Cine de estrellas, con una Bacall extraviada y una
Marilyn Monroe de magnífica vis cómica: Cómo
casarse con un millonario o un salpicón de estereotipos sexuales y sociales.
Título original: How to Marry
a Millionaire
Año: 1953
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jean Negulesco
Guion: Nunnally Johnson
Música: Alfred Newman
Fotografía: Joseph MacDonald
Reparto: Marilyn Monroe, Betty Grable,
Lauren Bacall, William
Powell, Rory Calhoun, David Wayne, Fred Clark,
Cameron Mitchell.
Negulesco, que ya había
trabajado con Nunnally Johnson en The
mudlark, (recientemente criticada en este Ojo), cuya reputación como
guionista, sobre todo a partir del guion de Las
uvas de la ira, estaba fuera de toda duda, contó con sus servicios para
esta película de estrellas en la que, propiamente, la historia apenas tiene
importancia, si bien Johnson escribió un guion inteligente y con algunas
réplicas que no pasan desapercibidas a los amantes del cine, como la alusión de
Bacall a que le gustan los hombres maduros, poniendo como ejemplo ese, “como se
llame”, que actúa en La reina de África,
de John Huston: crazy about him ,
esto es, su marido Humphrey Bogart… Estamos, sin embargo, ante una película
diseñada de principio a fin para seducir al gran público a través de una
historia ligera, sin complicaciones y con abundante sentido del humor, lo que
encuadra la obra en el género de las comedias sofisticadas, glamurosas, llenas
de una frivolidad solo comparable a los buenos sentimientos que se vehiculaban
a través de ella. La presencia de tres actrices muy diferentes que se unen para
lograr una mismo objetivo: casarse con un millonario y dejar su empleo como modelos
de casas de alta costura, era, entre otros aspectos, el principal atractivo de
la película, y no defrauda. A mí, particularmente, me ha parecido muy fuera de
lugar la presencia de Lauren Bacall en el trío protagonista, y algo forzada la
presencia de la famosísima pin-up Betty Grable, en lo que puede considerarse el
pre-ocaso de su carrera. Junto a ellas, sin embargo, emerge, resplandeciente,
la figura de Marilyn Monroe en un papel graciosísimo por el que la película
merece ser vista: la de una miope que, por no usar las gafas –los hombres no prestan atención a las chicas
con gafas, dice ella en un momento de la película-, va tropezando
constantemente por donde quiera que vaya, hasta que, por una forzada casualidad
del guion acaba tropezando con otro miope que se acaba convirtiendo en el
hombre de su vida. El planteamiento, que
sigue muy de cerca el origen teatral de la historia, no deja de tener ese punto
de inverosimilitud absurda que da pie a tantas situaciones estupendas en las
películas usamericanas, especialistas en pedirles a los espectadores un
asentimiento total al mayor de los disparates para poder disfrutar, a partir de
él, de unas escenas costumbristas llenas de giros ingeniosos. Las tres acaban
de alquilar un apartamento de lujo en Manhattan -en clave, la dirección
correspondía a la del apartamento en el que por aquel entonces vivían Marilyn y
Arthur Miller- y están dispuestas a ir vendiendo todos sus muebles lujosos para
poder seguir pagando el alquiler hasta que encuentren a sus tres millonarios.
La película, teniendo en cuenta la concepción glamurosa de la misma, constituye
una exhibición no solo de mobiliario, sino también de vestuario, algo que se
concentra en la escena de la película en la que un millonario enamorado de Bacall,
y a la que este confunde con un trabajador de una gasolinera y a quien, por
ello mismo, desprecia, contempla un desfile de modelos en el que participan las
tres protagonistas -profesión, por cierto, que ejercía Lauren Bacall mientras esperaba a ser llamada para algún
papel de importancia en alguna película- y que tiene algo de parodia, a juzgar
por las “creaciones” que aparecen, si bien otras son verdaderamente
interesantes y bellas como muestras de arte de la alta costura. A medida que se
desarrolla la película, cada una de las tres amigas irá encontrando el amor,
pero no junto a un millonario, por lo que parece que el último intento de quien
lleva la iniciativa entre las tres, Bacall, sí que va a realizarse. En ese
momento, sin embargo…, y aquí nos encontramos con una de esas sorpresas a los
que los guiones usamericanos son tan aficionados y que me impide continuar. El
escepticismo ante la posibilidad de que la suerte les depare el “chollo” del
millonario “disponible” que se enamore hasta las cachas de ellas y decida
convertirlas en sus “princesas” está presente en las tres protagonistas, de ahí
que, dos de ellas, una con entusiasmo, Marilyn, y la otra en menor grado, Grable,
se resignen a aceptar que el amor lo puede todo, y que ni siquiera el dinero
puede prevalecer contra él. Está claro que la perspectiva misógina de la
película puede lastrar para algunos espectadores el disfrute de una comedia
ciertamente banal pero perfectamente construida y cuya elegancia en la puesta
en escena es pareja con la sólida interpretación de las tres actrices,
favoritas del público. Negulesco no se involucra en el proyecto desde una
perspectiva de autor, sino de artesano que se pone al servicio del lucimiento
del elenco, quizás abusando del plano largo y del inmovilismo de la cámara,
como si se ciñera al origen teatral de la historia. La extraña obertura de la
película, unos 6 minutos de música ininterrumpida de la orquesta dirigida por el
firmante de la banda sonora, Alfred
Newman, tiene su razón de ser en la presentación del sonido estéreo como una
novedad en las salas de cine -aún faltan 17 años para llegar al famoso sensurround-, además del rodaje en CinemaScope,
sistema que inauguró esta película en el rodaje, aunque la primera que se
estrenó como tal fue La túnica sagrada,
de Henry Koster. La película permite pasar un rato entretenido, siempre y
cuando hagamos salvedad del enfoque misógino, propio de la sociedad de los años
50, y, por supuesto, merece totalmente la pena ver la actuación de Marilyn
Monroe, que se supera a sí misma en un papel que conecta consigo mismo en
algunos aspectos de su personalidad.
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