De las soledades fundidas y del consuelo luminoso del
color: Maudie o el ejercicio de la
autodeterminación individual.
Título original: Maudie
Año: 2016
Duración: 115 min.
País: Canadá
Director: Aisling Walsh
Guion: Sherry White
Música: Michael Timmins
Fotografía: Guy Godfree
Reparto: Ethan Hawke, Sally Hawkins, Kari Matchett, Gabrielle Rose, Zachary Bennett, Billy MacLellan, Marthe Bernard, Lawrence Barry, David Feehan,
Mike Daly, Nik Sexton, Greg
Malone, Brian Marler, Judy Hancock,
Denise Sinnott.
Confieso un serio error
de cálculo: tras un mes de inactividad por la artroscopia de rodilla, y después
de la primera tarde de gimnasio y piscina rehabilitadores, escogimos Maudie con
tanta esperanza como imprudencia, por mi parte. La película, un bellísimo
ejercicio de introspección psicológica, no solo hace del claroscuro una profesión
de fe, sino también del plano estático y dilatado una realidad de tomo y lomo.
Hube de hacer serios esfuerzos para no dejarme vencer por la flaqueza corporal
y estoy seguro de haber perdido algunos minutos del metraje, no tantos, sin
embargo, como para no haber podido apreciar los valores singulares de una
archisingular historia de amor que suena mucho, pero que mucho, a historia
decimonónica, a lo que contribuye la pobreza de los protagonistas, el minúsculo y agresivo espacio interior en
el que han de convivir y el machismo más allá de toda prueba del protagonista,
un hombre no acostumbrado sino a mandar y a no compartir; un hombre que, en un
rapto colérico, le deja bien claro a su nueva “criada” cuál es su lugar en la vida
de él: primero él mismo, claro; luego, el perro; después, las gallinas, y, por último, ella. Huérfana y con
un hermano que se aprovecha de su situación para vender la casa familiar y no
darle nada, excepto el dinero que pasa a su tía, quien la cuida, porque su
artrosis reumatoide la imposibilita físicamente, aunque no del todo, Maudie
decide buscarse la vida por su cuenta, salir de esa “prisión” en la que la
mantienen y “abrirse” a la búsqueda de su propia vida. Encuentra una oferta de
trabajo como criada de un solterón malhumorado, y sucio, perfectamente encarnado por Ethan
Hawke, y allá que se planta, dispuesta a hacer de ello, aun en las pésimas
condiciones en que ha de vivir y convivir, un “modo de vivir” independiente.
Tiranizada por su empleador, un ser ajeno a cualquier compasión, al menos
inicialmente, Maudie, quien ha de
tragarse su orgullo para no haber de regresar, fracasada, al amparo de su tía,
se adapta a la adversa circunstancia de su “nueva vida” y, poco a poco, va a ir
no solo haciendo de la necesidad virtud, sobre todo a través de su afición a la
pintura y a los colores vivos y nítidos, sino “seduciendo” a su compañero de
infortunio y soledad, porque la vida amargada de su compañero es la propia de
un ser que vive en la marginación, que a duras penas se gana la vida y que ha
hecho de la misantropía casi una religión. Se trata de un sutil ejercicio de
seducción vitalista que irá creciendo a medida que ambos se reconozcan el uno
al otro en lo que son: dos almas solitarias que quizás no tengan ya otra
oportunidad de conocer la belleza de los sentimientos, y aun es posible que el
amor, con todas las reservas que se le quieran poner al uso de semejante
concepto para su relación, al margen de la persona con quien conviven. No se
entienden, pero acaban aceptándose y formando, realmente, una familia, a su
manera. Que una vecina acaudalada se interese por los cuadros de ella, y que
compre por 5 dólares el primero de otros muchos que ella acabará vendiendo a
una clientela cada vez más numerosa, para beneplácito del marido, que aceptaba
al principio la afición pictórica de su mujer/criada como una locura propia de
una lisiada, va a ser el principio de incluso una fama que hasta llegará a
oídos del hermano ventajista, quien se presenta allí para recibir lo que se
merece, ser despedido sin acritud pero con firmeza. Maud Lewis -que es el
apellido del marido -Dowley de soltera-, es una fiel representante de una
corriente artística, la pintura naíf, que no solo tiene sus seguidores, sino
incluso su propio canon. Hay en esa pintura un primitivismo que juega con el
naturalismo de la representación y la frecuente desaparición de la perspectiva, unido a un uso no arbitrario del color, pero
si muy intenso y sin matices, que llama la atención de los aficionados al arte.
La película no es una reivindicación de esa rama específica del arte pictórico,
sino una biografía llena de emoción, verdad y dolor, porque la vida de los
protagonistas, encerrados cada uno en el desengaño de posibilidad de llevar una
vida feliz, es un retrato durísimo no solo de unas condiciones de vida
humildísimas -que hayan de compartir el único lecho de la vivienda entra en esa
circunstancia, con los malentendidos a que dará pie-, sino, sobre todo, de dos
destinos que parecen destinados a persistir en su atroz soledad y en la
incomunicación constante. Me han vuelto a los ojos, mientras la veía, imágenes
de La ruta del tabaco, de Ford, también
una película de la miseria; y también de la reciente Big Eyes, de la que Maudie bien pudiera el reverso humilde y aun
hasta miserable. Todo lo dicho, sin embargo, ha de considerarse como un
preámbulo excesivamente largo a lo que constituye la esencia de la película: la
interpretación de Sally Hawkins, cuya actuación en Blue Jasmine, de Woody Allen,
rompía todos los niveles de calidad habidos y por haber. Aquí, ella sola, y a
solas con un personaje difícil, ha sabido construir un personaje que recoge del
original una dulzura, una fe en la vida y una sensibilidad artística conmovedores.
En ningún momento la película está pensada para inspirar la lástima o la
compasión, sino todo lo contrario: está al servicio de la visión de una “mujer
fuerte”, y aun “fortísima”, me atrevo a decir, como Maud Dowley debió de ser en
su accidentada biografía. Tampoco estamos ante una “vida ejemplar”, porque no
se trata de una película “de superación”, inspirada en esa tendencia al cine de
autoayuda que tanto mal le está haciendo al séptimo arte, ni tampoco pretende
dar lecciones de ningún tipo: es la vida de una mujer con una discapacidad
progresiva en un contexto muy adverso en el que ella sabe sacar lo mejor de sí
misma para sobrevivir e incluso para establecer una convivencia amistosa, y aun
amorosa, con alguien a quien hubo de ir persuadiendo poco a poco, mediante el
ejercicio de virtudes humanas tan básicas como la ternura, el sentido del
humor, el miedo a la soledad, la necesidad de compañía, la complementariedad,
la solidaridad, y el valor. La película, quizás en exceso morosa -¡sobre todo
en el deplorable estado en que yo me aventuré a ir a verla!-, se recrea en el
uso de los primeros planos, en los que la mirada y la sonrisa de Hawkins obran
milagros, tanto por su capacidad para manifestar la cólera, la ira, el
desprecio como para hacer lo propio con la compasión y el amor. La transformación
de la vivienda donde ha escogido reivindicar una vida propia es una señal
inequívoca del poder del arte para transformar las vidas, porque, aunque nunca
hubiera vendido ni uno solo de sus cuadros, qué duda cabe de que ese despliegue
de colorido en un espacio tan lóbrego, sucio y descuidado como se presenta
cuando entra a vivir en él, por fuerza hubiera tenido que acabar teniendo una
influencia positiva en su amo, y después su amor, como se advierte en unas
escenas de relación sexual que provocan un estremecimiento doloroso en el
espectador más insensible. Estamos, en definitiva, ante una película muy
valiente, narrada con la lentitud propia de la vida primitiva que viven ambos
protagonistas en un rincón perdido del mundo y con unas interpretaciones que, además
de sonar a Oscar, sobre todo la de Hawkins, exigen que sean vistas por todos
cuantos aman este arte imperecedero.
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