vez en
cuando, sin poder agasajarla con los caprichos que a él le gustaría. Sin oficio
ni beneficio, es un juguete de los trapicheos con los que intenta salir
adelante, y sabe que va perdiendo la vida y lo más querido, su hija. Los tres
son invitados por un viejo amigo que ha triunfado en la vida a una fiesta de
Año Nuevo en su casa. Allá se presentan los tres con muy diferente intención.
Augusto pretende que el viejo amigo le financie un negocio en el que el otro
pondría la financiación y él el trabajo. Picasso, en compañía de su mujer, se
presenta con un cuadro ´suyo para intentar «colocárselo» al amigo como si fuera
de un pintor famoso y Roberto picotea aquí y allá hasta que descuida una
pitillera de oro que encuentra en un sofá, lo que va a generar una escena de
inmensa tensión cuando, al marcharse los tres, el amigo se planta en la puerta,
bien acompañado, reclamando que «aparezca» la pitillera que Roberto niega
tener, hasta que el recurso a una broma alargada en exceso permite que salga de
su bolsillo y vuelva a poder de su dueña. El amigo se queja a Augusto de las
compañías que frecuenta y de que, entre ladrones, hayan pretendido hacer
negocio con él, cuando bien se sabe que también hay un código del honor en el
hampa, por cutre que sea su esfera de acción. Esas secuencias del fiestorro son
una exquisitez cinematográfica de primera, y preludian, ciertamente, muchas de
las que rodará no mucho después en La dolce Vita, en la que la producción
lo magnifica todo, pero mantiene la esencia de la mediocridad, la frivolidad y
el desengaño vital del protagonista,
como en esta el de Augusto.
La noche no acaba bien, pero peor continúa
la vida del trío malhechor, sobre todo, la de Augusto, cuya difícil relación
con la hija acentúa la sensación de fracaso que huele constantemente el
espectador en cuanto aparece, con su gran humanidad, en pantalla. La escena más
terrible de la película, dejando de lado un final apoteósico de la crueldad y
el mal, de esos que se imprimen en la mirada del espectador para jamás ser
olvidados, se produce en un cine al que ha entrado con la hija. De repente,
distingue unas filas más allá a un hombre a quien estafó con unas medicinas
falsas que no impidieron el fallecimiento del familiar a quien se
administraron. El afectado lo acaba reconociendo y va a por él, acorralándolo
hasta que consigue sacarlo del cine y aguardar la llegada de la autoridad para
que lo lleven a comisaría. La hija sale de la sala y contempla la humillante
escena del padre justamente vilipendiado y detenido por la policía, aunque la
respuesta desabrida de este hacia su hija es que se vaya a casa, y lo dice con la
ira de quien acaba de sufrir la peor de las humillaciones: aparecer como lo que
es ante una hija que ignora su vida real. De ahí a la cárcel y, pasado el
tiempo, de nuevo a la calle para reanudar las mismas estafas de siempre, si
bien la última de la película tiene un componente melodramático que lo complica
todo, porque la familia campesina, a la que quieren desvalijar con el timo del
tesoro en sus tierras, tiene una hija paralítica que, bellísima ella, con la
más dulce de las miradas, y el más profundo de los agradecimientos a sus
benefactores, despierta en Augusto el horror a su vil acción. Ahí lo dejo. Ni
una palabra más. Lo que ocurre en las secuencias finales de Almas sin conciencia
está a la altura de los grandes títulos del neorrealismo, El ladrón de
bicicletas, de Vittorio de Sica o Roma, ciudad abierta, de Roberto
Rossellini, por ejemplo. Y sigue
extrañándome que se haya cernido tal silencio popular y crítico sobre esta obra
en la que Fellini alcanza un clímax que va más allá del neorrealismo y llega,
incluso, a lo que podríamos llamar, por antítesis, «cine abstracto», que me ha
recordado la terrible película de Abbas Kiarostami El sabor de las cerezas.
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