domingo, 31 de diciembre de 2017

La gata en la noria de zinc: “Wonder Wheel”, de Woody Allen.


Una joya de Storaro para iluminar una tragedia grotesca del sur en Coney Island: Wonder Wheel o la condena de la insatisfacción.

Título original: Wonder Wheel
Año: 2017
Duración: 101 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Woody Allen
Guion: Woody Allen
Fotografía: Vittorio Storaro
Reparto: Kate Winslet,  Justin Timberlake,  Juno Temple,  James Belushi,  Max Casella, Michael Zegarski,  Tony Sirico,  Marko Caka,  Jack Gore,  Dominic Albano,  Evin Cross, Debi Mazar,  Brittini Schreiber,  Geneva Carr,  Steve Schirripa,  Matthew Maher.


Boyero estuvo a punto de disuadirme, y la ambientación de feria del cartel, a pesar de ser espacio cinematográfico privilegiado, casi acaba de lograrlo. Reconozco que me arrastró mi Conjunta y que llegué al cine con la ceja levantada y el escepticismo por bandera. Apenas se abre la película con las imágenes de una playa abarrotada en esa feria de pueblo tradicional que fue el parque de atracciones de Coney Island, la gama de tonos crepusculares con que Storaro ha fotografiado toda la película le confiere una especie de aura, como esos crepúsculos eternos del verano que ocupan el cielo como el preludio de una revelación trascendental, que nos sumerge en una atmósfera conseguidísima: la de la tragedia, o la tragicomedia, de los destinos de unos seres frágiles, casi derrotados por la lucha por la supervivencia. Una extraña familia de feriantes que ha acabado viviendo en lo que una vez fuera la casa de los horrores del parque, compuesta por una actriz fracasada que trabaja en un restaurante, una ostrería, un hijo pirómano, y un segundo marido que, al parecer, la ha “rescatado” de caer por la pronunciada pendiente que conduce al abismo y a quien, ella, a su vez, ha rescatado del alcoholismo constituyen la desgarradora imagen patética de una feliz familia usamericana cuya cotidianidad se ve alterada por la presencia inesperada de la hija del marido, quien, contra los expresos deseos del padre, dejó los estudios y se casó con un mafioso que, así se complica la historia, ha enviado a dos matones para hacerla regresar con él, después de habérsele ido la lengua con la policía tras haber sido detenida. La figura de un socorrista que “salva” a la mujer de la mala tentación de desaparecer en el mar un día de lluvia se convierte en un personaje central de la historia tras  iniciar un tórrido romance que alimentará las expectativas de la insatisfecha mujer de darle a su vida un giro de 180º. Él se presenta, además, en unos efectivos apartes directos a cámara, como un autor de teatro que confiesa su aspiración de escribir una obra de arte, una obra maestra, aunque, en ese preciso momento, aún en esté en fase de formación. Como el padre, persuadido por su mujer, acaba aceptando a su hija en casa, con la condición de que vuelva a los estudios, a lo que ella accede, no tarda en suceder la inevitable en semejante situación: la hija y el socorrista se conocen y se enamoran a primera vista. La sensibilidad entre ocre y anaranjada con que Allen, guiado por Storaro, filma el desarrollo de ese triángulo amoroso, con encuadres muy propios de sus mejores películas ambientadas en Manhattan, nos devuelve al mejor Woody Allen y, ¡sobre todo!, al quedar reducida su presencia autobiográfica a la pasión del niño pirómano por el cine, no hemos de sufrir a ningún actor protagonista en sus burdos intentos de remedar al genial director y excelente actor cómico él mismo. Con estos mimbres raro sería que Allen/Storaro no nos ofreciera una película intensa, un drama adobado con un humor que emerge del retrato patético de unos personajes populares con severas limitaciones y algunas escondidas aspiraciones, como la reanudación de la imposible carrera de la actriz fracasada, interpretada por Kate Winslet en el mejor papel que le he visto nunca. ¡Qué poder de verdad en todas y cada una de sus aspiraciones! No siendo actriz de mi predilección, me rindo, sin embargo, a esta especie de reverso de la Blanche de Blue Jasmine, una mujer derrotada, que necesita el consuelo del alcohol para sobrevivir a su propia ruina, a la piromanía de su hijo y a un matrimonio tan insípido como los planes de diversión que su marido le propone permanentemente: ir a pescar o al béisbol. La actuación de Justin Timberlake está a la altura de la de Winslet y, con una dicción perfecta que agradecemos los eternos estudiantones del inglés, compone un personaje capaz de sobreponerse a la mera condición de herramienta de la fortuna a que quiere reducirlo la mujer insatisfecha. James Belushi, por su parte, salido estilísticamente de la tira cómica inglesa Andy Capp pero en su vertiente virtuosa, si bien con un reprimido alcoholismo que, andando el desarrollo de la trama, acaba declarándose, de nuevo, con total virulencia. Cualquier lector habrá captado que estamos ante una obra de teatro en un marco muy estilizado, el del parque de atracciones, del que Allen saca imágenes de ambiente espectaculares. No solo eso, sino que, por la intensidad del drama, que no llega a ser melodrama por la distancia que introduce Allen entre el espectador y lo que ocurre, bien a través de los monólogos dirigidos a la cámara por parte del socorrista, bien por el uso abundante del humor, como la piromanía del hijo de la mujer, bien pudiera decirse que estamos ante un drama sureño muy del estilo de los de Tennessee Williams, por ejemplo, y de ahí el título de la presente crítica. El estrato social al que pertenecen los personajes aumenta la sordidez de sus vidas, de por sí sostenidas propiamente por alfileres y siempre pendientes de alguna “recaída”. Desde esta perspectiva, la “sed de cine” como evasión del niño pirómano, afición que comparte con la madre, quien es devota, también, de las revistas de cine, queda absolutamente justificada. En cierto modo, la manía pirómana del niño es, a su modo, otra forma de evasión, una reacción contra la presencia dominante del mar en su vida. Hay, simbólicamente -si la prenochevieja no me ha afectado seriamente…- una oposición agua-fuego a lo largo de la obra, que se extiende también a los personajes: conformistas-apasionados, contra la que, en ese plano, lucha el niño. La imagen final de la película, que no es el desenlace de la trama, obviamente, por eso me permito aludir a ella, nos permite ver al niño junto a una hoguera en plena playa, lo que viene a significar, acaso, la aceptación de sus propias contradicciones. Con todo, la trama está perfectamente desarrollada y no decepcionará a nadie. Si el cine es básicamente creación de imágenes, de secuencias, de planos, los aficionados no solo van salir encantados de la proyección de Wonder Wheel, sino de que, contra lo que sostenía Boyero, no va a ser una película que olviden a los cinco minutos de haberla visto. Wonder Wheel tiene la aspiración de convertirse en una de esas películas de Allen que quedan siempre en el recuerdo. Y contribuye a ello en grado sumo la lección de interpretación de los cinco protagonistas del drama. Cinco, sí, porque no quiero dejar de destacar la actuación del niño Jack Gore, con un dominio de la dicción que ya querrían muchas firt stars… Me ha traído a la memoria, por la gravedad de la voz, la manera de hablar y la presencia física, a la inmensa actriz niña de Mad Men Kiernan Shipka. No voy a repetir la importancia que tiene para la película la dirección fotográfica de Storaro, pero es la responsable de esa aura mágica que convierte el drama sórdido de la insatisfacción en una obra de arte.

viernes, 29 de diciembre de 2017

¡Qué decepción tan grande!: “Secret Friends”, de Dennis Potter


Cuando el stream of consciousness se convierte en un pastoso cenagal: Secret Friends o la mala lectura de un código diferente del de las series televisivas.

Título original: Secret Friends
Año: 1991
Duración: 108 min.
País: Reino Unido
Dirección: Dennis Potter
Guion: Dennis Potter
Música: Nicholas Russell-Pavier
Fotografía: Sue Gibson
Reparto: Alan Bates,  Gina Bellman,  Colin Jeavons,  Frances Barber,  Ian McNeice,  Tony Doyle, Roy Hamilton,  Joanna David,  Rowena Cooper,  Davyd Harries,  Niven Boyd.


Yo tenía a Dennis Potter en un altar, porque sus series televisivas El detective cantante y Lipstick on your collar me han parecido siempre de lo mejorcito que se ha rodado en ese ámbito creativo, hoy tan de moda. Secret Friends, su única película, de 1991, nunca se ha estrenado en España, sin embargo, y cayó en mis manos en la edición para vídeo hace una semana. No es difícil imaginar la enorme expectación que tal visionado había despertado en este crítico. Finalmente, ayer la vi y una vez vista se consumó el desengaño mayúsculo. Para cifrar la magnitud del desengaño, solo hay que recordar aquella maravillosa obra de arte que es Providence, de Resnais, a la que esta de Potter supongo que pretendía acercarse, al mezclar los planos real y onírico de modo que el espectador se viera obligado a tirar de su espíritu crítico para hacerse una composición de lugar, y de relato. El planteamiento de Secret friends es más sencillo que el de Providence, porque parte de una situación inalterable: el viaje de un hombre que, en un momento dado, comienza a sufrir visiones y a sentirse tan despegado de sí mismo que acaba desconociéndose y preguntándose quién es él y qué hace ahí, en ese vagón restaurante ante un pescado muerto. El planteamiento no es malo, y está muy en la línea de otras obras del autor, pero la realización y, sobre todo, la puesta en escena son tan pobres, tan mediocres, que poco o ningún interés despiertan en el espectador, que asiste, decepcionado, a una mediocre actuación de ese gran actor que es Alan Bates, incapaz de representar los conflictos agónicos de un ser que se desdobla en dos personalidades: la trágica y la optimista, la que le ayuda a superar el calvario de la existencia, marcada por un padre ministro protestante y un matrimonio en crisis por la imposibilidad de consumar el acto sexual con su mujer si esta no se le presenta como una prostituta. A mí, particularmente, me ha llamado muchísimo la atención la pobreza visual de la película y la muy deficiente actuación de los actores secundarios, así como la falta de imaginación escénica que se advierte en las tramas del delirio. Lo único que ha respondido a mis expectativas ha sido la parte del tren, específicamente, los diálogos de besugos del protagonista con los dos compañeros de mesa, a quienes se suma el revisor para certificar la demencia no saben si pasajera o contumaz del pasajero…No faltan algunas canciones intercaladas que recuerdan la vía magna de sus éxitos televisivos -suya fue la primera versión de Pennies from Heaven, que luego supo del triunfo en las pantallas de la mano de Herbert Ross-, a los que esas escenas nos remiten, pero tampoco se prodiga. Hay un exceso de frialdad y falta de vitalidad en los delirios del personaje que, unidos, ya digo, a la miseria visual de una puesta en escena pobre y descuidada, acaban distanciando al espectador de cuanto ocurre en pantalla. ¡Qué desilusión, por favor! Hasta me está costando escribir estas líneas que constatan mi decepción, porque es tan hermoso y potente el recuerdo que tengo de sus series que he tenido que volver a leer en la carátula que era una película suya, no la de un usurpador de su nombre. Potter murió  tres años después de hacer la película, de un cáncer de páncreas que se le extendió al hígado, como consecuencia, dicen, de los efectos secundarios de la medicación para luchar contra la psoriasis artrítica con la que hubo de convivir y que le inspiró el personaje de El detective cantante. En fin, no me extiendo, porque un certificado de defunción estética ha de ser respetuoso. Me acompaño en el sentimiento.

jueves, 28 de diciembre de 2017

Un polémico western político de Michael Curtiz: “Camino de Santa Fe”.


Los pródromos de la Guerra se Secesión en USA: Camino de Sante Fe o la lacra del racismo en un país en construcción.


Título original: Santa Fe Trail
Año: 1940
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Michael Curtiz
Guion: Robert Buckner
Música: Max Steiner
Fotografía: Sol Polito
Reparto:  Errol Flynn,  Olivia de Havilland,  Raymond Massey,  Ronald Reagan,  Alan Hale, Van Heflin,  Ward Bond,  William Lundigan,  Guinn Williams.


Lo sé, Errol Flynn fue un germanófilo, simpatizante de Hitler y aun hasta algunas fuentes dicen que espío para su Régimen, pero ¿hay otra sonrisa como la de sus héroes en pantalla, usualmente, además, al servicio de los desfavorecidos?, ¿algún sentido del humor como el suyo, que comienza por dudar de su propia misión heroica? Por otro lado, ha de reseñarse también en su quehacer cinematográfico, que su último proyecto fue Cuban Rebel Girls  (1959), un alegato pro-castrista escrito, coproducido y narrado por él mismo, lo que muestra la indudable complejidad de su persona. Para mí Flynn es la encarnación del perfecto galán cinematográfico, sobre todo del cine de aventuras, su especialidad, y habremos de esperar hasta el triunfo de Cary Grant para descubrir un perfecto émulo de ese carisma que  erige, al poseedor, en una estrella indiscutible del séptimo arte. Aquí lo tenemos, haciendo dúo con De Havilland, como en tantas otras películas, protagonizando un extrañísimo western como cadete recién salido de West Point, después de haber protagonizado un alboroto castrense al enfrentarse a puñetazos a un defensor del abolicionismo que le restregaba su condición de sudista poseedor de esclavos. Ese cadete abolicionista acabará, después de ser expulsado por haber intentado hacer propaganda política en la Academia -¡el peor de los delitos!, en palabras del director de la Academia- , uniéndose a la patria de John Brown un mesiánico abolicionista que, harto de que no se aboliera la esclavitud por medios pacíficos, decide empuñar las armas para lograrlo por la fuerza. Los hechos de la película son históricos y constituyen una oscura página de la Historia usamericana, a juzgar por los detractores y defensores del mesiánico y rígido abolicionista dispuesto a conseguir por la fuerza el derecho a la libertad de los esclavos negros, a los que va liberando y llevando a un estado, Dakota, que aún no pertenece a la Unión. Es llamativa la presencia de jóvenes cadetes como Custer -interpretado nada menos que por Ronald Reagan, quien llegaría a ser Presidente de Usamérica- y Jeb Stuart, interpretado por Flynn  quienes, poco tiempo después, militarían en bandos opuestos en la Guerra de Secesión. El western es excelente. Tiene una fotografía llena de claroscuros que lo acercan a un ti bio expresionismo y una mezcla de drama y comedia que recuerda mucho las películas de John Ford, en quien seguro que Curtiz se inspiró. Hay una historia de amor en forma de trío, Stuart y Custer se disputan el amor de De Havilland, que está metida como con calzador, porque la trama gira en torno a las acciones de fuerza de John Brown y a los intentos del ejército de controlar la expansión de bandas al margen de la ley que hagan imposible la vida en los territorios, tanto en los esclavistas como en los unionistas. A la película se la ha acusado de prorracista, por el modo maniqueo como se presenta al abolicionista Brown, sobre quien Thoreau escribió un alegato en su defensa –( http://www.famous-trials.com/johnbrown/618-thoreauplea)- que viene a rectificar en gran medida la presentación que se hace n la película de Brown como un loco fanático que se cree el instrumento de Dios para liberar Usamérica de la esclavitud. La película es una película de acción, y las escenas de las cargas de la caballería del ejército y las diferentes luchas contra Brown son muy meritorias e impactantes. Hay lugar incluso para una situación de desenlace imposible, acorralado en un pajar al que los abolicionistas prenden fuego para matar al espía -Flynn- que busca la ruina de su santa causa, muy lograda;  pero, insisto, lo más llamativo de la película es la galería de personajes que o bien simpatizan con el esclavismo o lo contemplan desde un lado paternalista, como en el caso de Flynn, pero del que todos ignoran que, como predice una adivina india, acabará enfrentando a quienes hasta ese momento forman parte de un único ejército. Esa escena de la predicción de la india, en la que los rostros van cambiando a medida que intuyen el aciago porvenir que dibuja la profecía, y que acaba en un estallido de risas a las que no le cabe otro calificativo que el de “nerviosas”, porque son las típicas risas que quieren ser descreídas para no delatar la preocupación de que lo profetizado acabe convirtiéndose en verdad, como así fue. Es evidente que la película asume el punto de vista de la institución militar, garante de la supervivencia de la Unión, y que, en consecuencia, a Brown se le presenta como un forajido cuyo objetivo es trastocar el orden social liberando a los esclavos negros y alterando, por consiguiente, un orden económico en el que el uso y abuso de los esclavos garantizaba el poder a los propietarios de raza blanca sureños. La escena del tren, por ejemplo, es clave: dos racistas quieren que los negros no viajen en su mismo vagón, a pesar de que sean ciudadanos libres. Su guía, que los lleva a Kansas, para que puedan llevar una vida libre, alejados de los estados del sur, acaba disparando y matando a quien quiere echarlos del vagón, del que el se lanza para acabar presentándose ante Brown, quien solo le reprocha que haya abandonado a la familia negra a su suerte, lo que prueba el compromiso inequívoco en pro de sus ideales, nobilísimos, aunque los defienda de una manera fanática y equivocada, a través de la violencia. De algún modo, el caso de Brown tendría su equivalente en el terrorismo que busca conseguir objetivos políticos mediante la violencia, porque por sus pasos contados en la paz jamás llegarán a alcanzarlos. Camino de Santa Fe, así pues, es una extraña película política en clave de western y con una floja historia de amor que no condiciona el excelente ejercicio de cine de acción que Curtiz nos ofrece. Curtiz, por otro lado, era un profesional de la dirección, y el hecho de que en Casablanca queden tan claras sus preferencia políticas nos permite abstenernos de achacarle a él un planteamiento que sin caer en la apología del racismo tampoco defiende, como hubiera sido menester, la causa del abolicionismo, y de esa cojera es de lo único que se resiente la película, por lo demás, ya digo, una cinta de acción rodada con nervio y escenas espectaculares que satisfarán a los aficionados al género y a cualquier cinéfilo. Si añadimos las secuencias cómicas, que haylas, Curtiz nos permite intuir qué hubiera sido capaz de hacer John  Ford con ese guion tan ambiguo.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Neorrealismo mágico y poético: “Un ángel pasó por Brooklyn”, de Ladislao Vajda.


Lo insólito: Brooklyn en Chamartin o la usamericanización del realismo poético europeo: Un ángel pasó por Brooklyn o un apólogo moral de hondas raíces grecolatinas. 

Título original: Un ángel pasó por Brooklyn
Año: 1957
Duración: 90 min.
País: España
Dirección: Ladislao Vajda
Guion: Ladislao Vajda, Ugo Guerra, Ottavio Alessi, José Santugini, Gian Luigi Rondi, István Békeffy (Historia: István Békeffy)
Música: Bruno Canfora
Fotografía: Heinrich Gärtner (B&W)
Reparto: Peter Ustinov,  Pablito Calvo,  Aroldo Tieri,  Maurizio Arena,  José Isbert, Renato Chiantoni,  Carlos Casaravilla,  José Marco Davó,  Enrique Diosdado.


Cuando empecé a ver la película no podía creérmelo: un barrio italiano de Brooklyn en el que todos se expresaban en el más castizo español imaginable, y eso incluía policías, jueces, abogados, e tuti quanti… Además, la españolidad de actores intransferibles a la realidad americana, como Pepe Isbert,  el propio niño Pablito Calvo -el inmortal Marcelino de Marcelino, pan y vino- o colaboraciones esporádicas de Luis Sánchez Polack, el Tip de Tip y Coll o la propia hija de Isbert añadía un factor de distorsión de la realidad que dura, prácticamente, desde que empieza la película hasta que acaba. No tarda mucho el espectador en ubicarse y darse cuenta de que la deslocalización geográfica no responde sino a un intento de internacionalizar una trama que, eso sí, es perfectamente universal, porque se trata de un apólogo moral que predica la bondad frente al neoliberalismo despiadado, para entendernos. Los niños van “disfrazados” de niños americanos y el resto de los personajes no han de adaptarse, porque son todos inmigrantes que viven, o mejor, malviven en pisos de alquiler que les cuesta mucho pagar religiosamente cada mes. Y ahí entra la figura del abogado administrador de las fincas que ha de cobrar esos alquileres y proceder, en caso contrario, al desahucio de las familias que no paguen: Peter Ustinov, en un papel de administrador sin entrañas que tiene esclavizado a su empleado y que es temido por todo el vecindario, pues incluso en las tiendas o en el restaurante repele su proverbial antipatía, da el papel con excelente severidad e impía fortaleza. Este abogado intenta enseñar a su empleado a ladrar desde dentro de la oficina para ahuyentar a los indeseables pedigüeños que llaman al timbre. Todo transcurre, dentro de esa realidad “impostada” de Brooklyn en Chamartín, en una recreación de estudio admirable, magnífica, que se ajusta a la realidad como un guante. Incluso el equipo de Vajda rodó algunas tomas en el Brooklyn verdadero para aumentar la verosimilitud de una recreación, ya digo, fantástica, y que, a veces, hace dudar al espectador de si está viendo, como en los cuadros de Elmyr de Hory, protagonista del F for Fake de Welles. Los personajes de la historia son, básicamente, gente humilde que trata de sobrevivir al desengaño del sueño usamericano en el que los perros se atan con longanizas, como tiene la infausta ocasión de reconocer uno de los “triunfadores”, el abogado que no les pasa ni una a los pobres diablos a quienes extrae alquileres que significan el hambre o la imposibilidad de hacer frente a las exigencia vitales de la vida diaria. Una anciana que vende cuentos por la voluntad, llama a la puerta del abogado para vender su humildísima mercancía, pero este, ladrando como un buen perrazo, la asusta y la echa, pero no puede evitar que la maldición de la vieja lo alcance y lo convierta en un perro. A partir de ese momento, Ustinov ha de compartir el estrellato de la película con Calígolo, el perro, que sabe estar a la altura del actor, a juzgar por la expresividad que logra arrancar la cámara del animal. La escena en la que un vagabundo que está comiendo frente a él, le da algo de comer para atraerlo a una tienda de fabricación de salchichas donde lo vende con tan siniestro fin es excelente. Y aquí entra en acción Pablito Calvo, quien, despreciado por otros zagales del barrio, y maltratado, se acaba haciendo amigo del perro, con quien tiene escenas muy logradas. La relación del empleado y el amo, convertido en perro, también es algo muy especial, porque Aroldo Tieri, quien vela por los intereses de una joven que ha de cobrar una herencia de 6000 dólares, y de la que está enamorado en secreto, aprovecha la  ausencia canina del jefe para conceder aplazamientos, pagar la herencia a la joven, etc. Por medio, porque se trata de una película coral, ha de mencionarse la historia del semi mafioso -por el traje oscuro de rayas blancas también- que quiere apoderarse del dinero de la joven y dejarla en la estacada, tras haberle prometido que se casaría con ella. Todo se resuelve cuando el jefe advierte lo que está ocurriendo y, cuando ella va a entregarle el sobre con el dinero al mafioso, el perro se interpone y, mordiendo el sobre, se coloca fuera del alcance de quienes se reúnen para detenerlo, ante quienes se zampa los seis mil dólares en billetes en un periquete. Un desastre que, sin embargo, le abre el camino amoroso al empleado, quien será correspondido. Es decir, la película tiene también una historia en clave de melodrama que se imbrica en el apólogo moral en el que se difuminan, más allá del bien y del mal, los matices de la conducta humana. Es un cine heredero del gran Capra, por supuesto, pero también del cine italiano de posguerra en películas como Milagro en Milán, por ejemplo. Hay que recordar que la película es coproducción italo-española, y de ahí la presencia de actores italianos que contribuyen espléndidamente a dar vida a una película cuyo carácter de fábula poética la sitúa más allá de la crítica realista que desmenuce ciertas alienaciones o resignaciones sociales que excluyen la conciencia de lucha activa contra las desigualdades. Aunque sean usamericanos de Chamartín, todos parecen haber asimilado el ideal usam3ricano del self made man… En fin, como la actuación del perro ocupa casi un tercio de la película y está espléndido, es indudable que los espectadores que acepten la petición de principio de la deslocalización fake de la historia disfrutarán lo suyo con una película para la que parece haberse inventado el adjetivo entrañable. No puede competir con la anterior, Mi tío Jacinto, ya criticada en este Ojo, pero le anda a la zaga, sobre todo por la fotografía y esa puesta en escena “lujosa” de la recreación del barrio neoyorquino.

martes, 26 de diciembre de 2017

Del amor, el respeto y la enfermedad de vivir: “Un pasado en sombras”, de David Hare.


 La temida (y gemida) “contención” emocional británica: Un pasado en sombras o la dificultad de aceptar, sin máscara, el fracaso vital.

Título original: Wetherby
Año: 1985
Duración: 102 min.
País: Reino Unido
Dirección: David Hare
Guion: David Hare
Música: Nick Bicât
Fotografía: Stuart Harris
Reparto: Vanessa Redgrave,  Ian Holm,  Judi Dench,  Marjorie Yates,  Tom Wilkinson, Penny Downie,  Marjorie Sudell,  Patrick Blackwell,  Robert Hines,  Christopher Fulford, Stuart Wilson,  Tim McInnerny,  Suzanna Hamilton.


David Hare es un famoso hombre de teatro, experto guionista, director de televisión, pero con escasa obra fílmica, apenas tres películas, l primera de las cuales, es decir, su ópera prima, es este drama sobre los amores rotos y el fracaso existencial que no solo está dirigido con una sensibilidad casi teatral, a juzgar por lo que el director sabe extraer de su magnífico plantel de intérpretes, sino que el guion es casi como una pieza de relojería de la que nos van dando, en entregas sucesivas, diferentes piezas que no acaban de tener sentido hasta que vemos el reloj con suficiente perspectiva. Utilizando la técnica del flash back, que remontan la historia al primer amor juvenil de la protagonista -una Vanessa Redgrave siempre haciendo honor a la saga familiar de actores a la que pertenece-,  ahora en esa frontera delicada que separa la vida adulta, en su  máximo esplendor, del próximo inicio de la vejez, poco a poco, a partir de un hecho traumático, se nos irá contando la historia de esa mujer y de quienes comparten con ella su vida, amigos y colegas, en una pequeña ciudad donde ella trabajada como profesora de inglés. Permítanme un brevísimo excurso: las clases de la profesora Jean Travers nos muestran la abismal concepción que tienen los países anglosajones de la enseñanza de la propia lengua respecto de nuestros usos tradicionalistas que hacen de la gramática el eje académico, en vez de situar, en primer lugar, el razonamiento y la interpretación de los textos. Cierro paréntesis. En una cena informal de amigos se cuela un extraño que, aprovechando el saludo de presentación a una de las amigas, acaba sentándose a la mesa en un malentendido que no se irá aclarando sino a medida que transcurra la acción, porque ese joven sonriente, de maneras delicadas y de pocas palabras se presenta al día siguiente en la casa de la profesora y después de cruzar unas breves palabras con ella, se descerraja un disparo de pistola en la boca que acaba con su vida en el acto. Para sorpresa inmediata del espectador, que queda en estado de choque, y, acto seguido, para sorpresa de la propia profesora, de sus amistades y, por supuesto, de la policía que investiga el caso sin pista alguna que pueda aclararles los motivos de la decisión del joven. No tarda en aparecer, casi con el mismo sigilo que el suicida una compañera suya de facultad que quiere compartir con la maestra su experiencia con el joven que la acosaba en la Universidad porque él estaba convencido de que ella era su alma gemela. Se instala unos días en casa de la profesora e incluso acude con ella a una reunión de padres en el Instituto y allí tiene un enfrentamiento con un padre, quien, al parecer, acaba cortándole en la mano por otro supuesto malentendido: él la acosaba a preguntas y ella se sintió acosada y le entró el pánico. Estamos, pues, ante unos personajes que exhiben una colección de heridas emocionales sin cicatrizar que condicionarán totalmente la vida de los mismos, sobre todo, porque hay alguno de ellos que no se conforma con pasearse, sí, con la herida abierta, por la vida, como es el caso del policía que investiga el caso y que no deja de darle vueltas hasta que consigue una confesión de la profesora que explica, siquiera mínimamente, algo del estado moral del suicida, aunque ciertas lecturas desplegadas sobre la mesa de la cocina de la profesora permiten intuir la confusión intelectual y emocional de un sujeto con tendencias depresivas. Hay dos ejes narrativos constantes a lo largo de la película: los amores juveniles de la profesora y su presente. En el pasado, además, es la propia hija de Vanessa Redgrave, Joely Richardson, quien la interpreta en el primer amor con un joven cuya ambición no es otra que la de ser piloto, razón por la que se alista en el ejército para conseguir ese objetivo. La futura profesora es consciente de que respetar el deseo de su pareja significa el peligro de que él no regrese, y aunque está siempre al borde de exigirle que, si la ama, no se vaya, considera que no tiene derecho a “torcer” la vida del hombre al que ama. Lo esperará desarrollando ella misma su propia carrera académica. La entrevista con los padres de él, por ejemplo, entra dentro de las escenas antológicas de ese britanismo básico que hemos visto en tantas películas y, sobre todo, en series televisivas anteriores al boom de las series, como las impagables de Dennis Potter, Lipstick o El detective cantante, ambas extraordinarias. No vamos a esconder que estamos ante una película triste, llena de una cáustica ironía que se enseñorea de unas vidas que, en ese umbral difícil del que hemos hablado antes, aún están a tiempo de rescatar alguna explosión de vida que acabe dando sentido a la suya particular. En la película aparecen actores y actrices de los que han consolidado la excelentísima tradición de una escuela británico-irlandesa que no ha dejado nunca de darnos auténticas estrellas del séptimo arte. La presencia, aunque limitada, de Judi Dench o de Tom Wilkinson, por ejemplo,  ayuda lo suyo a conferir a la película un estatus que eleva la calidad de la cinta muchos enteros; tantos que incluso consiguió el Oso de oro del Festival de Berlín. Acostumbrado al cine clásico, digamos hasta finales de los 60, sentarme a ver cualquier película de los 80, como la presente, me parece, a menudo, una osadía por mi parte. Aparcado el prejuicio, lo cierto es que Un pasado en sombras es una película magnífica que. Sin hacer pasar un “buen rato”, sí que nos estremece lo suficiente como para que las clásicas preguntas existenciales se agiten de nuevo en nuestro interior. 

lunes, 25 de diciembre de 2017

Los poetas de la Generación Beat ante el asesinato (y no como una de las bellas artes): “Amores asesinos”, de John Krokidas



Entre la hagiografía, el biopic, los tópicos y la imposibilidad de llevar a las imágenes el poder creador de la literatura: Amores asesinos o una aproximación honesta a las vacas sagradas de la Beat Generation.

Título original: Kill Your Darlings
Año: 2013
Duración: 104 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Krokidas
Guion: John Krokidas, Austin Bunn
Música: Nico Muhly
Fotografía: Reed Morano
Reparto: Daniel Radcliffe,  Dane DeHaan,  Michael C. Hall,  Ben Foster,  David Cross, Jennifer Jason Leigh,  Elizabeth Olsen,  John Cullum,  Kyra Sedgwick,  Jack Huston, David Rasche.


Llevar a las pantallas la vida de personajes célebres forma parte de la tradición de la Historia del Cine. La biografía, sea la de Lincoln, la de Annie Oakley, la de Buffalo Bill o la del general Patton siempre tiene un público, mayor cuanto más famosa sea la persona biografiada. Los autores de la Generación Beat aquí biografiados en un momento muy concreto de sus vidas, cuando intentan abrir paso a una nueva concepción literaria que se aparte del academicismo estéril que se enseñaba en universidades como en la que los tres coinciden, no son precisamente rutilantes estrellas de las mass media; antes al contrario, son tres perfectos desconocidos, para el espectador medio, lo que, en principio, favorece, más que perjudica, las expectativas de los espectadores y de la propia película, porque los primeros aceptan más fácilmente lo que se les quiere hacer pasar por quienes fueron y la segunda porque, a pesar del trasfondo intelectual, puede sacar partido de una trama que se arma a partir de la base de unos amores prohibidos con la suficiente ambigüedad respecto de los involucrados como para nunca acabar de saber exactamente dónde empieza el instinto básico y dónde acaba la performance de la juventud rebelde que se pone el mundo por montera. La acción gira en torno a un escabroso asunto, el asesinato cometido por un miembro del grupo de intelectuales contestarios que estudian en Columbia, Ginsberg, Burroughs y, al margen, Jack Kerouac, mayor que ellos y con una vida independiente. Pero de sensibilidad literaria y vital muy afín. La película tiene algo de bildungsroman, es decir, de novela de iniciación, película de iniciación en este caso, porque, tomando como punto de vista el del poeta Allen Ginsberg, célebre, tiempo después, por su poema Aullido (Howl), nos muestra el despertar de un joven poeta judío no solo a la confirmación de su vocación literaria, sino al aprendizaje esencial de las relaciones humanas que incluyen el reconocimiento de su homosexualidad y el conflicto ético entre el encubrimiento y la delación, porque su amante es el responsable del asesinato de una persona que lo acosaba desde hacía años, aprovechándose de su inseguridad emocional, por un lado, y de la “necesidad” homosexual del joven rebelde, por otro. La película, por lo tanto, atiende a esas dos realidades, la literaria y la psicosexual  y vemos como se van entretejiendo inextricablemente hasta que, ante la evidencia del asesinato del acosador, Ginsberg ha de vivir un duro dilema ético entre aceptar la responsabilidad de su amante o intentar defenderle a toda costa, asumiendo la tesis del asesinato en defensa propia. Los personajes centrales están bien caracterizados, aunque Burroughs se lleva la palma, si bien queda de él una descripción muy superficial y más cercana al friqui que al autor iconoclasta que todos conocemos. Es un caso extraño de conservadurismo anarquista llevado a sus últimas consecuencias. Ginsberg, en quien se centra la película, va creciendo desde la timidez hasta la convicción que, paradójicamente, necesita, sin embargo, de la aceptación del establishment para sentirse él seguro de su propio camino. Pero el descubrimiento singular de la película es el de quien, protagonista del “suceso”, no llego a ninguna cima literaria, pero ejerció entre sus iguales una ascendencia turbadora y perturbadora. Me refiero a Lucien Carr, algo así, como el núcleo irradiador de esos artistas que quisieron fundar un nuevo movimiento La nueva Visión y que, sin ellos saberlo, orbitaron, durante algún tiempo alrededor d una personalidad magnética que los hechizó, porque fue amante de los tres, hasta que, tras salir de la prisión renunció a las pompas de la transgresión y rehízo su vida completamente alejado de las veleidades iconoclastas y literarias. Incluso exigió a Ginsberg que retirara su nombre de la dedicatoria que este le hizo de su libro-icono: Aullido. He de reconocer que el actor que encarna a Carr, a medio camino entre dos jovencísimos DiCaprio y Truman Capote, no solo tiene el papel más agradecido en el reparto, sino que sobresale entre sus compañeros con una fuerza y una capacidad de sugestión, de seducción y de perversión que, en algún momento, me ha traído a la memoria el recuerdo del actor de Funny Games, Michael Pitt, aunque Dane DeHaan no solo es más actor, con más recursos, sino también una mirada muy peculiar y dueño de una fotogenia en la que la cámara del director se recrea permanentemente a lo largo de la película. No es una película perfecta, porque sobrenada en toda ella una suerte de superficialidad que no acaba de convencerme. Es posible que Daniel Radcliffe, muy limitado como actor, no haya sido la mejor opción de casting para un personaje como Ginsberg, pero junto al resto del reparto consigue que acabemos metiéndonos dentro de la historia y seguirla con el interés que el caso, famoso en su día, permite.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Star System, sí, ¡pero qué stars!: “Cómo casarse con un millonario”, de Jean Negulesco


Cine de estrellas, con una Bacall extraviada y una Marilyn Monroe de magnífica vis cómica: Cómo casarse con un millonario o un salpicón de estereotipos sexuales y sociales.

Título original: How to Marry a Millionaire
Año: 1953
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jean Negulesco
Guion: Nunnally Johnson
Música: Alfred Newman
Fotografía: Joseph MacDonald
Reparto: Marilyn Monroe,  Betty Grable,  Lauren Bacall,  William Powell,  Rory Calhoun, David Wayne,  Fred Clark,  Cameron Mitchell.


Negulesco, que ya había trabajado con Nunnally Johnson en The mudlark, (recientemente criticada en este Ojo),  cuya reputación como guionista, sobre todo a partir del guion de Las uvas de la ira, estaba fuera de toda duda, contó con sus servicios para esta película de estrellas en la que, propiamente, la historia apenas tiene importancia, si bien Johnson escribió un guion inteligente y con algunas réplicas que no pasan desapercibidas a los amantes del cine, como la alusión de Bacall a que le gustan los hombres maduros, poniendo como ejemplo ese, “como se llame”, que actúa en La reina de África, de John Huston: crazy about him , esto es, su marido Humphrey Bogart… Estamos, sin embargo, ante una película diseñada de principio a fin para seducir al gran público a través de una historia ligera, sin complicaciones y con abundante sentido del humor, lo que encuadra la obra en el género de las comedias sofisticadas, glamurosas, llenas de una frivolidad solo comparable a los buenos sentimientos que se vehiculaban a través de ella. La presencia de tres actrices muy diferentes que se unen para lograr una mismo objetivo: casarse con un millonario y dejar su empleo como modelos de casas de alta costura, era, entre otros aspectos, el principal atractivo de la película, y no defrauda. A mí, particularmente, me ha parecido muy fuera de lugar la presencia de Lauren Bacall en el trío protagonista, y algo forzada la presencia de la famosísima pin-up Betty Grable, en lo que puede considerarse el pre-ocaso de su carrera. Junto a ellas, sin embargo, emerge, resplandeciente, la figura de Marilyn Monroe en un papel graciosísimo por el que la película merece ser vista: la de una miope que, por no usar las gafas –los hombres no prestan atención a las chicas con gafas, dice ella en un momento de la película-, va tropezando constantemente por donde quiera que vaya, hasta que, por una forzada casualidad del guion acaba tropezando con otro miope que se acaba convirtiendo en el hombre de su vida.  El planteamiento, que sigue muy de cerca el origen teatral de la historia, no deja de tener ese punto de inverosimilitud absurda que da pie a tantas situaciones estupendas en las películas usamericanas, especialistas en pedirles a los espectadores un asentimiento total al mayor de los disparates para poder disfrutar, a partir de él, de unas escenas costumbristas llenas de giros ingeniosos. Las tres acaban de alquilar un apartamento de lujo en Manhattan -en clave, la dirección correspondía a la del apartamento en el que por aquel entonces vivían Marilyn y Arthur Miller- y están dispuestas a ir vendiendo todos sus muebles lujosos para poder seguir pagando el alquiler hasta que encuentren a sus tres millonarios. La película, teniendo en cuenta la concepción glamurosa de la misma, constituye una exhibición no solo de mobiliario, sino también de vestuario, algo que se concentra en la escena de la película en la que un millonario enamorado de Bacall, y a la que este confunde con un trabajador de una gasolinera y a quien, por ello mismo, desprecia, contempla un desfile de modelos en el que participan las tres protagonistas -profesión, por cierto, que ejercía Lauren Bacall  mientras esperaba a ser llamada para algún papel de importancia en alguna película- y que tiene algo de parodia, a juzgar por las “creaciones” que aparecen, si bien otras son verdaderamente interesantes y bellas como muestras de arte de la alta costura. A medida que se desarrolla la película, cada una de las tres amigas irá encontrando el amor, pero no junto a un millonario, por lo que parece que el último intento de quien lleva la iniciativa entre las tres, Bacall, sí que va a realizarse. En ese momento, sin embargo…, y aquí nos encontramos con una de esas sorpresas a los que los guiones usamericanos son tan aficionados y que me impide continuar. El escepticismo ante la posibilidad de que la suerte les depare el “chollo” del millonario “disponible” que se enamore hasta las cachas de ellas y decida convertirlas en sus “princesas” está presente en las tres protagonistas, de ahí que, dos de ellas, una con entusiasmo, Marilyn, y la otra en menor grado, Grable, se resignen a aceptar que el amor lo puede todo, y que ni siquiera el dinero puede prevalecer contra él. Está claro que la perspectiva misógina de la película puede lastrar para algunos espectadores el disfrute de una comedia ciertamente banal pero perfectamente construida y cuya elegancia en la puesta en escena es pareja con la sólida interpretación de las tres actrices, favoritas del público. Negulesco no se involucra en el proyecto desde una perspectiva de autor, sino de artesano que se pone al servicio del lucimiento del elenco, quizás abusando del plano largo y del inmovilismo de la cámara, como si se ciñera al origen teatral de la historia. La extraña obertura de la película, unos 6 minutos de música ininterrumpida de la orquesta dirigida por el firmante de la  banda sonora, Alfred Newman, tiene su razón de ser en la presentación del sonido estéreo como una novedad en las salas de cine -aún faltan 17 años para llegar al famoso sensurround-, además del rodaje en CinemaScope, sistema que inauguró esta película en el rodaje, aunque la primera que se estrenó como tal fue La túnica sagrada, de Henry Koster. La película permite pasar un rato entretenido, siempre y cuando hagamos salvedad del enfoque misógino, propio de la sociedad de los años 50, y, por supuesto, merece totalmente la pena ver la actuación de Marilyn Monroe, que se supera a sí misma en un papel que conecta consigo mismo en algunos aspectos de su personalidad. 

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Tragicomedia de la puta romántica e ingenua: “Las noches de Cabiria”, de Federico Fellini.


Hay películas que “son” las actrices que las construyen con la excelencia heredada  genéticamente de los creadores del carro de Tespis: Las noches de Cabiria o la vida desbordada en planos de férrea belleza.


Título original: Le notti di Cabiria
Año: 1957
Duración: 110 min.
País: Italia
Dirección: Federico Fellini
Guion: Federico Fellini, Ennio Flaiano, Tullio Pinelli
Música: Nino Rota
Fotografía: Aldo Tonti
Reparto: Giulietta Masina,  François Périer,  Amedeo Nazzari,  Aldo Silvani,  Franca Marzi, Ennio Girolami,  Mario Passante,  Dorian Gray.


Como el vídeo contenía dos películas, esta y Giulietta de los espíritus, había pensado hacer una crítica de ambas, para contraponer la suerte de intrépido neorrealismo poético de la primera a la desbordante ficción onírica y estética de la segunda. Ambas, en su particular concepción felliniana de la vida de dos mujeres, Cabiria y Giulietta, no tan alejadas la una de la otra como parece a simple visionado, son dos películas extraordinarias. La primera ganó el Oscar a la mejor película extranjera, la segunda el Globo de Oro y fue nominada para el mismo Oscar que ya había ganado con la primera. Al margen de los premios, una circunstancia anecdótica para el valor de las películas, las dos películas tienen tal cantidad de virtudes cinematográficas que perfectamente conforman un maravilloso programa doble conque los espectadores pueden deleitarse, en una de esas raras tardes de las próximas vacaciones en que logren quedarse a solas, alejados del mundanal ruido de las ubérrimas  y estrambóticas celebraciones navideñas. Hacía mucho tiempo que había visto Las noches de Cabiria, por lo que la tenía más olvidada que Giulietta, de más reciente visión -aunque “reciente” considere algo que se va a los veinte años, por ejemplo…-, y el impacto que me ha provocado ha sido de tal naturaleza que, al revisitarla, se me ha aparecido con unos valores cinematográficos tan contundentes que bien puede ser considerada una obra maestra. Ya he adelantado en el título un juicio sintético de la virtud máxima de esta película, que si hubiera de comparar con otra del propio Fellini, por lo que hace a esa exhibición de actriz tan consumada como Giulietta Masina, lo haría con La Strada, sin duda, una película que aún llevo clavada en el corazón desde que la vi. Las noches de Cabiria, una película casi episódica, a juzgar por las diferentes situaciones en que se ve envuelta Cabiria, una prostituta de barrio, orgullosa de lo que ha conseguido, una casa propia y una reputación de valerse por ella misma, a la que, sin embargo, no le faltan adversidades como la del robo y casi asesinato, al ser empujada a un río del que por ella misma no puede salir, del inicio de la película. El tono de comedia, la puesta en escena extramuros de la ciudad, en ambiente de sórdidas edificaciones, se acentúa cuando, en una suerte de prefiguración de Pretty Woman, un actor famoso la escoge para que le haga compañía después de haber roto con su pareja. Las escenas de ambos en el periplo nocturno, sobre todo en la sala de fiestas, y después en la casa ultralujosa del actor constituyen un contrapunto de las escenas iniciales que nos permiten ver una cantidad tal de registros interpretativos en ese monstruo de la pantalla que fue Giulietta Mesina que difícilmente puede hurtársele el calificativo de grandísima actriz, a la altura, en mérito artístico del propio Felllini, con quien estaba casada. ¡Qué afortunado fue Fellini de contar con una actriz así, de la que poder extraer tantísimas escenas que forman parte del recuerdo de millones de espectadores en todo el mundo! La parte final de la película, con la aparición del cazafortunas… que le promete matrimonio, un François Périer magnífico, nos sumerge en una escena dramática en un bosque, en una elevación sobre un río, que, no sé por qué, me trajo a la memoria Amanecer, de Murnau; una escena que logra estremecer al espectador, a este al menos, de tal manera que no podemos dejar de pensar que estamos ante una tragedia contundente e impactante, porque, más allá, de ser el saco de los golpes de la vida, el pingajo despreciado por todos, la desesperación de Cabiria y su deseo de la muerte que le implora al mal nacido que la engaña y le roba para que ponga fin a su fracaso vital, ¡como no va a sobrecoger a quien asiste a esa claudicación convulsa de un ser traicionado y desvalido, pura bondad romántica frente al destino más adverso: ganarse la vida, ¡ay, la vida!, con la prostitución! Es evidente que no estamos ante una película redentorista, ni ante una crónica social, sino ante una biografía de un ser concreto, almacén de virtudes y desván de defectos que se ha acorazado a fuera de desengaños pero en quien predomina una sensibilidad y una sentimentalidad de buena ley capaz de justificar la ingenuidad popular de que hace gala y que es causa inequívoca de su última perdición. La peripecia vital de Cabiria a lo largo de los pocos días durante los que la película la sigue está narrada a través de una selección de planos a cual más estudiado, y que en la sala de fiestas y en la morada del actor famoso alcanza su máxima cota visual, una delicadeza estética que reaparece con fuerza fuera de lo común en el paseo por el bosque, figuración del cuento infantil que, en el fondo, es la vida de Cabiria, porque en esa clave ha de leerse toda su vida, la que la película nos permite conocer: Cabiria es una niña grande extraviada entre personajes siniestros incapaces de descubrir el tesoro de ternura que ella guarda en su corazón. Solo el actor, un Amedeo Nazzari de quien recién he visto la muy notable El lobo de la Sila, de Duilio Coletti,  es capaz de atisbar su existencia. Es impagable la reacción de Mesina cuando le revela que lo ha reconocido, al “gran actor, ídolo de todos los italianos”, y le besa la mano como si estuviera ante el Papa de Roma, o poco menos. En fin, podría seguir extendiéndome en mil detalles que solo vendrían a confirmar que Fellini es uno de los grandes genios de la Historia del Cine, un prodigioso creador de imágenes y de puestas en escena sin parangón posible. A veces me pregunto si la única obra indiscutiblemente deleznable de Fellini fue La ciudad de las mujeres… ¿la excepción imprescindible que confirma la regla de su magisterio?

domingo, 17 de diciembre de 2017

Una deliciosa comedia hawkscapriana ¡de Douglas Sirk!: “¿Alguien ha visto a mi chica?”


El dinero llovido del cielo se vuelve, pronto, fango de infelicidad en el suelo carcomido de la ambición: ¿Alguien ha visto a mi chica? o una fábula moral eficaz y estéticamente singular.


Título original: Has Anybody Seen My Gal
Año: 1952
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Douglas Sirk
Guion: Joseph Hoffman, Eleanor H. Porter
Música: Herman Stein
Fotografía: Clifford Stine
Reparto: Piper Laurie,  Rock Hudson,  Charles Coburn,  Gigi Perreau,  Lynn Bari, William Reynolds,  Larry Gates,  Skip Homeier,  Paul Harvey,  Paul McVey, Gloria Holden,  Frank Ferguson,  Forrest Lewis,  James Dean.


Douglas Sirk es conocido por ser algo así como el rey del melodrama, el más convincente director de ese género que ha dado el cine usamericano, aunque él sea alemán de origen, como tantos otros directores que emigraron tras la llegado de Hitler al poder. Aún recuerdo, con nostalgia, el ciclo que, seleccionado por Antonio Drove, le dedicó La 2 a Douglas Sirk y en el que vimos, mi Conjunta y yo, todos sus melodramas. Las películas fueron introducidas por una entrevista que Drove le hizo a Douglas Sirk, y en la que este explicaba los “secretos” del género que le granjeó la admiración de tantos y tantos directores. En modo alguno cupieron, en aquel ciclo, películas como la presente, una comedia tradicional y muy efectiva, o thrillers tan conspicuos como Lured, El poeta asesino, que demostraban, ¡por si hiciera falta!, que Sirk era bastante más que un creador de melodramas, por más que estos le salieran perfectos. ¿Alguien ha visto a mi chica? es una película que no engaña desde los mismísimos títulos de crédito, de John Held Jr., unos dibujos que preludian el tono desenfadado y hasta casi frívolo que va a gobernar una fábula moral que va bastante más allá, como en las películas de Capra, de una trama aparentemente trivial, para convertirse en una reflexión sobre las flaquezas humanas y sus terribles consecuencias. El pórtico de la película, un viejo millonario soltero y solo en el mundo está redactando su testamento, en el que nombra herederos universales a los descendientes de quien fuer su primer y único amor, que decidió casarse con otro -de quien estaba enamorado- y que propicio que el tal señor Fulton se fuera de la ciudad y acabara convirtiéndose, gracias a su esfuerzo, en multimillonario. Antes de que firme el testamento, el abogado y el doctor -en una escena muy graciosa- le sugieren que vaya a conocer a los “afortunados”, no fuera a ser que dejara su fortuna a quienes la malgastaran enseguida y de mala manera. Dicho y hecho, sin barba y bajo el nombre de John Smith, un don Juan Nadie de manual, el millonario -un Charles Coburn que derrocha comicidad de la buena a espuertas y se hace dueño y señor de la película- se presenta en una pequeña y recoleta ciudad media usamericana que recuerda, en sus planos iniciales al orquestado mundo artificial de El show de Truman, algo que la farmacia-heladería y unos números musicales que no estorban en absoluto, confirman enseguida. Es reseñable, a título de anecdotario para amantes del star system, una fugacísima aparición, como joven contestatario, de James Dean, quien comparte reparto con un Rock Hudson, tampoco aún “gran estrella”, a pocos años de coincidir los dos en Gigante, que le valió el Oscar al mejor director a George Stevens. El pequeño mundo de una familia que pasa ciertas estrecheces económicas, como cualquier familia de clase media en los años 20 de la ley seca en que se sitúa la acción de la película, ve cómo, con consumadas malas artes, se les mete en casa un extraño cuya presencia, sin que ellos se enteren, va a traerles lo mejor y lo peor de lo que más anhelan: el dinero.  Desde el arranque de la película se nos dice que no olvidemos que se trata de una película acerca del dinero. Metidos de hoz y coz en el mundo de las fábulas morales, la película evoluciona de manera graciosa, medida y brillante en esa dirección. El multimillonario se coloca como barman en el negocio del marido de la hija de quien fuera su muy querida amada, y, poco a poco, va formando parte del pequeño mundo de las flaquezas de quienes, tras recibir un cheque de 100.000 dólares de un benefactor que se esconde, comienzan una nueva vida en la que quien primero desaparece de ella, lógicamente, es el huésped, quien se acaba hospedando, con el perro de la hija pequeña y con el novio de la hija mayor a quien la madre quiere casar con el hijo de la familia más rica de la localidad. A través de un desarrollo típico de la situación, con una puesta en escena llena de encanto para mostrar el cambio de fortuna que ha experimentado su vida, la acción va discurriendo por diversas situaciones que nos permiten comprobar lo inevitable: que el castillo de naipes gratuitos construido con tanto despilfarro no tardará en venirse abajo. El millonario, que mantiene una hermosa relación abuelo-nieta con la hija pequeña, una maravillosa Gigi Perreau, la auténtica pareja protagonista de la película, con una actuación inolvidable y compenetradísima de ambos, va adquiriendo un protagonismo en la historia que lo convierte en cicerone de la metamorfosis social e individual de la afortunada/desafortunada familia a quien quiere conocer antes de legarles, cuando muera, su fortuna. Aunque no quiero chafarle el final a nadie, no hay que ser muy espabilado para, a partir de todo lo escrito, deducir por dónde irán los tiros de la fábula moral que el director nos ofrece. Me abstengo, no obstante, de revelarlo pero no de repetir la excelente mano de Sirk para conseguir una comedia de altísimo nivel, con una realización que destaca los colores vivos de un mundo “de estudio”, iluminado con una claridad que parece revelar las psicologías en cada plano. Está clara, al menos así me lo parece a mí, la influencia de Capra, pero también la de Hawks, de lo que se deduce que un maestro como Sirk por fuerza no puede no estar a la altura de sus reputados antecesores. “Deliciosa” es un adjetivo propiamente indicado para películas como esta, que mezcla a partes iguales la ingenuidad, la mordacidad y un noble discurso acerca de la verdadera felicidad humana.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Un Hitchcock descomedido comediante: “Alarma en el expreso”.


Alta comedia en intrigas de países imaginarios: Alarma en el expreso o la irreverencia genérica de Sir Alfred…


Título original: The Lady Vanishes
Año:1938
Duración: 97 min.
País: Reino Unido
Dirección: Alfred Hitchcock
Guion: Sidney Gilliat, Frank Launder (Novela: Ethel Lina White)
Música: Louis Levy
Fotografía: Jack Cox (B&W)
Reparto: Margaret Lockwood,  Michael Redgrave,  Dame May Whitty,  Paul Lukas, Basil Radford,  Naunton Wayne,  Cecil Parker.

¡Qué agradecido es revisitar las películas de Hitchcock! No hay ninguna en la que no descubras, con la segunda o la tercera o la cuarta visión, algo que te hubiera pasado desapercibido con anterioridad! Tenía algo olvidada Alarma en el expreso, pero ir recordando la historia a medida que avanzaba no me ha estropeado el disfrute enorme de todo el genio cómico de un autor que no ha pasado a la Historia del cine por ser considerado un maestro de ese género que, sin embargo, se cuela en sus películas con una gracia y una perfección que ya quisieran la mayoría de las comedias disparatadas y aburridísimas que cada año se producen para estragar el gusto de los espectadores. Hasta me atrevería a decir que advierto una sutil influencia de Lubitsch en su manera de afrontar los gags cómicos, todos ellos “de situación”, aunque también los haya verbales, de excelente factura british, por cierto, llenos de la peculiar ironía insular. La película explota, al estilo de algunas novelas de Christie, la desaparición en un tren de una pasajera y la conjura del resto de los viajeros para demostrar a la persona con quien había tratado, y que denuncia su separación, que tal persona no se ha subido al tren. Antes del viaje, se inicia la acción en un hotel lleno hasta la bandera, en un país centroeuropeo, al estilo de Zenda, en donde los viajeros han de hacer noche hasta que quede expedita la vía para poder circular, debido al mal tiempo. Los personajes escogidos por el autor para introducirnos en la trama parecen protagonizar más un vodevil que propiamente una película de suspense. Destacan los dos amigos, una extraña parodia de Laurel y Hardy, quienes compartirán la habitación con una camarera, y dormirán juntos en la única cama, donde, en un gag delicioso, la cámara enfoca las páginas de un tabloide que, al abatirse, nos muestra a ambos amigos compartiendo la única cama de la habitación, momento en el que entra a cambiarse la camarera…, una sutil insinuación de la homosexualidad harto atrevida en aquellos años.Los amigos, que no se separan un milímetro durante toda la película, constituyen un atractivo cómico de primera magnitud, tanto por su interés en que el tren llegue cuanto antes a destino, puesto que se dirigen a Londres para asistir a un importantísimo partido de cricket, cuanto por su intima comunión de pareceres y de actitudes. La protagonista que entra en relación cordial con la vieja institutriz con quien compartirá vagón, se relaciona a su vez con un músico que está estudiando el folclore centroeuropeo y que, alojado encima de su cuarto en el hotel, le impide dormir con las danzas populares que algunos lugareños interpretan para que él pueda anotarlas. Expulsado de su cuarto, el músico entra en el de la hija de un millonario, que va camino de una boda indeseada, dispuesto a instalarse en él, al haberse quedado a la intemperie. Finalmente, todos cogen el tren y, desaparecida la institutriz, será el músico el único que acabe creyendo en su versión y se dedique de lleno a encontrar a la vieja dama, cuya desaparición les sorprende muchísimo, porque no aciertan a entender qué dama sea esa ni cuál su importancia como para que haya alguien dispuesto a secuestrarla o deshacerse de ella. Así planteada la acción, pronto el suspense deja paso a la comedia, propiamente vodevilesca, lo que nos va a permitir la contemplación de algunas escenas verdaderamente notables, como la de la lucha contra el mago en el vagón de mercancías, rodeados de todos los útiles que el mago utiliza para sus funciones, y  los que Hitchcock les saca un rendimiento espectacular, en términos de comedia. Hay un uso abundante de maquetas que no parecen querer esconder su condición, como si el director quisiera ubicar la acción en un espacio y tiempo no naturalistas, sino propios del cuento, de la fábula. En ese ámbito hemos de incluir, por supuesto, la aparición de los soldados del país que atraviesan y de quienes los viajeros se defienden, incluso con una pistola, cuando comprenden que pretenden raptar a la vieja dama a quienes la millonaria y el músico han logrado rescatar de las malignas garras de los esbirros que la tenían secuestrada, justo antes de que la sacaran del tren para conducirla a una muerte segura. Se adivina enseguida que hablamos de una espía británica que ha sido descubierta y que, en medio de la refriega, cuando el tren está detenido en vía muerta, porque lo han desenganchado del que los llevaba a la frontera, se escapa a campo traviesa con la duda terrible de si esa mujer audaz, ¡y tan mayor!, será capaz de burlar a sus perseguidores. La película discurre con una fluidez maravillosa, propia de un maestro de la narrativa, y el reparto, en el que sobresale el padre de Vanessa Redgrave, Michael, consigue convencer plenamente a los espectadores de la seriedad de una trama, ya digo, que más parece de vodevil que de película de espías. Los esfuerzos de los sitiados por poner el tren en marcha y reemprender el viaje camino de la frontera añaden una buena dosis de acción que, mediante un trucaje excelente, logra mantener en vilo a los espectadores. Después de esta vi, al día siguiente, El hombre que sabía demasiado, la de 1934 con ese icono del cine que fue Peter Lorre y me extrañó que de ella hiciera el propio Hitchcock un remake, pero no de esta. Es cierto, eso sí, que Alarma en el expreso es bastante más redonda que la primera versión de El hombre que sabía demasiado, y eso podría justificar que no viese Hitchcock la necesidad de una actualización, y no le faltaba razón. Tiene, Alarma en el expreso, un punto de magia cinematográfica que apela a la ilusión entregada de los espectadores por encima de cualesquiera posibles defectos de facturación técnica, de ahí que nos dejemos llevar por esa narración salpicadísima de excelente humor y llena de un suspense conseguido con la maestría habitual de sir Alfred.


domingo, 3 de diciembre de 2017

La rareza emocional en el mundo hostil de la “normalidad”: “En cuerpo y alma”, de Ildikó Enyedi.


Una antológica historia de amor: En cuerpo y alma o los miríficos senderos que separan y unen a las almas gemelas.
Título original: A teströl és a lélekröl (On Body and Soul)
Año: 2017
Duración: 116 min.
País: Hungría
Dirección: Ildikó Enyedi
Guion: Ildikó Enyedi
Música: Adam Balazs
Fotografía: Máté Herbai
Reparto: Morcsányi Géza,  Alexandra Borbély,  Ervin Nagy,  Pál Mácsai,  Júlia Nyakó, Tamás Jordán,  Gusztáv Molnár,  István Kolos,  Annamária Fodor,  Itala Békés, Vince Zrínyi Gál,  Attila Fritz,  Zoltán Schneider,  Réka Tenki,  Rozi Székely, István Dankó.


¡Gracias a  Jose Luis (Joselu en la red), que me animó  a verla, y a un arrebato contra mi incuria que me espoleó ayer contrarreloj  para llegar a la sesión, he podido ver esta excelente En cuerpo y alma! Hemos coincidido demasiadas veces como para que Jose no estuviera seguro de que la película me iba a interesar. Lo que no me imaginaba era que fuese tan rotundamente buena como es. Tiene todos los ingredientes que se le pueden pedir al cine bien hecho: un buen guion; una más que curiosa puesta en escena; unas interpretaciones que rebosan realismo por los cuatro costados; una originalidad singularizadora y algunos leit motiv turbadores, además de una dirección que sabe explotar con habilidad la ambigüedad propia de una situación  que se va desvelando en tiempo real a los protagonistas y a los espectadores… Si, además, le añadimos la estupenda atención documental a un proceso industrial como el del matadero donde trabajan los protagonistas, se comprobará que estamos ante una película con muchos posibles que se materializan de cabo a rabo.  La película se abre con unas escenas idílicas de dos ciervos, macho y hembra, en el bosque, y en las que el ciervo macho se manifiesta acogedor y cariñoso para con la hembra. Esa imágenes, de cuya naturaleza simbólica es difícil  dudar  apenas se le ofrecen al espectador, van a ir contrapunteando la acción principal que se desarrolla principalmente en el matadero, pero también en las casas de los dos protagonistas y en algunos otros espacios que obedecen a la particular evolución e la protagonista. Una empleada, sustituta de otra, acaba de llegar como controladora del nivel de calidad de la carne de las reses que se sacrifican en el matadero. El director, tullido de un brazo, se interesa por conocerla, pero se encuentra con un ser huidizo, ultraserio, que evita la relación con los compañeros de trabajo y que, en sucesivos contactos fugaces se manifestará, propiamente, como un extraño ser carente de emociones. A partir del robo de un medicamento veterinario que puede ser, y ha sido, usado como afrodisíaco en una fiesta, sin daños irreparables, una psicóloga es encargada de entrevistar a los empleados para intentar determinar cuál de ellos ha sido el responsable del robo. Cuando entrevista al director del matadero y le pregunta qué ha soñado la última noche, descubrimos que las escenas de los ciervos son el contenido de sus sueños. Lo que ignora la psicóloga, como lo ignoran los espectadores, es que, formulada la misma petición de narración a la protagonista, va a narrarle a la psicóloga un sueño que ya ha oído antes, como se apresura a buscar y confirmar en su archivo. Así es como esos dos seres solitarios, él por el fracaso con no pocas relaciones y ella por no haber podido empezar ninguna a causa de su frigidez emocional superlativa “se ven” cada noche en sus sueños, ante la incredulidad de la psicóloga que los reúne para que le expliquen dónde está el chiste de confabularse para contarle el mismo sueño ce por be. A partir de ese momento se inicia lo que podríamos llamar una relación “imposible” entre ambos, que incluso incluye una cita para dormir juntos, ella en la cama, él a sus pies en un colchón inflable, y “soñar juntos”. Una escena, por cierto, en la que el plano cenital, por el borde del colchón, aparece dividido en dos, como si fueran planos simultáneos en dos sitios diferentes. Más adelante un contacto físico totalmente inocente, tocarle el brazo, recibe un retraimiento por parte de la mujer que casi parece acusarle de propasarse contra el consentimiento de ella. La mujer, que es doctora, hiperracional, decide buscar los medios a su alcance que la ayuden a superar esa fobia al contacto. En esa fase de la película es cuando emerge, ¡por fin!, un sentido del humor exquisito que festonea los intentos de ella para salir de esa insensibilidad total en la que, sin embargo, reconoce que no vive cómoda. Para que los lectores se hagan a la idea, piensen en el personaje de Catherine Deneuve en Repulsión, de Polanski, y se darán cuenta del tipo de trastorno que sufre la doctora, aunque esta, a diferencia de aquella, tiene, también, la obsesión de la limpieza y el orden. Con estos mimbres, perfectamente tejidos desde el principio, la acción avanza hacia donde la perturbación psicológica de ella, poderosísima no puede por menos de conducirles: a la imposibilidad de que lleguen a tener una relación “normal”. Es muy hábil, por parte del guion, que el protagonista ignore lo que el público conoce: lo enorme inversión de ilusión que ha hecho ella para superar su funesta condición, de ahí que cuando él, resignado, pone fin a la relación, desesperado de que ella “despierte”, los preparativos del suicidio liberador nos acongojen de tal manera que nos es imposible seguirlos y contemplarlos con la crudeza con que se producen ante nuestros ojos aterrados. En medio de ese sangriento ceremonial, y ahí se unen las sangres de las reses y la suya en una sola, no vivimos más que para que suene el teléfono que ha llevado con ella a la bañera “por si acaso” recibe esa llamada salvífica que pueda hacerla desistir de su despedida. Y aquí lo dejo…Como me ocurrió hace poco con la estupenda película rumana, Ana, mon amour, de Calin Peter Netzer, el anonimato por estos pagos de tan brillantes actores consigue conferirle a la historia un plus de realidad que con actores conocidos a veces resulta difícil. Una película dura y sin concesiones en la que, ¡por suerte!, hay momentos incluso desternillantes. No durará mucho en cartelera. La he visto en los Meliès. Pero está solo hasta el día 7.

sábado, 2 de diciembre de 2017

¡Borau, Borau, Borau!: “Crimen de doble filo”


Un trhiller vigoroso sobre un asesino caquéxico: Crimen de doble filo o el refinado virtuosismo estilista en un ambiente popular: Ophüls en Chamberí. 

Título original: Crimen de doble filo
Año: 1965
Duración: 90 min.
País: España
Dirección: José Luis Borau
Guion: Juan Miguel Lamet, Rodrigo Rivero
Música: Luis de Pablo
Fotografía: Luis Enrique Torán (B&W)
Reparto: Susana Campos,  Carlos Estrada,  Alfonso Rojas,  José María Labernie, Cristina Marco,  José Marco,  Juan Luis Galiardo,  Ángel Chinarro,  Paloma Pages, Ángel Calero.


El comienzo, al menos, con el lento movimiento de cámara describiendo los recuerdos familiares que nos informan sobre los orígenes musicales del músico, hijo a su vez de un músico célebre, son  totalmente de Ophüls, sin duda, y aun después, una vez avanzada una trama que progresa de un modo que parece abocarnos a la nadería, no pocos planos recuerdan vagamente el modo de filmar del autor alemán. Tenía gana de ver la que fue la segunda película de Borau, con una estética de los años cincuenta que trae al recuerdo los grandes éxitos de Bardem y otros autores como Rafael Gil, pero también la de autores más cercanos a él, como Miguel Picazo, quien un año antes había rodado con el mismo actor, Carlos Estrada, La tía Tula. Rodada en blanco y negro, con una fotografía excelente de quien al año siguiente daría su toque personal a una película extraordinaria Nueve cartas a Berta, de Martín Patino. La historia, del crítico Juan Miguel Lamet, productor, así mismo, de esta y de las de Picazo y Patino, lo que viene a conferir a las obras de su productora Eco, un marchamo de calidad, es un guion aparentemente sencillo que va desplegando poco a poco una complejidad, perfectamente dosificada que acaba atrapando al espectador en una intriga sutilmente insinuada desde el arranque de la película. El músico intenta en vano dedicarse a la composición, para la que no parece especialmente dotado. Se cansa, quiere fumar, no tiene cigarrillos. Llega su mujer, tampoco tiene. Baja al bar de enfrente, pero, antes, pasa por el sótano, donde vive un afinador amigo suyo, entra y le dice que le roba un pitillo, pero al acceder al final del local descubre el cadáver del amigo en el suelo. Aterrado, sale, cruza la acera y llama a la policía para denunciarlo. Regresa a la escalera, y, mientras observa si baja o no el ascensor, un hombre sale de casa del asesinado, echa a correr detrás de él, pero desaparece por una esquina y lo acaba perdiendo de vista. Todo esto, además, es contemplado por el vecino de enfrente del afinador, un sastre del que apenas la cámara nos permite entrever quién sea. Por las calles, diríase que estamos en el barrio de Chamberí, el ambiente popular y la actuación rutinaria, como de andar por casa, de la policía, la película asume unos tintes costumbristas muy marcados, pero muy contenidos, que le dan a la película hasta casi un interés sociológico como la descripción de los escasos o nulos medios de investigación policiales y la pobreza manifiesta de sus instalaciones, amén del personal relativamente poco cualificado. El protagonista no dice nada a la policía sobre el hombre que ha visto salir del lugar del crimen y eso se va a convertir en un factor de intriga que acabará acosándole hasta desequilibrarlo -se siente amenazado, perseguido por el asesino-, y rescata del sótano una vieja pistola, aunque nada se nos explica de una posesión tan inusual. La tensión progresiva, como las llamadas cuando ensaya en el Teatro Eslava con la compañía de Zarzuela, de cuya reducida orquesta forma parte o un seguimiento nocturno por las calles desiertas de los alrededores del teatro consiguen crear una angustia que lo empuja a confiarse a la policía, quien no se cree de ninguna de las maneras, la historia del supuesto asesino. En los interrogatorios, tras el descubrimiento del cadáver, acabamos conociendo al vecino que entrevimos, al sastre, un José María Prada que compone un sastre afeminado con una propiedad absoluta y un rigor expresivo que muestran lo que ya era entonces Prada, y siguió siendo muchos años, uno de los mejores actores que ha dado este país, generoso en ellos. Cuando el seguimiento del asesino llega incluso a materializarse en la propia finca donde vive el músico y este, que no puede entrar en casa, porque la mujer había cerrado con el pestillo, ve que se le echa encima en el rellano, saca la pistola y le dispara, tras lo cual el supuesto asesino  muere en el acto. Y, a partir de ahí, comienza de nuevo la película, y volvemos a verlo todo desde nuevos ángulos de encuadre, como si lo reconstruyéramos para detectar cuanto nos había pasado por alto. La sabiduría fílmica de Borau se muestra en esta segunda parte a una altura casi impropia de su relativamente escasa experiencia. El arranque del encuentro entre e inspector y el sastre, con un plano de la figura sentada del inspector que oculta totalmente al sastre que habla, quien aparece, en escorzo, lateralmente, para convencer al espectador de que no estamos ante una sesión espiritista me parece genial. La visita al Ateneo, cuyo interior magnífico he tenido la ocasión de ver por primera vez, lo que me empuja a no perderme una visita al edificio en mi próximo viaje a la capital, es un hallazgo. Del mismo modo que la homosexualidad del sastre da carta de naturaleza a una minoría oprimidísima en aquellos años en España, la investigación sobre el supuesto asesino nos conduce a una habitación de una pensión, donde vivía el joven, presidida por una reproducción del Guernica de Picasso, algo que la censura pasó incomprensiblemente por alto, y llena de libros que la policía hojea sin que parezca deducir de los mismos que el joven fuera un agitador político, algo que la cámara sí que parece dar a entender implícitamente. Por una serie de azares, alguno de ellos de tipo cómico, como la llamada equivocada al piso de la víctima, donde la policía aún busca pistas, creyendo que llaman a la esposa del detenido, que aparece en la libreta de teléfonos del asesinado por el marido, se llega a un conocimiento que, una vez fijado en toda su crudeza, da un vuelvo a la trama: el asesinado, que parecía perseguirle para liquidarlo porque lo había visto salir de casa del afinador, tenía relaciones sexuales con su esposa. Todo cambia, entonces, y de ahí al desenlace, la sorpresa y el modo eficacísimo como se narra, a través de dos confesiones grabadas en cinta, que se representan para el espectador, este descubre una verdad insospechada hasta entonces. Del caso del músico paranoico pasamos al de la casada insatisfecha, porque el músico es casi el paradigma de la pusilanimidad, el fracaso y la insatisfacción, de la que la mujer, con todo derecho, quiere escapar. El guion casi perfecto de la película permite que hasta las primeras secuencias de la película hayan de verse como nuevas, como la del travelín de la mujer junto a las casetas de la Feria del Libro, un día de lluvia, el día de autos. No revelo el desenlace porque estoy seguro de que esta película de Borau va a tener muchos nuevos espectadores, y que, imagino, irá creciendo en la estimación crítica como un hito del cine de los 60 y de una tradición española de cine negro en la que hay títulos tan contundentes como los que hemos ido viendo en la Historia del cine español, un programa antológico que no debería acabarse nunca: vistas todas, habría que comenzar de nuevo… Desde Apartado de correos 1001, de Julio Salvador, hasta Brigada criminal, de Iquino pasando por Murió hace quince años, de Gil, esa tradición, tan mal vista hasta ahora, tiene obras, como la de Borau, que consolidan un quehacer de cine policiaco autóctono al que, como hicieron los franceses con el suyo, acaso habría que buscarle un nombre propio. Me quedo con el recuerdo de una película que, por la figura del inspector, además de por otras circunstancias, me vino enseguida a la memoria cuando la veía: Un maldito embrollo, de Pietro Germi, basada en una excepcional novela de Carlo Emilio Gadda. En fin, no sé cómo no han dejado de leer esta torpe apología para disfrutar de lo lindo con un Borau que hasta me parece, en esta,  mejor que el de Furtivos…