martes, 2 de diciembre de 2025

«La piel quemada», de José María Forn (sic) o el postneorrealismo.

Un retrato no edulcorado de la difícil asimilación de la inmigración de los 60 en la Cataluña del desarrollo.

 

Título original: La piel quemada

Año: 1967

Duración: 104 min.

País:  España

Dirección: Josep Maria Forn

Guion:Josep Maria Forn

Reparto: Antonio Iranzo; Marta May; Silvia Solar; Luis Valero; Ángel Lombarte; Carlos Otero; Juan Miguel Solano; Inés Guisado; Santiago Guisado; José Castillo; Carlos Ronda; Miquel Graneri; Isidro Novellas; Luis del Pueblo; Jaime Picas; Jordi Torras; Salvador Escamilla; Gina Baró; Luis Puigvert; Jordi Serrat.

Música: Francisco Martínez Tudó

Fotografía: Ricardo Albiñana (B&W).

 

          Película combativa que explora las difíciles condiciones de vida en el sur de España y la compleja realidad de la última oleada inmigratoria masiva con motivo del desarrollismo turístico, que tanta mano de obra en la construcción necesitaba. La película, con un excelente guion y una realización algo compulsiva, divide la trama en dos historias paralelas y unos flashbacks que nos explican la historia de los protagonistas en Guadix, donde viven en casas-cuevas exactamente iguales a las que apareen en la película de Almodóvar Dolor y gloria. No deja de ser irónico que el chamizo destartalado que le alquilan al protagonista para instalarse en él con la familia esté en peores condiciones que esas cuevas encaladas de donde salen no por gusto o espíritu de aventura, sino porque la necesidad obliga. Las dos acciones paralelas son la estancia del protagonista en Lloret de Mar, quien trabaja como albañil en la construcción que quiere dar respuesta a la fortísima demanda de alojamientos para turistas, una suerte de maná que contribuirá poderosamente al desarrollo de Cataluña y de España, y el viaje con sus hijos que hace la mujer del protagonista y su cuñado para reunirse con él, un eterno viaje en tren con transbordo en Valencia y un último para coger el autobús hasta Lloret en Barcelona.

          Los flashbacks nos cuentan la vida del pueblo, la dificultad de encontrar trabajo y la boda forzada de los protagonistas por un desahogo sexual que deja embarazada a la novia, lo que implicaba un casamiento que, ya por aquellos años iniciales de los 60, se llamaba «casarse de penalti», como lo recoge Camilo José Cela en su Enciclopedia del erotismo. Ese «castigo» consiste en tener que salir del pueblo e irse a una gran ciudad para encontrar trabajo, algo que, finalmente, consigue el marido en Lloret.

          Aunque el viaje de la mujer, una persona sin otra formación que la propia de la familia, y sin estudios básicos, retrata un modo de estar en el mundo desde la humildad de la ignorancia, los efímeros contactos que tiene con diferentes viajeros sirven para trazar una suerte de radiografía del país y marcan, de buen comienzo, un territorio del gusto del director, encarnado en ese inmigrante que trabaja en Cataluña y que la admira y la quiere, y que no consiente que se hable mal ni de Cataluña ni de los catalanes en su presencia. Esa sería la visión que domina el último éxito del cine español, El 47, de Marcel Barrena, unos trabajadores que llegan a Cataluña y son «convertidos» al catalanismo acogedor a través de la monja que hace entre ellos su doble apostolado, religioso y nacionalista. En la otra narración, la del reprimido trabajador de la construcción que se vuelve loquito por la exhibición carnal de las turistas que van llenando las playas del Principado, el choque de los obreros con quienes tienen una visión casi racista de los trabajadores y de sus costumbres es casi feroz, como se ve en el caso del conato de pelea porque un fill de la terra, molt senyorívol reprocha a quien toca la guitarra y canta con sus compañeros que le aturde, pero usa deliberadamente un término imposible de entender para el recién llegado: eixordar, «ensordecer». Curiosamente, la definición del DIEC parece sacada de la película: M’eixorda, aquesta música!, que es exactamente lo que le dice quien con tanto desprecio se dirige a esos trabajadores que se alegran la tarde después de sus duros días de trabajo. El capataz que reparte los sobres con la semanada es otra figura que muestra su desprecio hacia quienes, objetivamente, le permiten disfrutar de su posición, si bien se trata de un hombre amargado y enfrentado a una realidad con la que no comulga emocionalmente, aunque sí le rente un beneficio fijo.

          El turismo, en su faceta más cercana al futuro landismo por venir, ocupa un lugar destacado en la trama, muy sujeta, en ese aspecto, a un triste tópico: las extranjeras venían a nuestro país buscando al «macho ibérico» que las saciara sexualmente. Algo de ello hay en la aventura del protagonista, un Antonio Iranzo que se debate entre sus necesidades y su respeto a la madre de sus hijos, de tal manera que ha de dejar plantada a una camarera de hotel por la llegada de su mujer y, después, se embarca en una noche loca con otro amigo y dos turistas la vigilia de la llegada de su mujer.

          La película tiene mucho metraje sobre la vida del turismo en la costa catalana, imagino que en la propia Lloret ―aunque para el cine los exteriores son un poco de quita y pon, y no necesariamente donde ocurre la acción es el sitio donde se rueda―, lo cual acerca la película a un estilo documentalista que contribuye poderosamente a dotar de realidad a la historia, narrada en clave neorrealista, pero cuando ese movimiento italiano ya ha pasado a mejor vida: su influencia en directores que recogen la mejor enseñanza realista de aquellas tremebundas historias y acongoja al espectador.

          Algo de eso sucede aquí, porque vemos despeñarse por el lado del hedonismo de usar y tirar al protagonista mientras, al otro lado de la noche, su mujer y sus hijos viajan, incómodos, en un tren que los lleva hacia él. Tememos por que el desvarío se apodere de él y, también, de que el reencuentro acabe convertido en un conflicto de imprevisibles consecuencias, porque la mujer, al irse del pueblo, ha «quemado las naves» y ya no tiene otra vida que la de ese reencuentro con su marido.

          Todas las interpretaciones están ajustadísimas, y destaca la pareja protagonista, Antonio Iranzo, una voz prodigiosa y llena de matices, y Marta May, quien «compone» su personaje con una capacidad de verdad extraordinaria. La dirección de Forn dije al principio que era algo nerviosa, pero eso se debe al ritmo que imprime a la narración, con una dosificada alternancia entre uno y otro eje narrativo: el viaje de la mujer y la aventura erótica extramatrimonial del marido. Más importancia tiene ese valor documental de la obra, que nos representa perfectamente lo que fue la inmigración en Cataluña, la vida de los pequeños pueblos costeros con la llegada de los primeros turistas, el choque cultural de los catalanistas de la ceba contra los recién llegados y una puesta en escena ajustadísima a la España de la época. Se mire como se mire, la película se ve con muchísimo interés y, en su momento, constituyó un aldabonazo respecto de ese choque que, con las nuevas inmigraciones del siglo xxi ha degenerado en una suerte de supremacismo racista incalificable y políticamente golpista.

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