Hay películas que “son” las actrices que las construyen con
la excelencia heredada genéticamente de los
creadores del carro de Tespis: Las noches
de Cabiria o la vida desbordada en planos de férrea belleza.
Título original: Le notti di Cabiria
Año: 1957
Duración: 110 min.
País: Italia
Dirección: Federico Fellini
Guion: Federico Fellini, Ennio Flaiano, Tullio Pinelli
Música: Nino Rota
Fotografía: Aldo Tonti
Reparto: Giulietta Masina,
François Périer, Amedeo
Nazzari, Aldo Silvani, Franca Marzi, Ennio Girolami, Mario Passante, Dorian Gray.
Como el vídeo contenía dos películas, esta y Giulietta de los espíritus, había pensado
hacer una crítica de ambas, para contraponer la suerte de intrépido
neorrealismo poético de la primera a la desbordante ficción onírica y estética
de la segunda. Ambas, en su particular concepción felliniana de la vida de dos
mujeres, Cabiria y Giulietta, no tan alejadas la una de la otra como parece a
simple visionado, son dos películas extraordinarias. La primera ganó el Oscar a
la mejor película extranjera, la segunda el Globo de Oro y fue nominada para el
mismo Oscar que ya había ganado con la primera. Al margen de los premios, una
circunstancia anecdótica para el valor de las películas, las dos películas
tienen tal cantidad de virtudes cinematográficas que perfectamente conforman un
maravilloso programa doble conque los espectadores pueden deleitarse, en una de
esas raras tardes de las próximas vacaciones en que logren quedarse a solas,
alejados del mundanal ruido de las ubérrimas y estrambóticas celebraciones navideñas. Hacía
mucho tiempo que había visto Las noches
de Cabiria, por lo que la tenía más olvidada que Giulietta, de más reciente
visión -aunque “reciente” considere algo que se va a los veinte años, por
ejemplo…-, y el impacto que me ha provocado ha sido de tal naturaleza que, al
revisitarla, se me ha aparecido con unos valores cinematográficos tan
contundentes que bien puede ser considerada una obra maestra. Ya he adelantado
en el título un juicio sintético de la virtud máxima de esta película, que si
hubiera de comparar con otra del propio Fellini, por lo que hace a esa
exhibición de actriz tan consumada como Giulietta Masina, lo haría con La Strada, sin duda, una película que
aún llevo clavada en el corazón desde que la vi. Las noches de Cabiria, una
película casi episódica, a juzgar por las diferentes situaciones en que se ve
envuelta Cabiria, una prostituta de barrio, orgullosa de lo que ha conseguido,
una casa propia y una reputación de valerse por ella misma, a la que, sin
embargo, no le faltan adversidades como la del robo y casi asesinato, al ser
empujada a un río del que por ella misma no puede salir, del inicio de la
película. El tono de comedia, la puesta en escena extramuros de la ciudad, en
ambiente de sórdidas edificaciones, se acentúa cuando, en una suerte de
prefiguración de Pretty Woman, un
actor famoso la escoge para que le haga compañía después de haber roto con su
pareja. Las escenas de ambos en el periplo nocturno, sobre todo en la sala de
fiestas, y después en la casa ultralujosa del actor constituyen un contrapunto
de las escenas iniciales que nos permiten ver una cantidad tal de registros
interpretativos en ese monstruo de la pantalla que fue Giulietta Mesina que difícilmente
puede hurtársele el calificativo de grandísima actriz, a la altura, en mérito
artístico del propio Felllini, con quien estaba casada. ¡Qué afortunado fue
Fellini de contar con una actriz así, de la que poder extraer tantísimas
escenas que forman parte del recuerdo de millones de espectadores en todo el
mundo! La parte final de la película, con la aparición del cazafortunas… que le
promete matrimonio, un François Périer magnífico, nos sumerge en una escena
dramática en un bosque, en una elevación sobre un río, que, no sé por qué, me trajo
a la memoria Amanecer, de Murnau; una
escena que logra estremecer al espectador, a este al menos, de tal manera que
no podemos dejar de pensar que estamos ante una tragedia contundente e
impactante, porque, más allá, de ser el saco de los golpes de la vida, el
pingajo despreciado por todos, la desesperación de Cabiria y su deseo de la
muerte que le implora al mal nacido que la engaña y le roba para que ponga fin
a su fracaso vital, ¡como no va a sobrecoger a quien asiste a esa claudicación convulsa
de un ser traicionado y desvalido, pura bondad romántica frente al destino más
adverso: ganarse la vida, ¡ay, la vida!, con la prostitución! Es evidente que
no estamos ante una película redentorista, ni ante una crónica social, sino
ante una biografía de un ser concreto, almacén de virtudes y desván de defectos
que se ha acorazado a fuera de desengaños pero en quien predomina una
sensibilidad y una sentimentalidad de buena ley capaz de justificar la
ingenuidad popular de que hace gala y que es causa inequívoca de su última
perdición. La peripecia vital de Cabiria a lo largo de los pocos días durante
los que la película la sigue está narrada a través de una selección de planos a
cual más estudiado, y que en la sala de fiestas y en la morada del actor famoso
alcanza su máxima cota visual, una delicadeza estética que reaparece con fuerza
fuera de lo común en el paseo por el bosque, figuración del cuento infantil
que, en el fondo, es la vida de Cabiria, porque en esa clave ha de leerse toda su
vida, la que la película nos permite conocer: Cabiria es una niña grande
extraviada entre personajes siniestros incapaces de descubrir el tesoro de
ternura que ella guarda en su corazón. Solo el actor, un Amedeo Nazzari de
quien recién he visto la muy notable El
lobo de la Sila, de Duilio Coletti, es capaz de atisbar su existencia. Es
impagable la reacción de Mesina cuando le revela que lo ha reconocido, al “gran
actor, ídolo de todos los italianos”, y le besa la mano como si estuviera ante
el Papa de Roma, o poco menos. En fin, podría seguir extendiéndome en mil detalles que solo vendrían a
confirmar que Fellini es uno de los grandes genios de la Historia del Cine, un
prodigioso creador de imágenes y de puestas en escena sin parangón posible. A
veces me pregunto si la única obra indiscutiblemente deleznable de Fellini fue La ciudad de las mujeres… ¿la excepción imprescindible
que confirma la regla de su magisterio?
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