Un trhiller vigoroso sobre un asesino caquéxico: Crimen de doble filo o el refinado virtuosismo
estilista en un ambiente popular: Ophüls en Chamberí.
Título original: Crimen de doble filo
Año: 1965
Duración: 90 min.
País: España
Dirección: José Luis Borau
Guion: Juan Miguel Lamet, Rodrigo Rivero
Música: Luis de Pablo
Fotografía: Luis Enrique Torán (B&W)
Reparto: Susana Campos, Carlos
Estrada, Alfonso Rojas, José María Labernie, Cristina Marco, José Marco,
Juan Luis Galiardo, Ángel
Chinarro, Paloma Pages, Ángel Calero.
El comienzo, al menos,
con el lento movimiento de cámara describiendo los recuerdos familiares que nos
informan sobre los orígenes musicales del músico, hijo a su vez de un músico célebre,
son totalmente de Ophüls, sin duda, y
aun después, una vez avanzada una trama que progresa de un modo que parece
abocarnos a la nadería, no pocos planos recuerdan vagamente el modo de filmar
del autor alemán. Tenía gana de ver la que fue la segunda película de Borau,
con una estética de los años cincuenta que trae al recuerdo los grandes éxitos
de Bardem y otros autores como Rafael Gil, pero también la de autores más
cercanos a él, como Miguel Picazo, quien un año antes había rodado con el mismo
actor, Carlos Estrada, La tía Tula.
Rodada en blanco y negro, con una fotografía excelente de quien al año
siguiente daría su toque personal a una película extraordinaria Nueve cartas a Berta, de Martín Patino.
La historia, del crítico Juan Miguel Lamet, productor, así mismo, de esta y de
las de Picazo y Patino, lo que viene a conferir a las obras de su productora
Eco, un marchamo de calidad, es un guion aparentemente sencillo que va
desplegando poco a poco una complejidad, perfectamente dosificada que acaba
atrapando al espectador en una intriga sutilmente insinuada desde el arranque
de la película. El músico intenta en vano dedicarse a la composición, para la
que no parece especialmente dotado. Se cansa, quiere fumar, no tiene cigarrillos.
Llega su mujer, tampoco tiene. Baja al bar de enfrente, pero, antes, pasa por
el sótano, donde vive un afinador amigo suyo, entra y le dice que le roba un
pitillo, pero al acceder al final del local descubre el cadáver del amigo en el
suelo. Aterrado, sale, cruza la acera y llama a la policía para denunciarlo.
Regresa a la escalera, y, mientras observa si baja o no el ascensor, un hombre
sale de casa del asesinado, echa a correr detrás de él, pero desaparece por una
esquina y lo acaba perdiendo de vista. Todo esto, además, es contemplado por el
vecino de enfrente del afinador, un sastre del que apenas la cámara nos permite
entrever quién sea. Por las calles, diríase que estamos en el barrio de Chamberí,
el ambiente popular y la actuación rutinaria, como de andar por casa, de la
policía, la película asume unos tintes costumbristas muy marcados, pero muy
contenidos, que le dan a la película hasta casi un interés sociológico como la
descripción de los escasos o nulos medios de investigación policiales y la
pobreza manifiesta de sus instalaciones, amén del personal relativamente poco
cualificado. El protagonista no dice nada a la policía sobre el hombre que ha
visto salir del lugar del crimen y eso se va a convertir en un factor de
intriga que acabará acosándole hasta desequilibrarlo -se siente amenazado,
perseguido por el asesino-, y rescata del sótano una vieja pistola, aunque nada
se nos explica de una posesión tan inusual. La tensión progresiva, como las
llamadas cuando ensaya en el Teatro Eslava con la compañía de Zarzuela, de cuya
reducida orquesta forma parte o un seguimiento nocturno por las calles
desiertas de los alrededores del teatro consiguen crear una angustia que lo
empuja a confiarse a la policía, quien no se cree de ninguna de las maneras, la
historia del supuesto asesino. En los interrogatorios, tras el descubrimiento
del cadáver, acabamos conociendo al vecino que entrevimos, al sastre, un José
María Prada que compone un sastre afeminado con una propiedad absoluta y un
rigor expresivo que muestran lo que ya era entonces Prada, y siguió siendo
muchos años, uno de los mejores actores que ha dado este país, generoso en ellos.
Cuando el seguimiento del asesino llega incluso a materializarse en la propia
finca donde vive el músico y este, que no puede entrar en casa, porque la mujer
había cerrado con el pestillo, ve que se le echa encima en el rellano, saca la
pistola y le dispara, tras lo cual el supuesto asesino muere en el acto. Y, a partir de ahí,
comienza de nuevo la película, y volvemos a verlo todo desde nuevos ángulos de
encuadre, como si lo reconstruyéramos para detectar cuanto nos había pasado por
alto. La sabiduría fílmica de Borau se muestra en esta segunda parte a una
altura casi impropia de su relativamente escasa experiencia. El arranque del
encuentro entre e inspector y el sastre, con un plano de la figura sentada del
inspector que oculta totalmente al sastre que habla, quien aparece, en escorzo,
lateralmente, para convencer al espectador de que no estamos ante una sesión
espiritista me parece genial. La visita al Ateneo, cuyo interior magnífico he
tenido la ocasión de ver por primera vez, lo que me empuja a no perderme una
visita al edificio en mi próximo viaje a la capital, es un hallazgo. Del mismo
modo que la homosexualidad del sastre da carta de naturaleza a una minoría
oprimidísima en aquellos años en España, la investigación sobre el supuesto
asesino nos conduce a una habitación de una pensión, donde vivía el joven,
presidida por una reproducción del Guernica de Picasso, algo que la censura pasó
incomprensiblemente por alto, y llena de libros que la policía hojea sin que
parezca deducir de los mismos que el joven fuera un agitador político, algo que
la cámara sí que parece dar a entender implícitamente. Por una serie de azares,
alguno de ellos de tipo cómico, como la llamada equivocada al piso de la
víctima, donde la policía aún busca pistas, creyendo que llaman a la esposa del
detenido, que aparece en la libreta de teléfonos del asesinado por el marido,
se llega a un conocimiento que, una vez fijado en toda su crudeza, da un vuelvo
a la trama: el asesinado, que parecía perseguirle para liquidarlo porque lo
había visto salir de casa del afinador, tenía relaciones sexuales con su
esposa. Todo cambia, entonces, y de ahí al desenlace, la sorpresa y el modo eficacísimo
como se narra, a través de dos confesiones grabadas en cinta, que se
representan para el espectador, este descubre una verdad insospechada hasta
entonces. Del caso del músico paranoico pasamos al de la casada insatisfecha,
porque el músico es casi el paradigma de la pusilanimidad, el fracaso y la
insatisfacción, de la que la mujer, con todo derecho, quiere escapar. El guion
casi perfecto de la película permite que hasta las primeras secuencias de la
película hayan de verse como nuevas, como la del travelín de la mujer junto a
las casetas de la Feria del Libro, un día de lluvia, el día de autos. No revelo
el desenlace porque estoy seguro de que esta película de Borau va a tener
muchos nuevos espectadores, y que, imagino, irá creciendo en la estimación
crítica como un hito del cine de los 60 y de una tradición española de cine
negro en la que hay títulos tan contundentes como los que hemos ido viendo en
la Historia del cine español, un programa antológico que no debería acabarse
nunca: vistas todas, habría que comenzar de nuevo… Desde Apartado de correos 1001, de Julio Salvador, hasta Brigada criminal, de Iquino pasando por Murió hace quince años, de Gil, esa
tradición, tan mal vista hasta ahora, tiene obras, como la de Borau, que
consolidan un quehacer de cine policiaco autóctono al que, como hicieron los
franceses con el suyo, acaso habría que buscarle un nombre propio. Me quedo con
el recuerdo de una película que, por la figura del inspector, además de por
otras circunstancias, me vino enseguida a la memoria cuando la veía: Un maldito embrollo, de Pietro Germi,
basada en una excepcional novela de Carlo Emilio Gadda. En fin, no sé cómo no
han dejado de leer esta torpe apología para disfrutar de lo lindo con un Borau
que hasta me parece, en esta, mejor que
el de Furtivos…
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