sábado, 7 de octubre de 2017

Alta política, humilde anécdota: “El diablillo y la reina”, de Jean Negulesco


La tensa relación entre Disraeli y la reina Victoria al hilo de una osadía infantil: El diablillo y la reina o el sentido de la monarquía en Gran Bretaña.
                                                                                                                          

Título original: The Mudlark
Año: 1950
Duración: 99 min.
País: Reino Unido
Director: Jean Negulesco
Guion: Nunnally Johnson
Música: William Alwyn
Fotografía: Georges Périnal (B&W)
Reparto: Alec Guinness,  Irene Dunne,  Andrew Ray,  Anthony Steel,  Finlay Currie, Beatrice Campbell,  Wilfrid Hide-White.

De nuevo ante una película sin referencia alguna y sin la ayuda de FilmAffinity, donde las críticas sobre ella brillan por su ausencia, lo cual es un indicativo de que me sitúo ante una rareza poco o nada vista. De su autor, Jean Negulesco, sin embargo, ya hemos comentado en este Ojo dos excelentes películas, Llama un desconocido y Belinda, breve nómina a la que se suma ahora esta The mudlark, pésimamente traducida por un título que me hizo dudar lo mío si adquirirla o no. Hice bien, ahora lo he visto. La película, cuyo guion se basa en una novela que retoma un hecho real del reinado de la reina Victoria, narra la historia de un huérfano que se dedica a recoger objetos perdidos en las cenagosas orillas del Támesis y que un día encuentra un camafeo con la cara de la reina Victoria que otros coleguillas de miseria quieren arrebatarle para venderlo a quien suele comprarles lo que encuentran. Finalmente, un viejo que lo defiende de los otros mozalbetes le explica quién es la reina, “la madre de Inglaterra” y el zagal se empeña en llegar hasta el castillo de Windsor para visitarla. A partir de su llegada al castillo, la película da un giro hacia la comedia con situaciones muy graciosas y unas notabilísimas interpretaciones. La llegada del muchacho coincide con la visita del Prime Minister, Disraeli, cuyas tensas relaciones con la reina se deben a que esta no quiere abandonar su vida retirada, en señal de duelo, por la muerte de su marido. Disraeli pretende arrancarla de ese ostracismo voluntario porque advierte que la relación entre la reina y sus súbditos, que nunca pueden verla en ningún acto público, va deteriorándose y es posible que, para muchos, acabe volviéndose prescindible la institución monárquica. Aunque por motivos diferentes, es evidente que esa “crisis de ausencia real” tiene algún punto de contacto con la poderosa crisis que sacudió la corona británica, con temblores de terremoto catastrófico, cuando la muerte en accidente de la princesa Diana de Gales. Es Alec Guinness el encargado de darle vida a un Disraeli que, en su dicción privilegiada adquiere una entidad soberbia, magnífica, como si hubiéramos entrado en el túnel del tiempo y nos halláramos ante el propio Disraeli en persona. A ello contribuye también una caracterización física que casi vuelve irreconocible al actor. Enfrente, Irene Dunne compone una reina Victoria llena de absoluta majestad, lo que permite un juego de indirectas entre ella y su Primer Ministro muy divertido, porque la parte cómica cae del lado del camarero y consejero escocés de la reina, un soberbio  Finlay Currie, a quien se recuerda popularmente por su interpretación de San pedro en Quo Vadis? La película está rodada en estudio, en el que se reprodujeron no solo las salas del palacio por donde transcurre la acción, sino también el Parlamento, donde tiene lugar el lucidísimo speech de un Guinness en estado de gracia retórico. Ese discurso, rodado sin corte alguno, en un plano secuencia de unos siete minutos de duración es, a mi entender, lo mejor de la película, la escena que sirve para definir no solo al personaje, sino también al sistema democrático británico y el sentido que tiene la monarquía en Gran Bretaña, así como una defensa a ultranza de la dimensión social que ha de tener cualquier gobierno. Las toneladas de ironía con que Disraeli contesta al disparate de algunos diputados, relativo a la posibilidad de que el chiquillo se hubiera colado en el castillo de la reina para perpetrar un magnicidio, alentado por los irlandeses, es un éxito retórico de primera magnitud y del que deberían tomar buena nota nuestros diputados, tan escasos de esa elocuencia que, antes, confirmaba la calidad o la incompetencia de un político. A pesar de que la situación dickensiana de la trama pueda parecer que induce al sentimentalismo, nada de ello hay en la película, cuyos dos ejes, la aventura ingenua del chiquillo y la tensión política, garantizan al espectador un disfrute máximo en una película que, aparentemente, se cae de puro sencilla. Las cargas de profundidad sobre la vida en general y la política en particular son constantes a lo largo de todo el metraje, y se ha de estar atento para no perder ripio de cuanto una situación en apariencia anodina es capaz de dar de sí. Sigo en vena, con Negulesco, sin duda.




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