domingo, 2 de julio de 2017

Feminismo “de salón” en una comedia eterna: “La costilla de Adán”, de George Cukor.


Una comedia inteligente o la lucha de sexos dulcificada por la taquilla. 

Título original: Adam's Rib
Año: 1949
Duración: 101 min.
País:  Estados Unidos
Director: George Cukor
Guion: Ruth Gordon, Garson Kanin
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: George Folsey (B&W)
Reparto: Katharine Hepburn,  Spencer Tracy,  Judy Holliday,  Tom Ewell,  David Wayne, Jean Hagen,  Hope Emerson,  Eve March,  Clarence Kolb,  Emerson Treacy, Polly Moran,  Will Wright,  Elizabeth Flournoy.


Todo el mundo alabó, en su momento, la naturalidad de la relación que mantienen en pantalla los dos protagonistas, que se entendía trasunto milimétrico de la que mantenían fuera de ella, y de ahí la compenetración y esa espontaneidad que parecía nacer de la vida misma, no de un guion cinematográfico. Leer te desengaña, en términos generales; y en este particular te ilustra sobre que esa vida de pareja con esos hábitos, esa naturalidad, esa complicidad, responde, en efecto, a una pareja real, pero no la formada por Hepburn y Spencer, sino la formada por la pareja de guionistas Ruth Gordon y Garson Kanin, quienes tomaron de su propia vida todos esos pequeños detalles que tan vívida y divertida hacen la relación de los protagonistas. La película ha pasado a la historia de las comedias por merecimientos propio, como La fiera de mi niña, de Hawks o Historias de Filadelfia, también de Cukor. Se trata de una comedia “sofisticada”, entendido el concepto como la comedia situada en clases altas, de  profesiones liberales, con personajes “modernos” y de pensamiento más o menos progresista, con problemas reales, sí, pero un nivel que los aleja de las clases populares, destinatarias, sin embargo, de esas películas. La película comienza como un thriller, con un espectacular blanco y negro y unas tomas ciudadanas magníficas que llegan hasta el momento en que la esposa traicionada saca un revólver antes de entrar donde el marido se ha citado con su amante y comienza a leer un manual sobre cómo usar la pistola… El gag es de lo mejorcito que he visto nunca, ¡y anda que no son legión de ellos los que almacena mi memoria!, algo así como las “batallitas” de los cinéfilos, por lo que renuncio a relatarlas. De ahí pasamos enseguida a la pareja protagonista, él, fiscal, ella, abogada. A él le tocará, como es lógico y previsible, acusar a la señora en nombre del pueblo; ella escoge ser abogada de la infeliz. La película, así pues, va a seguir esas dos vías narrativas: la relación de pareja de los protagonistas y el juicio, y pronto advertiremos cómo este segundo influirá decisivamente en la primera. La abogada defensora, advirtiendo las escasas posibilidades de defensa que tiene, intenta hacer del caso una causa feminista, porque lo que está en juego no es el hecho en sí del atentado nada mortal de la inexperta pistolera, aunque acabe hiriendo levemente al marido, sino si hay o no hay realmente justicia cuando las acusadas son mujeres. A partir de ahí, y sin llegar a los comedias alocadas, es cierto que hay no pocos “números” que tientan al crítico de inscribir la obra en las tradicionales screwball comedies, pero no es ese el objetivo de Cukor, más cerca de la sutileza psicológica que del chafarrinón burlesco, aunque el momento en que Spencer Tracy es sostenido por una “forzuda” con una mano ante el juez de la sala es un momento francamente divertido, porque Tracy, a quien siempre se ha juzgado poco expresivo, está, en esta película, en estado de gracia; no, Cukor prefiere centrar la película en la relación de pareja de los abogados, que es lo que a él le pide su sensibilidad, sobre todo porque el retrato de ella es lo que lo motiva, y sí, Katharine Hepburn está deliciosa en esta comedia, dueña de un método cuya virtud consiste en pasar inadvertido: siempre parece que se la haya sorprendido en su propia casa y se esté rodando un documental sobre su vida matrimonial. Hay, en la película, una marcha atrás en la sólida defensa del feminismo, y ello acaece cuando el marido logra arrancar de ella una confesión que le da la victoria en la querella íntima: el juicio ha sido una farsa, una agitación propagandística que nada tiene que ver con la Justicia y sí con la propaganda de una causa que, por importante que sea, no puede “imponerse” a la Justicia y burlarse de ella como, a su juicio, ha hecho su mujer, quien con malas artes de prestidigitadora ha conseguido que el jurado acabara absolviendo a la sacrificada mujer víctima de la explotación machista, o poco menos. El final del juicio, con la prensa buscando no solo la imagen de la acusada con sus hijos, sino con el marido, ¡y hasta con la amante!, en una imagen de reconciliación y canto de las virtudes del hogar usamericano, a pesar de los pesares, es indicativo de esa claudicación teórica de la que hablamos. En cualquier caso, y salvando el borrón, la reivindicación del uso de esas mismas armas por parte del varón, en la famosa escena de las lágrimas forzadas del protagonista, que engañan a su mujer totalmente, razón por la que suspenden el divorcio que habían ido a firmar, no deja de extender la crítica también al radical defensor de la dignidad de la Justicia. Lo importante, como en tantas películas de Hollywood, no es el planteamiento ideológico, sino el camino narrativo que sigue la película y la destreza incomparable con la que Cukor, en escenas llenas de ingenio y perfectamente diseñadas, es capaz de mantener en vilo la atención de los espectadores. Estamos cerca del melodrama cuando advertimos el inicio de la distancia afectiva que se produce entre los esposos, en una escena de cine dentro del cine, porque se proyecta una película familiar para los invitados a una cena “de jueces”, más el añadido de un compositor de éxito, cliente de la mujer, que ha hecho una canción con el nombre de ella, de quien confiesa estar enamorado, algo que repite constantemente al marido, para irritación relativa de este. En conclusión, una de las grandes comedias, sin duda, y un recital espectacular de los típicos “monstruos” de la pantalla.

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