Una hermosa loa a la solidaridad en tiempos de la gran
depresión: El pan nuestro de cada día
o los sólidos valores del esfuerzo cooperativo.
Título original: Our Daily
Bread
Año: 1934
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: King Vidor
Guion: Elizabeth Hill, Joseph L. Mankiewicz (Historia: King Vidor)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Robert H. Planck (B&W)
Reparto: Karen Morley, Tom Keene,
Barbara Pepper, Addison
Richards, John Qualen, Lloyd Ingraham, Sidney Bracey.
La garantía Vidor era
suficiente para lanzarme a la contemplación de esta obra que, según la
publicidad del estuche, intuí que tendría mucho que ver con La sal de la Tierra, de Biberman, como,
a su manera, así ha resultado ser, aunque con un discurso menos radical y complejo. Lo chocante, desde ese punto de vita
ideológico es que Vidor haya sido capaz de rodar dos magníficas películas
defendiendo ideologías totalmente opuestas: la presente y El manantial, esta muy posterior, de 1949, que representa, como nadie
ignora, la brillante defensa del individualismo más feroz, el defendido por la
campeona intelectual del neoliberalismo, la escritora Ayn Rand, en la línea de
la escuela del filósofo Leo Strauss, cuya influencia alcanzó incluso a personas
de reconocido izquierdismo como Susan Sontag, por ejemplo. El pan nuestro de cada día, centrémonos en la película, es una
película al estilo de las de Capra, para que los lectores me entiendan correctamente:
llena de personajes vitalistas, ingenuos, entusiasmados con la vida, presente esta
las adversidades que presente, y dispuestos a dar la vida por ayudar al prójimo
aun a costa de postergar sus propios intereses si fuera necesario. En este
caso, una pareja en paro que no puede pagar el alquiler del piso que ocupan en
la ciudad, aceptan la propuesta de un familiar de ocupar un rancho deshabitado,
pero en el que hay una casa y posibilidades de trabajarlo para que rinda algo.
Llegan, con el entusiasmo algo cargante del marido, y la complacencia infinita
de su mujer, jamás dispuesta a llevarle la contraria ni a quejarse, y empiezan
a tratar de sacar adelante una instalación agraria sin ningún conocimiento de
cómo hacerlo con provecho. Un afectado por la depresión, que es lo que provocó
la huida de la ciudad de los dos jóvenes, para con su coche, por una avería,
delante de su granja y, tras una breve conversación, descubre que es un
granjero que marcha hacia California en busca de una oportunidad. Le propone
compartir con él la explotación de la granja y el otro acepta. Tras el primer
refuerzo, deciden poner anuncios a lo largo de la valle que separa la granja del camino
buscando fontaneros, carpinteros, herreros, granjeros y cuantos tengan algún
oficio necesario en una granja. Al final, dada la desesperación de las gentes
que buscan una esperanza, por magra que sea, se quedan desde un violinista
hasta un enterrador pasando por un contable, aunque todos dispuestos adobar el
espinazo en las duras jornadas laborales del campo. La película exalta los
valores de la cooperación. El grupo se organiza democráticamente y eligen al propietario
de la granja -luego se verá que no es tal, porque la granja ha salido a subasta
por impago de las deudas- el director de la empresa colectiva. La noticia del
sheriff de que los terrenos han de salir a subasta supone el primer
contratiempo fundamental, pero el “control” piadosamente mafioso que ejercen
los trabajadores sobre los especuladores que quieren pujar lleva a que la
granja sea adjudicada a sus explotadores por 1’75 dólares… La gran adversidad
es, sin embargo, la sequía, la ausencia e lluvia que amenaza con acabar con la
cosecha de maíz, ¡con la primera cosecha! ¡Con la lírica escena que se pudo ver
cuando los personajes reparan en que empiezan a brotar los tallos de las
semillas plantadas! La llegada de una mujer “de vida alegre” que pone en
peligro el sólido matrimonio de los protagonistas, sumada a la de la sequía,
alteran los ánimos de los socios, que comienzan a culpar al jefe por la falta
de previsión para un caso así. Este abandona y decide huir con la joven,
aunque, al poco de iniciar la huida, cuando pasa junto a un río cercano, cuyas
aguas oye nítidamente en la noche, tiene una idea salvadora que le hace frenar
el coche y volver a la carrera a la granja para convencer a sus colegas de esa única
solución: canalizar una desviación del río, para llevar el agua hasta los
campos de maíz. Solo por este final apoteósico merece muchísimo ver toda la
película, algo aburridilla y un mucho buenista/podemita, con esa ingenuidad
rayana en la bobería que parece excluir el mal por decreto en el mundo de los
buenos. Las escenas vibrantes de la construcción del acueducto para llevar el
agua a los campos ha de considerarse como una de las grandes secuencias de la
Historia del cine. La coreografía de los picos y las palas, el movimiento de la
intendencia para atender a los hombres en ese esfuerzo, la sustitución de unos
por otros, la construcción de las vías elevadas para salvar las dificultades
del terreno, el polvo, la noche, las antorchas que iluminan, el ritmo constante
de los picos y las palas, el sudor, el desfallecimiento, el discurrir impetuoso
del agua por el estrecho camino, la rectificación del cauce para no perder el preciosísimo
elemento -¡cómo apreciamos hoy, en estos años de sequía, ese valor incalculable!-
y la llegada extraordinariamente celebrada del agua a los campos, todo ello
junto, constituye casi un documento excepcional de nervio cinematográfico de
primera magnitud que conviene ver para apreciarlo en toda su belleza
majestuosa, la del esfuerzo, la de la perseverancia, la de la unión de todos en
pro del bien común, la loa del vigor, de la fe en el supremo bien del objetivo
final que se desea: dar de beber a las plantas sedientas… Como no es difícil de
imaginar, Vidor tuvo serios problemas para financiar la película y para
estrenarla, de ahí la colaboración con actores desconocidos y muchos de ellos
no profesionales, pero todos brillando a gran altura, la tópica “vampiresa”
incluida. Enseguida la obra despertó las sospechas de criptocomunismo, como era
de esperar, a pesar de la escena de Millet que componen los campesinos,
agradeciendo a Dios, de rodillas, los brotes que alimentan su esperanza. En
resumen, una película combativa, que verán, emocionados, todos los seguidores
de Ken Loach, por ejemplo. Pero todos, sin excepción, deben de ver, al menos,
el final de la película. Pocos hay tan buenos como este.
No hay comentarios:
Publicar un comentario